Inés y la alegría (34 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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Porque Stalin puede considerar que camina mucho mejor, más cómodo y ligero, sin otro conflicto español en el zapato, pero en el momento en que exista un gobierno en Viella, no le va a quedar más remedio que mandar un telegrama de felicitación y un embajador al mismo tiempo.

Porque Dolores tampoco podrá hacer otra cosa que escribir uno de esos discursos suyos, tan arrebatados, tan conmovedores, tan condenadamente buenos, para llenar de lágrimas de felicidad los ojos de los antifascistas del mundo entero, que compartirán de corazón lo que ella nunca podrá no confesar que ha sido la mayor alegría de su vida.

Porque, en el instante en que los miembros del gobierno de Viella posen ante la prensa, alguien se ocupará de aconsejar a Franco, seguramente en inglés, que se guarde la pistola y vaya pidiendo un avión con autonomía suficiente para cruzar el Atlántico.

Porque en el caso, sumamente probable, de que Franco escoja la pistola, el alto mando aliado sentirá que se le abren las carnes ante la posibilidad de que ese general español, a quien les ha costado tanto trabajo mantener fuera de juego, pueda irrumpir en el escenario de una guerra que parece ya liquidada, para meter un balón de oxígeno en los pulmones de una Alemania a medio asfixiar.

Porque eso es lo que puede llegar a ocurrir si, dando la espalda a las declaraciones políticas, a la actividad diplomática, al clamor popular, al apoyo del gobierno francés, y al reclutamiento de voluntarios internacionales, Franco envía a su ejército contra un heroico y reducido núcleo de defensores de la libertad atrincherados en Arán.

Porque, por más que la orografía del valle permita una resistencia larga, que la facilidad de comunicaciones con la retaguardia francesa hará además relativamente cómoda, los aliados no pueden dudar de que la abrumadora ventaja de recursos de los atacantes garantizará su éxito antes o después.

Porque quien ha chaqueteado una vez, ya sabe cómo se hace, y un éxito militar de Franco, a diez kilómetros escasos de Francia, implica la amenaza de tener un ejército completo desplegado en la falda de los Pirineos, a un paso de la Europa liberada.

Porque este despliegue apareja a su vez la posibilidad de que un dictador despechado, acorralado como un toro contra las tablas de la hostilidad mundial, rabioso contra los británicos, que le han seducido en secreto para sacrificarle en público, y arrepentido de haber abandonado a Alemania, que, y ahora se da cuenta más que nunca, ha sido su único amor verdadero, decida pagar con la misma moneda y cruzar los Pirineos para desplegar sus tropas al otro lado.

Porque, entonces, apaga y vámonos.

Y porque existe una solución fácil, limpia, cómoda y práctica para neutralizar, en poco tiempo y con total garantía de felicidad, todas estas amenazas.

El ejército aliado cuenta en Europa Occidental con gran cantidad de unidades en situación de reserva, que ya no juegan ningún papel pero aún no han sido desmilitarizadas. Basta con mandarlas a España, y así, de un plumazo, se resuelven todos los problemas al mismo tiempo. Sus jefes saben ya, por experiencia propia, que en el instante en que su ejército pone un pie en cualquier país ocupado, por muy tibia que haya sido la respuesta antifascista de su población hasta ese momento, empiezan a salir guerrilleros, resistentes y voluntarios hasta de debajo de las piedras. En el caso de España, es razonable esperar una respuesta incomparablemente más favorable y un porcentaje de deserciones en el bando enemigo —monárquicos, tradicionalistas, falangistas puros, liberales y, por supuesto, oportunistas de cualquier pelaje— muy abundante. La soledad de Franco será, por otra parte, absoluta, porque esta vez no podrá recibir los acostumbrados refuerzos del norte de África. El estrecho de Gibraltar, como el resto del Mediterráneo, es territorio aliado, de modo que, adiós a los regulares. En el contexto histórico de la inevitable victoria sobre Alemania, no es previsible que la campaña española resulte muy larga, ni demasiado costosa, aunque cualquier precio es barato a cambio de que Franco no entre en la guerra a destiempo. Y si España vuelve a ser el bastión marxista de Occidente, como teme Churchill, ya habrá tiempo para arreglarlo después, porque un mal menor nunca debe paralizar la consecución de un bien mayor.

Todo eso sabe Monzón, y sin embargo, no lo sabe todo.

El 19 de octubre de 1944, en su casa de Ciudad Lineal, el creador de la Unión Nacional Española se siente Dios, tan autosuficiente como el entrenador de un equipo de fútbol que le lleva un montón de puntos de ventaja a sus rivales. Tantos, que se atreve a mentir a sus propios jugadores, a engañarles, a esconderles la prensa, a fabricar sus propias noticias y a falsear los resultados de la tabla de clasificación, para convencerles de que sólo dependen de sí mismos.

Pero los seres humanos no son máquinas, y hasta el mejor delantero falla un penalti.

Eso es lo único que no se le ocurre pensar a Jesús Monzón.

II. La cocinera de Bosost

La casa en la que entré detrás del capitán era grande, sólida, de muros de piedra, y estaba amueblada con lo justo, unos pocos muebles buenos y antiguos, como correspondía a la vivienda de un labriego rico, pero no tanto como para haber dejado de trabajar sus propias tierras.

Eso fue lo primero que pensé al atravesar la puerta, y ni siquiera me extrañó la atención que pude dedicar a los detalles triviales, la ausencia de un vestíbulo, la espartana sencillez de la decoración y, sobre todo, una borrosa fotografía de boda colgada sobre un aparador, el hombre de expresión seria, con el pelo muy corto y una corbata oscura, muy estrecha, que miraba a la cámara como si le diera miedo, la mujer de cara ancha, musculosa, velo negro y gardenia blanca en el ojal, que aparentaba más años de los que debía tener mientras ensayaba una sonrisa tímida, indecisa, impropia de una novia. En todo esto me fijé mientras avanzaba como si mis pies no tocaran el suelo, mi espíritu dividido entre la exaltación que me había desordenado por completo hacía un instante, y un sentimiento íntimo, confuso, que nunca podría compartir con nadie, una emoción semejante al pudor, la imprevista timidez que ni siquiera yo acertaba a descifrar, pero me impedía corresponder a la mirada de los quince pares de ojos que me estudiaban con la misma curiosidad.

Al fondo de aquella estancia, que hacía las veces de zaguán, comedor y cuarto de estar, había una mesa muy grande y, sentados a ella, tres oficiales que me esperaban como si formaran parte de un tribunal. El del centro, bajo y delgado, tenía la piel tostada por el sol y los ojos muy pequeños, oscuros como botones de charol, tan brillantes que echaban chispas. Parecía algo mayor que los demás, llevaba insignias de coronel y me cayó bien desde el principio. El comisario sentado a su izquierda no me gustó, quizás porque estaba demasiado gordo, y su aspecto orondo, sedentario, me pareció impropio de un soldado, incompatible con los cuerpos fibrosos, jóvenes y bien entrenados, de los hombres que le rodeaban. El que flanqueaba al jefe por el otro lado, muy alto, el pelo rizado, la nariz aguileña y las gafas sucísimas, era Comprendes, pero yo aún no lo sabía.

—Se llama Inés Ruiz Maldonado —Galán tampoco podía saber hasta qué punto nos uniría el primero de nuestros abrazos, pero decidió comportarse como mi ángel de la guarda—, y no es ni una invitada ni una prisionera —entonces se giró hacia mí, para volver a demostrarme que sabía sonreír con toda la cara—. Ven, acércate… Es una voluntaria.

—¿Una voluntaria? —el coronel, que conservaba un acento catalán tan elocuente como las serpentinas que rizaban las sílabas del sevillano que me había llevado hasta allí, se echó a reír, pero al comisario no le hizo gracia.

—¿Qué significa esto? —vi cómo dirigía a mi protector una mirada de advertencia, pero también que no conseguía afectarle en lo más mínimo.

—Pues una voluntaria es una voluntaria, su propio nombre lo dice —y me empujó con suavidad hacia delante—. Explícaselo tú misma, anda.

Le devolví la sonrisa, la mirada, y miré a mi alrededor mientras calculaba cómo podría contarles tantas cosas sin hablar durante horas, pero las palabras acudieron en mi auxilio con la docilidad de los mejores tiempos, y no fue difícil. Nada sería difícil aquella noche.

—Me llamo Inés, y soy la hermana pequeña de Ricardo Ruiz Maldonado, delegado provincial de Falange Española en la provincia de Lérida —en ese momento hubo respingos, murmullos, ceños que se fruncían, aunque nadie me impidió continuar, y ese silencio me dio confianza—. Ya sé que suena mal, pero yo soy de los vuestros. Podéis preguntar por mí a quien queráis, porque me he hecho muy famosa en esta provincia como la hermana roja del jefe de Falange. Podéis preguntar además a vuestra gente de Madrid, porque allí también soy muy conocida. Durante la guerra, monté una oficina del Socorro Rojo en la casa de mis padres. Trabajaba para Matilde Landa y todas sus colaboradoras me conocen, estuve con muchas en la cárcel… —estudié los rostros que me rodeaban, y la apaciguada expresión de la mayoría me animó a seguir—. Bueno, tampoco es tan raro. En Madrid, por lo menos, había muchos como yo. Pepe Laín Entralgo, sin ir más lejos, que era muy amigo de mi novio de entonces, Pedro Palacios, el secretario general de la JSU de mi barrio…

—¿Y cómo sabías que estábamos aquí? —el comisario me interrumpió, en un tono más propio de un interrogatorio que de una conversación.

—Porque lo oí por la radio hace tres días, el 17 sería… —aquel tono me puso nerviosa, y tuve que cerrar los ojos para concentrarme—. Sí, el día 17, bueno, el 18, ya, a las tres de la mañana. Radio España Independiente repitió el mismo noticiario cada media hora. Yo no podía oírla siempre, así que no sé cuándo empezaron a dar la noticia, pero aquella noche dijeron muchas veces que estabais a punto de cruzar la frontera, Operación Reconquista de España, lo llamaban. Yo ya me imaginaba que iba a pasar algo por el estilo, porque mi hermano estaba muy nervioso, y esta mañana le he oído decir que habíais llegado hasta aquí. Desde que vivo con ellos, me he convertido en una experta escuchando detrás de las puertas —sonreí sola al acordarme, y me fijé en que el coronel sonreía a mi sonrisa—. Me he enterado de que iban a cerrar la casa, y… Bueno, resumiendo mucho, le he quitado a mi cuñada la pistola de su marido, he robado un caballo, le he ofrecido cinco duros al chico que trabaja en los establos para que me guiara hasta aquí, y me he venido.

—¿Has venido a caballo? —el que no se limpiaba las gafas, se levantó, apoyó las manos en la mesa y se me quedó mirando con la boca abierta.

—Sí —su expresión de incredulidad me hizo reír—. La casa de mi hermano está en Pont de Suert, a unos cincuenta kilómetros, y el caballo es estupendo. Lo he dejado ahí detrás, en el establo.

—De todas formas —y dejó de mirarme para volverse hacia su coronel—, si es hermana del jefe de Falange, puede sernos útil como rehén, ¿comprendes?

El coronel se quedó callado, como si necesitara meditar esa propuesta, pero yo me precipité a aceptarla en su lugar.

—Como rehén, como prisionera, os limpio la casa, os lavo la ropa, os hago la comida… Lo que haga falta, con tal de que no me devolváis. Y no creo que mi hermano os dé un céntimo por mí, pero también os he traído dinero… —hice una pausa para meterme una mano en el escote, y puse los billetes sobre la mesa—. Tres mil seiscientas pesetas, lo que había en casa. Le he hecho un vale a mi cuñada, requisándolo en vuestro nombre, espero que no os importe.

—¿Qué? —el capitán soltó una carcajada, me miró, miró a sus compañeros—. ¿Es una voluntaria o no es una voluntaria?

—Así que has venido a caballo para unirte a nosotros… —recapituló el coronel muy despacio, al ritmo de su asombro, mientras señalaba con el mentón a la esquina de la mesa donde reposaba mi botín—, con tus sombreros y todo.

—¡No! —levanté la tapa de la sombrerera y volví a reírme—. No son sombreros, sino rosquillas. Cinco kilos, me salen muy ricas. Es que cuando me pongo nerviosa, me da por cocinar. Y esta mañana, como llevaba mucho tiempo pensando en escaparme, pues… Me he liado a hacer rosquillas.

—¿Y para qué queremos nosotros cinco kilos de rosquillas?

—¿Pues para qué las vais a querer? —aquella pregunta me sumió en un estupor tan profundo, que hasta me molesté en contestarla—. ¡Para coméroslas! ¿Es que no tenéis hambre?

En ese momento, el capitán Galán, con una expresión risueña y enigmática a la vez, porque parecía destinada solamente a sí mismo, cogió la sombrerera y empezó a repartir rosquillas entre sus compañeros.

—Hambre, lo que se dice hambre, no creo que tengamos, pero si las has hecho tú, nos las comemos —y mordió la suya para dar ejemplo—, no faltaría más…

—Oye, pues están riquísimas, ¿comprendes? —el que terminaba todas las frases con la misma pregunta, fue el primero en repetir—. Me recuerdan a las que hacen las monjas de mi pueblo.

—No me extraña —reconocí—. Aprendí a hacerlas en un convento.

—¿Tú eres monja? —y a pesar de lo sucios que estaban los cristales, vi cómo se le agrandaban los ojos.

—No, soy comunista. Pero en Ventas se me veía mucho, y mi familia me sacó de allí en el 41 para meterme en un convento. Me tiré allí casi dos años, hasta que las monjas me echaron, y mi hermano me trajo aquí.

—Ya, así que eres de Madrid, ¿no? —asentí con la cabeza—. Yo también, bueno, de Vicálvaro, ¿comprendes?

—¡De Vicálvaro! —al escuchar el nombre de su pueblo, sonreí, cerré los ojos y volví a verlo como si lo tuviera delante—. Pues yo me hice amiga en la guerra de una paisana tuya que se llamaba Faustina, pelirroja, grandona… Le echaron treinta años, igual que a mí, no sé dónde estará ahora.

—Sí, la conozco —él también sonrió—, la hija del panadero, una muchacha enorme, gordísima, ¿comprendes?

—Bueno, cuando yo la conocí, en Madrid ya no había mujeres gordas. Pero dime una cosa, camarada… ¿Tú nunca te limpias las gafas?

Mientras tanto, otros hombres se habían ido acercando poco a poco, y dos de ellos flanqueaban ya a mi interlocutor. El que estaba a su izquierda era muy guapo de cara, porque tenía los ojos ligeramente rasgados, negros, brillantes, y una nariz grande pero recta, de líneas delicadas y sin embargo firmes, masculinas, en el óvalo perfecto de un rostro infantil, las mejillas llenas y sonrosadas. El otro, un poco más bajo que yo y muy rubio, también tenía los ojos oscuros, pero azules, y una expresión risueña, traviesa, que le daba cierto aire de duende. Él fue quien más se rió al escuchar mi pregunta.

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