Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (28 page)

BOOK: Inés y la alegría
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Cuando volví a ver a Garrido, en abril, ya había empezado a recobrar el color y las fuerzas. Sólo pensaba en escapar, y me bastaba con recordarlo para sentirme mejor, más viva, tan fuerte que ni siquiera entendía cómo no se me había ocurrido antes. Y sin embargo, al principio no fue fácil.

—Pues el caso es que… —mi cuñada me dedicó una mirada culpable, cargada de lástima, y yo procuré disimular que me estaba viniendo abajo—. No va a poder ser, Inés. Yo lo siento en el alma, de verdad, pero Ricardo lo dejó muy claro desde el principio, me lo prohibió expresamente, y no sé…

—No te preocupes, Adela —y me reproché la ingenuidad de haberla puesto en aquel aprieto, porque ninguna otra respuesta habría sido lógica—. No pasa nada. Se me había ocurrido que volver a montar me sentaría bien, por hacer ejercicio y tomar el aire, ahora que me siento tan débil, pero…

—Ya, si tienes razón. Yo también lo he pensado muchas veces, desde que llegaste, y se lo dije a tu hermano, que teniendo caballos en casa, era una pena que no los aprovecharas. Pero él no quiere porque dice que… —y negó con la cabeza un par de veces antes de esconder los ojos en su falda—. Bueno, porque no quiere que te escapes.

—Tampoco es que fuera a llegar muy lejos en un caballo —mentí.

—Ya, pero él… Bueno, qué te voy a contar.

No consentí que la negativa de Adela me desanimara durante mucho tiempo, porque no tenía margen para el desánimo. Los caballos seguían estando allí, y aunque no era lo mismo escapar en uno conocido que en el primero que se dejara montar, siempre podría cruzar los dedos y encomendarme al espíritu del Oeste americano, donde todos los potros parecen igual de dóciles y bondadosos. De todas formas, a principios de marzo, aproveché las ausencias de mi cuñada para acercarme a las caballerizas a ver a
Lauro
, a cepillarle, a darle azúcar para intentar que se familiarizara conmigo. Jaime, el mozo, ya debía de haberse enterado de quién era yo, porque no volvió a ofrecerme que lo montara hasta que Adela decidió darme una sorpresa.

—¿A que no sabes qué día es hoy? —aún no había terminado de vestirme cuando entró en mi cuarto como una tromba, dejando sobre la cama un gran paquete envuelto en papel de regalo.

—Sí —contesté, mientras me abrochaba la chaqueta—. Es miércoles.

—Miércoles, 22 de marzo —y me miró levantando las cejas—. O sea… —entonces yo levanté las mías—. ¿Pero no te acuerdas? ¡Hoy hace un año que viniste a vivir aquí! Por eso te he traído un regalo de aniversario. Ten, ábrelo —se sentó en la cama y me tendió el paquete—. Me parece que te va a gustar.

Era ropa. Noté enseguida el tacto blando de la tela y debajo un material más duro, como el cartón de una caja de zapatos, y pensé en Garrido, que ya no tendría mucha nieve donde esquiar y seguramente, a cambio, las ganas suficientes para propiciar la encerrona a la que me estaba empujando mi cuñada. Estaba segura de que el comandante estaba, de una u otra forma, detrás de aquello, pero dentro del paquete no encontré un vestido de noche, ni de cóctel, ni un chal, ni unos zapatos de tacón alto, sino un traje de amazona, unos pantalones, unas botas, una chaqueta y un chubasquero.

—¡Adela! —hacía mucho tiempo que no estaba tan contenta—. Muchas gracias. Me gusta mucho, pero… No sé, yo creía…

—Ya —mi cuñada asintió con la cabeza y una sonrisa ambigua, preocupada—. Ya sé lo que te dije. Y es verdad, no creas, todo es verdad, pero lo he estado pensando y… Te encuentro tan mal, Inés, tan triste, que me voy a atrever a desobedecer a mi marido. Espero no tener que arrepentirme.

Me miró y yo miré las botas, las acaricié y las levanté en el aire antes de responder con una pregunta en la que cualquier persona más sagaz, o menos inocente, habría detectado mi inseguridad.

—¿Y de qué te ibas a arrepentir?

Ella negó con la cabeza, como si quisiera apartar esa idea de su pensamiento, y siguió hablando, más animada.

—Mira, he pensado que podemos montar las dos juntas, los días laborables, por la mañana. Ricardo no tiene por qué enterarse, o mejor dicho, no puede enterarse —me miró, asentí con la cabeza, y siguió hablando, más tranquila—. Le he contado a Jaime que vas a montar a
Lauro
y que mi marido se enfadaría mucho si lo supiera. Él sabe que a mí me da miedo montarlo, que Ricardo no lo entiende, y me ha prometido que no dirá nada. Le he dado una buena propina, pero de todas formas me fío de Jaime, porque el caballo necesita que lo monten y él solo no da abasto con todo. Lo único que falta ahora es que tú me prometas una cosa a mí.

—Dime —aunque ya sabía lo que me iba a pedir.

—Prométeme que no te vas a escapar —hizo una pausa para mirarme y ni siquiera pestañeé—. Prométeme que no vas a aprovechar para salir a galope tendido una mañana de estas. Tienes que prometérmelo, Inés, porque si pasara algo así… Me hundirías. Tu hermano sería capaz de abandonarme, de quitarme a los niños… No quiero ni pensarlo.

—Te lo prometo, Adela. Saldremos juntas a montar por las mañanas y volveremos juntas todos los días. Y si alguna vez intento escaparme —añadí, para ser tan sincera como podía—, te prometo que tú no tendrás nada que ver, que ni Ricardo ni nadie podrá echarte la culpa de lo que pase jamás en la vida.

—Bueno, pero mejor no te escapes nunca, anda. Con lo bien que estamos aquí, las dos juntas, sobre todo ahora, que llega el buen tiempo…

Siete meses después, cuando fui a buscar a
Lauro
vestida con la ropa que ella me había regalado y su propia pistola en un bolsillo, recordé aquella promesa, como la estaría recordando mi cuñada atada y amordazada en su habitación. Sin embargo, yo había cumplido mi palabra. Durante siete meses, había ido con Adela hasta las caballerizas y había vuelto con ella a casa, sin apartarme ni un centímetro de lo prometido. El 20 de octubre de 1944, las cosas eran muy distintas pero, pasara lo que pasara desde entonces, siempre estaría en deuda con ella y no sólo por su bondad. La pobre Adela me había hecho prometer que no me escaparía, y la verdad es que nunca lo habría logrado si no hubiéramos llegado antes a aquel acuerdo.

La primera vez que monté a
Lauro
no tuve en cuenta que hacía casi trece años que no me subía encima de un caballo, y lo que sentí apenas se parecía a lo que recordaba. La adolescente fuerte y bien alimentada, elástica y flexible, que saltaba obstáculos de tres en tres sin rozarlos siquiera, había desembocado en una mujer exhausta, un cuerpo entumecido por la falta de ejercicio, dos piernas tan frágiles que temblaban cuando el caballo galopaba, dos brazos tan débiles que apenas lograban gobernar las riendas. Cuando desmontamos, le confesé a Adela que estaba muy cansada, pero no presentía tanto las agujetas que me atormentarían al día siguiente como el inevitable fracaso que coronaría cualquier intento de pasar la frontera. Porque, aunque
Lauro
lograra llevarme lealmente hasta la falda de los Pirineos, después tendría que subir a pie, y en mi estado, nunca lograría coronar la cordillera.

Mi cuerpo había perdido la memoria de los buenos tiempos, pero yo aún recordaba lo que tenía que hacer. Antes que nada, comer, renunciar a los caldos, los huevos duros y las restantes languideces nutritivas que mejor entonaban con mi maltrecho ánimo de cautiva, para recuperar la dieta generosa, contundente, de mis días de amazona. Después, tendría que empezar a hacer ejercicio también en el suelo, para intentar recuperar la forma lo antes posible. Lo logré muy deprisa, porque mi cuerpo trabajaba como una máquina que sólo sirviera para hacer una cosa, fugarse, fugarse, fugarse.

La perspectiva de escapar me daba más energía que la comida, más resistencia que el ejercicio, y me ayudaba a conciliar el sueño, a dormir de un tirón, y a despertarme con fuerzas por la mañana. Así, en muy poco tiempo, mi aspecto mejoró tanto que cuando el comandante Garrido volvió a verme, a mediados de abril, el asombro le paralizó hasta tal punto que se quedó mirándome con la boca abierta mientras yo subía las escaleras a toda prisa para esconderme en el cuarto de mis sobrinos. Sin embargo, en poco tiempo sus visitas se hicieron tan frecuentes que no tardé en tenerle encima otra vez.

—Pero, bueno, Inés, qué guapa estás, y qué morena… —escuché el taconeo de Adela y pensé que había vuelto a librarme, pero él no se apartó de mí, ni levantó su mano de mi brazo—. Has engordado, ¿verdad?

—¿A que está guapísima? —mi cuñada se acercó a nosotros con una botella de oporto entre las manos y una sonrisa maternal en los labios.

—Sí, eso mismo le estaba diciendo —Garrido le devolvió la sonrisa—. Que nunca la he visto tan bien. A ver si venís un día a Lérida y podemos ir a comer, o a cenar por ahí, ¿no?

—Claro que sí. Tenemos que hacerlo, ¿verdad, Inés? —yo no hice ningún gesto, pero mi cuñada siguió sonriendo como si le hubieran dado cuerda—. Bueno, voy a llevarle esto al general Ayuso, que no os podéis imaginar a qué velocidad trasiega el oporto. Ahora os veo…

Y se fue con la botella, tan contenta, mientras Garrido me levantaba la falda por detrás y se inclinaba sobre mí para hablarme al oído, como de costumbre.

—No me estarás poniendo los cuernos, ¿verdad, puta? Igual has encontrado a un obrero con el que revolcarte. Eso me sentaría fatal, ¿sabes? Pero no te preocupes, porque un día de estos, cuando tu hermano tenga que ir a Madrid, te voy a mandar detener… —Adela se volvió a mirarnos desde la puerta, y él sacó un momento la mano de debajo de mi ropa interior y la movió en el aire para saludarla—. Una detención extraoficial, por supuesto, para acabar de una vez con tanta tontería. Lo tengo todo pensado. No te puedes imaginar lo guapa que vas a estar en un calabozo, desnuda y cargada de cadenas. Y será culpa tuya, desde luego, porque no dirás que no te he dado oportunidades…

«Me voy a escapar, me voy a escapar, me voy a escapar». Cuando Adela volvió a entrar en casa, él salió al porche, y yo lo repetí una vez más, «me voy a escapar», y advertí el endurecimiento de unas amenazas que por primera vez tenían una fecha, unas características concretas, pero al mismo tiempo me parecieron demasiado teatrales como para ser verdaderamente temibles. Adela deshizo para mí ese malentendido cuando nos quedamos solas.

—Hay que ver, el comandante, qué decepción —me dijo, como hablando para sí misma, cuando íbamos por el sendero de las caballerizas—. Después de decirte esas cosas, en el pasillo, que estuvo simpatiquísimo, la verdad, pues al final, va y me pregunta si no me importa que traiga a una amiga la próxima vez.

—Y le habrás dicho que no te importa, ¿verdad?

—Pues claro, a ver qué remedio, pero ya me había hecho ilusiones contigo, qué quieres que te diga…

«Me voy a escapar, me voy a escapar, me voy a escapar». Garrido nunca me mandó detener, pero su acompañante, como la llamaba Adela para marcar bien las distancias y darme ánimos, tampoco me ahorró un par de encontronazos más.

—No sufras, Inés —la última vez, me pilló cocinando, y me levantó la falda, me bajó las bragas, hundió sus dedos sin violencia dentro de mí, y hasta me besó en la mejilla mientras yo le daba vueltas a la bechamel—. Ella no significa nada para mí, tú serás siempre mi favorita, lo sabes, ¿no? —y lo hizo todo tan deprisa que cuando dejé que la masa se llenara de grumos, ya se había ido.

Sin embargo, lo que no evitó aquella mujer perpetuamente incómoda, con toda la pinta de una puta recién retirada, lo lograron los aliados desembarcando en Normandía. El 6 de junio de 1944, el mundo cambió, y la onda expansiva llegó hasta mi hermano, que dejó de tener el cuerpo para fiestas. El mío, a cambio, estaba preparado. Después de dos meses y medio de entrega mutua,
Lauro
y yo rozábamos ya ese estado de compenetración absoluta que convierte a algunos caballos, a algunos jinetes, en un solo centauro. Ya podríamos llegar juntos a cualquier sitio, pero yo decidí esperar porque, aunque a mí misma me pareciera extraño, había dejado de tener prisa.

Cuando los acontecimientos se precipitaban a tal velocidad que parecían a punto de prometerme una fuga con todas las garantías, y hasta un final tan feliz que hiciera mi fuga innecesaria, no tenía sentido correr riesgos inútiles. No podía arriesgarme a caer con un tiro en la espalda precisamente entonces, en aquel verano silencioso, tranquilo, en el que mi hermano se conformó con presidir la celebración oficial y renunció a dar la fiesta en la que Adela echaba el resto cada 18 de julio. El comandante Garrido, al que no veía desde hacía más de un mes, se fue de vacaciones a Salamanca, y mi vida volvió a ser un lugar agradable, de jornadas tensas y serenas en las que no tenía que esconderme de nadie, sólo esperar, montar, escuchar la Pirenaica, mirar los mapas para reconocer las rutas por las que se retiraba, centímetro a centímetro, el ejército alemán, y hasta leer los periódicos por la pura satisfacción de estar al tanto de las mentiras de la prensa franquista sobre el curso de la guerra, disfrutando del creciente pánico que afloraba entre las líneas de los editoriales. Creí que podía permitírmelo, porque los aliados avanzaban todos los días, los nazis retrocedían sin cesar y el final parecía cerca, pero las cosas no habían cambiado tanto como parecía. En agosto, cuando Garrido volvió de vacaciones, la casa estaba siempre llena de militares, sin mujeres, sin música, sin baile, sin cócteles, coñac a palo seco y un único tema de conversación. Ni Ricardo ni sus amigos tenían ganas de juerga, pero tampoco se cansaban de hablar de la guerra.

Yo conocía bien el fenómeno que les mantenía encerrados en la biblioteca durante tardes enteras, la obsesión por saber, por anticiparse al curso de los acontecimientos, por actualizar la situación de los frentes palmo a palmo, pueblo a pueblo, minuto a minuto, y la tentación de interpretar al revés todos los datos, de confundir las derrotas con retiradas planificadas, de ver triunfos parciales donde no los había, reagrupamientos en las desbandadas, lecciones de astucia en las pequeñas traiciones de todos los días. Yo sabía muy bien por lo que estaban pasando porque había perdido una guerra antes que ellos, pero no calculé los efectos de la desesperanza, la cruel cosecha del miedo, la necesidad de resarcirse que provoca la impotencia, y esa indiferencia total por las consecuencias de sus actos que se apodera de los jugadores que ya han perdido la partida. Habría debido pensar en eso, porque sabía lo que significa perder una guerra, pero seguí en mi cuarto, tan contenta, riéndome a solas, hasta que una tarde la puerta se abrió, y vi entrar a Garrido, de uniforme. Mi dormitorio no tenía pestillo, y él me dedicó una sonrisa torcida al comprobarlo.

BOOK: Inés y la alegría
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