Este es el panorama que Dolores Ibárruri se encuentra al volver a Francia en la primavera de 1945. Su antigua colaboradora, aquella mosquita muerta que le salió rana, la recibe como esposa del bueno de Agustín, como si Jesús Monzón no hubiera pasado por su vida, como si no hubiera puesto boca abajo, primero, en sentido literal, a ella, y después, en otro no tan figurado, a todos los demás. Zoroa ya no está a su lado. En las últimas semanas del invierno, ha vuelto a Madrid, con una carta en la que Carrillo, actuando por última vez en esta crisis como el largo brazo de Pasionaria, conmina a Jesús a viajar a Toulouse para discutir la política del Partido. En su ausencia, Carmen sigue estando casada con, y por tanto blindada por, el nuevo secretario general del PCE del interior.
—¡Carmen! Cuánto tiempo… —Dolores no debe disfrutar nada de su reencuentro, pero tiene preocupaciones más urgentes que coger por banda a esta Mesalina de vía estrecha—. Y enhorabuena, por cierto, que ya me he enterado de que te has casado.
Vicente López Tovar, comandante en jefe del Ejército de la Unión Nacional Española que cruzó los Pirineos en octubre, para invadir el valle de Arán de acuerdo con el plan militar y las directrices políticas diseñadas por Jesús Monzón, también ha venido hoy a saludar a Pasionaria. No le ha pedido a nadie que le acompañe, y sin embargo, no está solo. Los jefes militares que actuaron bajo sus órdenes en aquella operación han venido por su propia voluntad, para rodearle en un solo silencio expectante. El fuerte sentimiento corporativo que se incentiva en las aulas de las Academias Militares funciona en la guerrilla de manera semejante, bajo la etiqueta más plebeya del compañerismo. La cuenta que le van a pasar a Vicente será más fácil de pagar si puede compartirla con los amigos.
Eso es lo que esperan estos hombres tiesos, taciturnos, apiñados en un grupo compacto, que en este momento no conceden ningún valor a las palabras de comprensión, pero aún más de circunstancias, que Carrillo les dedicó antes de que abandonaran España. Ellos son comunistas, y conocen por experiencia la temperatura a la que hierve el agua en la dirección de su partido, el tiempo necesario para que los procesos internos alcancen su punto de ebullición. Por eso están tan inquietos. Y mientras contemplan en silencio las sonrisas de Pasionaria, envidian quizás la acrobacia del azar que ha librado a Carmen de Pedro, su responsable política en Toulouse, entre el 19 y el 27 de octubre de 1944, de la cólera de Dolores. Todavía no han descubierto que a ellos les librará una novedad de naturaleza muy diferente.
A su regreso de Moscú, donde ha podido contemplar de cerca el virtuosismo de un gran maestro, Dolores Ibárruri ha perfeccionado otra de sus grandes creaciones, un hallazgo feliz que la sobrevivirá tanto o más que su aspecto de mujer del pueblo, con su moño, y su luto, y sus pendientes dorados con una perlita colgando. En este momento ya ha decidido situarse por encima de las políticas concretas, cotidianas, de la organización que preside.
En la primavera de 1945, entre sus camaradas de Toulouse, Pasionaria ya no forma parte del Partido Comunista de España, no lo dirige, no lo representa, no pertenece exactamente a él. Pasionaria
es
el Partido Comunista de España. El Partido es Pasionaria, y por tanto, su imagen es la de todos, su prestigio, el de la causa, los aciertos de los demás, sus aciertos, y sus errores, ninguno. Madre universal de los comunistas españoles de todos los tiempos, ella no puede cometer errores, no puede asumirlos, ni mancharse las manos desatascando las tuberías del subsuelo. Para eso, manda por delante a los fontaneros, pero en noviembre de 1944, seis meses antes de su triunfal regreso a Francia, el jefe de la cuadrilla volvió de Madrid para avisar de que la avería era muy grave y salvar, de paso, a la tonta de Carmen de Pedro. Y mientras un hombre de su tamaño le aguanta todavía el pulso con una determinación, una soltura a las que no está acostumbrada, esta mujer sin estudios, que se ha levantado sobre sí misma leyendo por las noches, después de hacerle la cena a su marido y de acostar a los niños, comprende que nada le conviene más que hacerse la tonta.
—¡Vicente!
Al acercarse a López Tovar, su sonrisa se ensancha, sus brazos se abren en el aire, el júbilo hace brillar sus ojos para que el destinatario de tan inmensa alegría se pregunte qué está pasando.
—¡Vicente!
Lo que pasa es que la obra de Monzón es una organización digna de alabanza, una inversión demasiado rentable, un beneficio demasiado evidente, una herencia tan valiosa que sería estúpido renunciar a sus ventajas por una venganza que, total, tampoco es que corra prisa. El agua se calienta despacio, antes de empezar a hervir, en la dirección de un partido comunista. Por eso, esta mujer tan inteligente siempre, y aún más en la adversidad, ha escogido una fórmula oblicua, incluso retorcida, y sin embargo airosa, para reconocer los méritos de su adversario. Así, el trabajo de Jesús, el fecundo fruto de su talento, se convertirá en el marido imaginario que, sin intervención de hada madrina alguna, le sacará las castañas del fuego a los oficiales de su ejército.
—¡Ay, Vicente! —porque por fin va a por él, le mira a los ojos, le agarra por los antebrazos y le aprieta fuerte, para manejarle como sabe ella manejar a los hombres—. ¡Pero qué partido tan hermoso habéis hecho en Francia!
Ni que fuera tonta. Eso sí que no. Eso, nunca jamás.
Dolores ha llegado a Toulouse levitando sobre el suelo, su inmaculado candor de Virgen María del proletariado internacional a salvo de las salpicaduras de cualquier sucio charco de este mundo. Sólo después de dejar esto muy claro para todos los hombres de traje oscuro, todas las mujeres muy bien peinadas, elige a un militar, y no a un político, para absolver en público de sus pecados al PCE de Francia, el admirable capital del que, en este instante, acaba de apropiarse. Sabe que los militares se han sentido utilizados por Monzón y que, si llega el caso, les resultará sencillo escudarse en la obediencia que le debían. Pero, al mismo tiempo, y por más que Jesús sea hoy, más que nunca, el gran ausente, no podrá evitar que quienes la escuchan concluyan que el verdadero destinatario de su admiración, ese cálido elogio de manos fuertes y sonrisa dulce, es el único autor del partido que se ha encontrado al bajar del avión, su enemigo, su rival, Jesús Monzón Reparaz, que sigue estando mucho más cerca que ella de la Puerta del Sol. De hecho, aunque ni Dolores, ni ninguno de sus colaboradores, lo reconocerá jamás, el PCE del exilio, y el del interior, evolucionan desde entonces a partir de la hermosa organización de Monzón, cuya estructura, más allá del nombramiento de personas de confianza para todos los cargos, no llega a desmontarse.
Mientras su secretaria general se aleja para saludar a otros camaradas, el comandante en jefe del Ejército de la UNE se vuelve hacia sus oficiales para compartir con ellos una conclusión más urgente.
—Menos mal —confiesa en un susurro que reproducirá después, en muchas ocasiones, con la misma sonrisa—, porque la verdad es que los tenía aquí…
El ademán con el que acompaña esta expresión, apresando un pellizco de piel de su garganta entre el dedo pulgar y el índice de la mano derecha, resulta tan elocuente como la pirueta verbal a la que Pasionaria ha recurrido para zanjar sus responsabilidades.
Así termina en Toulouse este día de primavera de 1945 que parece poner punto final a una historia cuyas consecuencias aún se dilatarán algunos años, antes de esfumarse por completo de la memoria colectiva. Pero eso todavía no lo saben los comunistas españoles que se disuelven, para retornar apaciblemente a sus hogares, mientras Dolores se retira a descansar, sola o con Francisco Antón, de quien no consta si la acompañó o no en esta jornada. Carmen de Pedro, protegida por la poderosa sombra de su marido, se va también a casa, mientras su hada madrina, exhausta, la pobre, después de tanto trajín, se dispone a dormir un sueño merecido. El mismo camino emprende López Tovar, aunque él quizás se detendrá en algún bar, para invitar a sus oficiales a una copa y brindar por su asombrosa absolución. Mañana será otro día, pensarían todos, antes de acostarse. Efectivamente, lo es, porque el día siguiente es el primero, desde la primavera de 1939, en el que Dolores Ibárruri vuelve a tomar públicamente decisiones en Francia sobre los asuntos del PCE.
Sin embargo, ha tomado ya la más importante en Moscú, antes incluso de que el 7 de mayo de 1945, en Reims, el general Jodl firme, en nombre del almirante Dönitz, instituido por Hitler en su testamento como póstumo jefe del gobierno del Tercer Reich, el Acta de la Rendición Militar de Alemania. A mediados de marzo decide llamar a capítulo a Jesús Monzón, que debe regresar a Toulouse y, si llega antes que ella, esperarla allí. La secretaria general del Partido Comunista de España quiere hablar, cara a cara, con el jefe de la Junta Suprema de la Unión Nacional Española para dejar claro, de una vez por todas, que ya se han acabado las direcciones provisionales en el seno del comunismo español, a un lado o al otro de los Pirineos. Pero esa entrevista nunca llega a celebrarse.
Cuando Agustín Zoroa le entrega la carta donde la nueva o, para ser más exactos, la restablecida dirección del Partido requiere su presencia en Toulouse, Jesús Monzón responde con otra, que se resume en una frase que basta a su vez para definir el carácter, la naturaleza del hombre que la escribió. «Yo soy el único responsable de todo, lo bueno y lo malo, que se haya hecho en Francia». Con esa declaración, inspirada tal vez por la inclusión de su mujer, Pilar Soler, y de quien había sido su mano derecha en España, Gabriel León Trilla, en la convocatoria procedente de Toulouse, Monzón pretende seguramente proteger a Azcárate, a Gimeno, y al resto de los miembros de su equipo, tanto político como militar, que se han quedado allí, pero también defenderse a sí mismo, alegando la calidad del trabajo realizado, un mérito del que sin duda es muy consciente. Por eso, porque sabe que lo primero es mucho más importante que lo segundo, alude de forma expresa, con la enfática colaboración de dos comas, a lo bueno y a lo malo, después de reclamar para sí todas las responsabilidades. Esto es lo único que podemos saber con certeza. A partir de aquí, las especulaciones, hipótesis, acusaciones y sospechas, se disparan en todas las direcciones.
Si se tratara de un personaje de ficción, y no de una persona real, sólo un narrador muy torpe escribiría que, después de redactar esa frase, Jesús Monzón se siente paralizado por el miedo. Que esté asustado es muy razonable, que el pánico se apodere de él, no. Pilar Soler explica más tarde que, si tarda algunos días en ponerse en marcha, es porque pretende realizar el viaje él solo después de dejarla en un lugar seguro, dentro de España. Ella, que sí tiene miedo por él, y esto es más verosímil, se niega, y al final, en los primeros días de abril de 1945, los dos salen juntos de viaje. En fin, el amor y la Historia inmortal, ya se sabe.
Jesús Monzón tiene motivos para tener miedo, pero su carácter, su naturaleza no hacen verosímil que lo demostrara. Que intente ganar tiempo para pensar, para reunir información, para definir su defensa contra los cargos que van a recaer sobre él, es otra cosa. Jesús Monzón tiene motivos para tener miedo porque es un dirigente comunista, porque sabe cómo se hacen las cosas en los partidos comunistas, porque él mismo ha recurrido a su oscura, pero eficaz tradición, para limpiar su camino de competidores, y porque, como en 1945 no puede ser de otra manera, no es ni más ni menos estalinista que sus adversarios de la dirección. Pretender lo contrario es una ingenuidad que ni siquiera le favorece, porque le aísla de la realidad de su tiempo, convirtiéndole en un pálido, fantasmagórico, y sobre todo, incomprensible espectro. Sin embargo, él no es el único que tiene miedo. En Toulouse, también hay camaradas con motivos para temer a Jesús Monzón.
La primera de la lista es, una vez más, la señora de Zoroa, que opta siempre por la solución más fácil, la que suelen elegir los pobres de espíritu, y en ningún momento intenta defender su propia obra, ese hermoso partido que ha forjado al lado de Monzón. Resituándose a toda prisa en el ala radical de la ortodoxia, se apresura a convencerse a sí misma de que sólo ha sido la víctima inocente de un perverso y demoníaco seductor, una desprevenida jovencita que ni siquiera se lo ha pasado bien mientras él la conducía con pulso experto por los sórdidos sótanos del vicio. La pobre Carmen reniega de su amor como si fuera una infamia, olvida el precio de la invasión de Arán antes que nadie, y hasta llega a creer que ha escapado, sana y salva, del campo de minas que ella misma ha sembrado, el rosario de bombas que le estallará debajo de los pies cuando menos se lo espere. Ella sería la primera con motivos para temer a Jesús, pero no la única.
Santiago Carrillo tampoco debe de tener muchas ganas de medirse en persona con Jesús Monzón. Porque Pasionaria, de acuerdo con su nueva e inmaculada concepción, no tiene previsto descender hasta el nivel de una bronca en la que se ha reservado el más prestigioso y descansado papel de juez. En consecuencia, su colaborador más próximo no sólo será el encargado de acusar, sino también de recibir unos reproches que no van a llegar hasta el olímpico trono desde el que la legendaria personificación del Partido presidirá las sesiones. Y hasta sin contar con que las bases del exilio francés siguen siendo extremadamente sensibles al argumento del abandono en que las sumió la dirección, al irse de vacaciones más o menos lejos de una guerra que se veía venir, el carisma de Monzón, que tan calurosos recuerdos ha sembrado en el sur de Francia, le convierte, como mínimo, en un adversario duro de pelar.
—A Monzón le vendió Carrillo —esa es una de las principales especulaciones que se barajan todavía hoy—. Fue un chivatazo y él lo organizó todo, se las arregló para que lo detuvieran.
Porque, efectivamente, Jesús Monzón Reparaz es detenido por la policía en junio de 1945, en Barcelona, durante una operación en la que van cayendo, antes y después que él, más de veinte jóvenes comunistas catalanes, entre ellos quienes le han acogido en lo que no iba a ser más que una breve etapa de su viaje, y resulta ser la última de su existencia de dirigente clandestino. Su estancia en Barcelona se alarga durante más de dos meses porque se entretiene en acabar de formarlos, en mejorar su estructura, en dotarles de planes, de objetivos, y hasta en fundar con ellos un periódico clandestino, como si no pudiera resistir la simple contemplación de unos pocos militantes descoordinados, o como si llevara el don de la organización inscrito en los genes.