Inés y la alegría (36 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—Me gustas mucho, camarada —me miraba y se reía, yo le miraba y me reía mientras sus manos acariciaban los pechos, las caderas que volvían a nacer en las yemas de sus dedos—. Nunca he conocido a ninguna monja que me guste tanto como tú… —encajó los pulgares en la cintura de mis pantalones y los empujó hacia abajo para que yo pudiera salir de ellos levantando los pies con elegancia, como de un charco—. Y eso que estudié en un seminario.

Cuando pude volver a pensar con claridad, no perdí el tiempo calculando adonde habrían ido a parar mis propias previsiones, la solemne avidez de mi venganza, aquella nostalgia del placer que había estallado en pedazos bajo la presión de un placer real que se multiplicaba sin desvirtuarse, y a la vez era dulce, redondo, afilado, violento y luminoso, todo eso y más placer, una alegría limpia y salvaje. Después, todavía me reía sin saber por qué, y por eso, cuando pude volver a pensar con claridad, ni se me ocurrió seguir pensando.

—Vete a buscar el tabaco, ¿quieres?

Le miré, adiviné sus intenciones, sonreí y, mientras él sonreía, me levanté de la cama y fui desnuda hasta el gabinete. Al abandonarlo no habíamos apagado la luz. Cuando volví, había encendido además la lámpara de la mesilla que estaba a su lado, pero no me importó. Crucé la habitación sin apresurarme, y empezó a aplaudir antes de que tuviera tiempo para reunirme con él bajo las sábanas. Después me abrazó y me besó muchas veces, como si ni siquiera tuviera ganas de fumar, pero al rato, encendió un cigarrillo para darme la oportunidad de preguntar por la foto que había visto al volver, apoyada en la otra mesilla, una mujer morena cuya sonrisa me sobresaltó hasta que me fijé en sus hijos, una niña de unos diez años y un niño poco menor, cuyos ojos, pequeños y oscuros como botones de charol, eran tan brillantes que echaban chispas.

—¿Y esto? —la cogí para estudiarla de cerca y él se pegó a mí, como si le divirtiera mucho la cautelosa expresión de mi cara—. Son…

—¿Mi familia? —hizo una pausa que no me atreví a rellenar, y sonrió—. No. Son la mujer y los hijos del Lobo… Bueno, del coronel. Él está al mando de este sector y cuando llegamos, naturalmente se quedó con el mejor dormitorio.

—¿Y tú?

—Yo no tuve suerte en ningún sorteo, así que me tocó dormir en un catre de campaña, en un cuarto que está justo debajo de este —se rió y me besó en la mejilla, como si le divirtiera mucho recordar el estrépito de los muelles del somier, los golpes del cabecero contra la pared—, con Comprendes, con el Zurdo y con el Cabrero.

—Pero… —me incorporé en la cama para mirarle—. No lo entiendo. Has ido y le has dicho, cámbiame el sitio, así, por las buenas…

—Bueno, no exactamente. En realidad, te ha cedido el dormitorio a ti, aunque podríamos decir… —me miró, sonrió, me besó en un pezón, luego en el otro—. El Lobo es mi coronel. Él manda y yo le obedezco, pero fuera de la guerra, los dos somos muy amigos. Estuvimos en Argelés, luego trabajando en el mismo aserradero, luchando contra los alemanes, siempre juntos, y… En fin, los amigos se hacen favores, ¿no? Cuando he bajado, le he recordado que él era el único que dormía solo en esta casa y que a ti teníamos que meterte en alguna parte. Tampoco íbamos a mandarte a dormir con la tropa, después de habernos comido tus rosquillas, así que…

A finales de octubre, las noches en el valle de Arán ya eran muy frías pero mi cuerpo no protestó cuando él apartó la sábana, las mantas, para mirarlo otra vez, como si antes no hubiera tenido bastante.

—De todas formas, me conoce tan bien que cuando le pregunté si no íbamos a interrogarte, levantó una ceja y me dijo… —e hizo una pausa para crear expectación antes de romper a hablar con una voz prestada—, ¿qué pasa, que te ofreces voluntario?

No sabía imitar sólo el acento del coronel, también imitaba sus gestos, su manera de torcer la boca, de mirar hacia arriba, y me hizo reír, y se rió conmigo mientras su mano izquierda se paseaba por mis pechos, y me acariciaba el estómago, el vientre, antes de hundirse entre mis piernas.

—Pues ya sabes lo que opino yo de estas cosas —el coronel seguía hablando por su boca pero eran sus labios los que me besaban en la oreja, en el cuello, en el hombro, siguiendo el ritmo lento, codicioso, de sus dedos—, y ya os lo dije antes de venir, que no quería mujeres, que bastantes disgustos nos dieron en el 36… —hasta que todo cesó, las palabras, los besos, las caricias, y abrí los ojos y me encontré con los suyos, muy serios, muy cerca de los míos, antes de escuchar su verdadera voz—. Aunque si tú no hubieras querido, me habría ido a dormir abajo. Eres una mujer muy valiente. Y hace ya muchos años que aprendí a respetar a las mujeres valientes.

Pero yo quería, quería más, quería tanto que me volví hacia él, le rodeé con mis brazos, me aferré a su cuerpo y me pareció más grande, más suave, más duro, más caliente, y rodamos sobre la cama, primero hacia un lado, luego hacia el otro, mientras la emoción en la que me habían sumido sus palabras se integraba sin llegar a disolverse en otra mayor, repleta de colores, de matices que agudizaron mis sentidos hasta el punto de que sin dejar de sentir, de acunarme en su respiración y respirar la tumultuosa intensidad que el sexo imprimía al olor de su cuerpo, logré escuchar el escándalo de una cama que crujía como si todos los tornillos se estuvieran saliendo de las tuercas. En ese momento, yo estaba encima, y me paré, le miré, le vi levantar las cejas y luego negar con la cabeza, mientras me cogía por la cintura para darme la vuelta.

—¡Que se jodan! —porque yo estaba pensando en los que dormían justo debajo y él se había dado cuenta—. Pues ya ves…

Después, me propuso un asalto a la cocina. Era la una de la mañana, estaba muerto de hambre y escogió bien las palabras, porque dijo exactamente eso, vamos a asaltar la cocina, y antes de que me hubiera dado cuenta, ya se había vestido. Yo me puse los pantalones tan deprisa como pude y todavía me los estaba abrochando cuando me tiró su guerrera.

—Toma, póntela. Hace frío.

Bajamos por la escalera a oscuras, sin hacer ruido, atravesamos el zaguán con el mismo sigilo, para no despertar a los que tal vez ya habrían podido dormirse, y en la cocina encontramos un plato cubierto por otro, lleno de patatas guisadas con costillas. Las calenté en un cazo y, mientras su aroma me susurraba que tenía mucha más hambre de lo que había creído, me parecieron pocas para los dos, así que las vertí en un solo plato.

—Cómetelas tú —le dije mientras las ponía sobre la mesa—. Yo tengo bastante con un bocadillo.

—No —y cuando me dirigía a la despensa, me enlazó por la cintura para detenerme—. Vamos a comérnoslas entre los dos y luego, si acaso, nos hacemos dos bocadillos.

Arrimó una silla, se sentó a mi lado, y comimos las patatas del mismo plato, con el mismo tenedor. Él las repartió escrupulosamente, una pequeña para ti, una pequeña para mí, cortando los trozos más grandes por la mitad, y me cedió la última.

—Estaban buenas, ¿verdad?

—Sí, aunque para mi gusto les faltaba un poco de pimentón —y el pimentón me dio la clave—. ¿Sigues teniendo hambre?

Empecé para él uno de los chorizos que Ricardo no compartía ni siquiera con Ayuso, le hice un bocadillo, y me senté sobre la mesa.

—¡Qué bueno! —exclamó, después del primer mordisco.

—¿A que sí? —y sonreí, porque acababa de descubrir que me encantaba verle comer—. A mi hermano se los mandan directamente de Salamanca. Él estuvo allí durante la guerra, en una oficina de relaciones internacionales.

—Bueno, por lo menos no mataría a nadie.

—No estaría yo tan segura, ¿sabes? —pero no quise pasar de ahí.

No quise hablarle de Virtudes, no todavía, no aquella noche, no en aquel momento tan tonto y tan perfecto, porque miré hacia abajo y vi que mis pies se movían solos, que estaban bailando en el aire sin que yo me diera cuenta, en aquella cocina de pueblo iluminada por una triste bombilla que relucía como un sol de caramelo, una estrella secreta, privada, en el cielo de un planeta con dos únicos habitantes, un mundo pequeño y flamante donde no cabía el dolor, donde no había lugar para la soledad, ni para la tristeza. Por eso no podía hablar de ella, no mientras le miraba, mientras le veía mirarme, hacerme de nuevo en cada segundo, una mujer nueva que no podía recordar, y no quería, nada que no pasara en aquel lugar, en aquel momento, en una esplendorosa versión de la realidad que excluía y anulaba todas las demás. Y él se dio cuenta. Tuvo que darse cuenta porque se desplazó sin levantarse de la silla hasta que estuvo delante de mí y, sin dar importancia al chirrido de las patas sobre los baldosines, como tampoco se la había dado yo, y sin dejar de sonreír, como yo sonreía, me desabrochó un botón, y luego otro, y otro más, y separó las solapas con las dos manos para esconder la cabeza entre mis pechos. Entonces, de repente, se abrió la puerta.

—¿Qué está pasando aq…?

Era un soldado muy joven. No tendría más de veinte años y no supo interpretar la escena que estaba viendo, una mujer despeinada, sentada sobre una mesa, cubierta con una guerrera que no podía ser suya, y el hombre decapitado que estaba frente a ella, sentado en una silla, aferrado a sus solapas, hasta que se irguió para mirarle con la misma extrañeza.

—Lo siento muchísimo, mi capitán —parecía un niño al que acababan de pillar copiando en un examen—, perdóneme, yo no sabía, lo siento mucho…

—No te disculpes, Romesco —Galán se dirigió a él en un tono amable, tranquilizador—. No has hecho más que cumplir con tu deber.

—Gracias, mi capitán.

Y esperamos a que se marchara, pero no lo hizo y se quedó quieto, como pasmado en el umbral de la puerta.

—¡Hala! —la mano que sujetaba mi solapa izquierda la abandonó un instante para moverse en el aire, como si pudiera alejarle por sí sola, y el pobre centinela abrió mucho los ojos al entrever mis pechos desnudos—. Ya puedes irte a seguir cumpliendo con tu deber.

—Sí, mi capitán —se cuadró, saludó y se fue tan deprisa que cuando volvimos a escucharle ya había cerrado la puerta—. A sus órdenes, mi capitán.

—Vámonos arriba —eso era otra orden, y era para mí.

—No, que tengo que recoger la cocina.

—No, mañana…

Al día siguiente, cuando abrí los ojos, era él quien estaba desnudo de cintura para arriba. Aún no había amanecido del todo, pero la luz que entraba por el balcón, una claridad blanca e imprecisa, contaminada por los restos de la noche que se resistía a desaparecer, era suficiente para él, que se afeitaba ante un palanganero colocado en un rincón, y fue suficiente para mí, conmovida a distancia por el trapecio perfecto de su espalda, los hombros redondos, mullidos, los brazos largos, con los músculos bien marcados. Disfruté en silencio de aquella imagen, y vi cómo se repasaba las patillas, cómo se lavaba la cara, cómo se la secaba y se ponía la camisa, segura de que él me creía dormida aún, pero cuando se dio la vuelta, ya estaba sonriendo, y el día que comenzaba crujió de placer en esa sonrisa.

—Buenos días.

Mientras se acercaba a la cama, escuché pasos, voces en el gabinete, pero él se sentó a mi lado, metió una mano debajo de las sábanas, las apartó poco a poco, y me besó en los labios con una inesperada delicadeza.

—Voy a negociar con el Lobo para que nos deje quedarnos aquí —me miraba a los ojos mientras su mano se paseaba por mi cuerpo, acariciándome con mucha suavidad—, pero el gabinete seguirá siendo su despacho, porque no hay otro, así que será mejor que te acostumbres a entrar y salir por la otra puerta —señaló con la cabeza la que daba al pasillo—, y todavía mejor que esperes a que nos hayamos marchado.

—Eso haré —prometí, con la voz aún dormida.

—Muy bien —devolvió las sábanas a su sitio para arroparme como a una niña pequeña y me besó otra vez—. Hasta esta noche.

Esas tres palabras me despertaron del todo, y me senté en la cama para verle salir, pero no tuve tiempo de asustarme, porque cuando ya tenía la mano en el picaporte, se volvió para decirme algo que me devolvió a ese mundo perfecto y recién nacido en el que no había lugar para la desgracia.

—Yo creía que en España ya no quedaban mujeres como tú.

Su sonrisa flotaba aún en el aire cuando escuché el ruido de un cerrojo que no lograría aislarme del escándalo que su aparición produjo en el cuarto contiguo, un rumor confuso de silbidos, palmadas, exclamaciones de júbilo o censura sobre las que destacó nítidamente una voz.

—¡Joder! Menuda nochecita, ¿comprendes?

Luego, volví a quedarme dormida. Debería levantarme, pensé mientras me hundía lentamente en una nube tibia y espumosa, y me dejé caer, me dejé absorber por la blandura de un sueño pesado, narcótico, un descanso tan profundo que al abrir los ojos me alarmé. Pero aunque ya era completamente de día, en el reloj de la pared todavía faltaban diez minutos para que dieran las ocho. Me envolví en una sábana, abrí la puerta y no escuché ningún ruido. Sin embargo, cuando volví del baño, los balcones estaban abiertos, la cama hecha y el cenicero limpio, encima de la mesilla. Empecé a oler a café, y a limpieza, antes de llegar a la mitad de las escaleras.

La responsable de la mitad de aquel aroma era una chica más joven que yo, que tenía los ojos muy despiertos y las mejillas sonrosadas, ese aterciopelado rubor, de aire y de agua, que la gente que vive en el campo conserva más allá de la infancia. Llevaba el pelo recogido en una coleta que explotaba en una moña de bucles castaños, pequeños y apretados, los pies desnudos en unas alpargatas negras, con las cintas muy limpias, y los brazos al aire. Parecía inmune al frío y estaba contenta, porque canturreaba mientras fregaba el suelo con movimientos enérgicos, casi violentos.

—Salud —le deseé, aunque no la necesitaba.

—Salud —me contestó, sonriéndome con toda la cara.

En la cocina encontré a una mujer enlutada que parecía de mucho peor humor, porque correspondió a mi saludo con un gruñido apenas articulado.

—¿Hay café hecho? —no me respondió—. ¡Qué bien! Voy a desayunar, si no le importa, estoy muerta de hambre.

Tampoco comentó nada a eso, pero dejó de limpiar los fogones para mirarme con los brazos caídos. Tenía el ceño fruncido, los labios apretados y ninguna intención de ser amable. Por eso, aunque tuve que abrir muchas puertas antes de encontrar lo que necesitaba, no quise darle la satisfacción de hacer ninguna otra pregunta, y al final, cuando recopilé un tazón, un plato, una cucharilla, un azucarero, el cuchillo que necesitaba para rebanar una hogaza de pan, un salero y una aceitera, lo puse todo en una bandeja y me fui a desayunar a la mesa grande, sin decir nada.

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