—¡Pobres muchachos! —y cuando la puerta del despacho se cerraba, mi madre se volvía a mirarme, en sus labios una advertencia que desmentía su manso, compasivo cabeceo—. Pero, en fin, la situación es gravísima. En estos momentos, más que nunca, cada uno debe ser consciente de cuál es su sitio, y cuál es su deber.
Yo también asentía sin decir nada, pero me había vuelto inmune al mordisco del arrepentimiento que aquellos comentarios pretendían convocar en vano. No era culpa mía, yo no tenía la culpa de haberme aburrido tanto, durante tanto tiempo, sin que a nadie pareciera importarle. Mientras mi hermano conspiraba, mientras mi madre se quejaba y se metía en la cama a media tarde, yo me aburría, y ni siquiera tenía una amiga cerca para contárselo, me aburría yendo a misa por las mañanas, me aburría rezando el rosario al atardecer, y al día siguiente, volvía a aburrirme mientras escogía entre regar las plantas o ir a la pastelería, a comprar unas pastas para merendar. Esas fueron las decisiones más difíciles que tuve que tomar, hasta que me aburrí tanto que una tarde, cuando ni mi madre, ni mi hermano, ni sus amigos se preocupaban aún por mi destino, me atreví a aceptar la invitación de la vecina del tercero, la única que parecía vislumbrar la profundidad del pozo de tedio en el que me iba quedando sin aire poco a poco.
Aurora no se parecía a mí, ni a ninguna de las mujeres que yo conocía. Más allá de los veinticinco, seguía soltera y encantada de estarlo, quizás porque perseveraba en el modo de vida que Ricardo había abandonado, y seguía saliendo todas las noches para volver de madrugada en coches llenos de hombres y mujeres ruidosos, tan borrachos que casi podía oler su aliento desde mi dormitorio, pero muy divertidos siempre. Eso la distinguía de Carmencita, aunque en todo lo demás, el aplomo con el que hablaba, la seguridad que infundía a cada uno de sus gestos, la apasionada certeza de sus afirmaciones, ambas se parecían tanto como dos almas gemelas, forzadas a darse la espalda en las dos riberas de un océano congelado con la silueta, la forma, el nombre de España. Sin embargo, Aurora me caía bien, porque cuando subía a ponerle alguna inyección a mi madre, sonreía antes de mirarme con una cara de lástima que mi situación no parecía inspirar en nadie más.
—¿Y tú no te aburres, Inés? Todo el día aquí metida, sin tomar el aire…
—Bueno, ahora que mamá está mejor, salimos todas las mañanas, no creas.
—Ya, pero eso… —y cabeceaba con una expresión de desaliento—. Yo me refiero a otro tipo de salidas, no sé, ir al teatro, al cine, a algún concierto… ¿Cuántos años tienes ya, dieciocho, diecinueve? No puedes vivir como una anciana, a tu edad. Una de estas tardes, cuando encuentre algo interesante que hacer, voy a avisarte para que salgas conmigo.
Cumplió su palabra, y me fue proponiendo planes que yo fui rechazando, uno tras otro, con más miedo que prudencia.
Conocía a Aurora desde que éramos niñas, pero apenas sabía nada de ella, de su vida, de sus amigos, de los lugares que frecuentaba. Yo sólo salía de casa para pasear con mi madre o asistir con alguno de mis hermanos a fiestas de gente muy formal, en las que muchas veces ni siquiera llegaba a hablar con nadie que no fuera de mi familia, porque todavía no había aprendido a bailar y porque, hasta en aquellos salones, lo único que les interesaba a todos era hablar de política. Con aquel equipaje, no podía ir a ninguna parte, y la verdad era que tenía miedo de hacer el ridículo, de no resultar lo suficientemente brillante, o mordaz, o atractiva, o moderna, en un mundo donde las solteras salían solas por la noche para volver de madrugada con algunas copas de sobra. Pero, más allá de mi inseguridad, sus ofertas me tentaban como si presintiera que su interés y los desplantes de Florencia estaban unidos por un invisible y poderoso cordón umbilical. Y a veces, un presentimiento sin forma me insinuaba que, desde el otro lado, el brumoso paisaje que nunca había visto y ni siquiera me atrevía a imaginar, una voz me llamaba por mi nombre, como si me estuviera esperando.
Hasta que un día Aurora me propuso un plan al que no pude resistirme. Sentía tanta curiosidad por escuchar a aquellos poetas jóvenes que pululaban alrededor de la Residencia de Estudiantes de los Altos del Hipódromo como para no intentarlo, y me resultó asombrosamente fácil conseguirlo, porque en septiembre de 1935, mi madre, postrada todavía por aquella dolencia sin nombre ni síntomas cuya naturaleza escapaba a los conocimientos de todos los médicos, estaba aún mucho más desconectada de la realidad que yo, tan lejos de todo que no tenía una idea ni siquiera aproximada del lugar al que me dejó acompañar a nuestra vecina cuando parecía que su primogénito ya no vivía con nosotras.
—¿María de Maeztu? —comentó solamente—. Pues no la conozco pero, por el apellido, será hermana de Ramiro, ¿no? Un hombre admirable desde luego, de una familia muy respetable…
Cuando mi hermano Ricardo se llevó las manos a la cabeza, ya era tarde. Cuando me prohibió tajantemente volver a poner un pie en el Lyceum Club, ya había visto una película que no se parecía a ninguna que hubiera visto antes de entonces, a ninguna de las que vería después.
Era un documental, y sus imágenes habían sido rodadas en un prado con montes al fondo de un pueblo cualquiera, con casas de piedra y calles torcidas, y cercas, y corrales para el ganado, Castilla la Vieja seguramente, quizás León, el interior de Galicia, Asturias o la falda de los Picos de Europa, cerca del norte, y del invierno, porque hacía tanto frío que un viento cruel, helado, parecía a punto de escarchar la cámara, para traspasar la pantalla y congelarme en mi asiento. Los niños que jugaban en la calle no lo sentían, como si supieran que muy pronto lograrían contagiarme su calor. Todos eran pequeños, más de cinco y menos de diez años, y todos muy morenos, con la piel curtida por el sol y la intemperie, el pelo muy corto, algunas cabezas casi rapadas, otras con calvas. Mal abrigados, peor calzados, muy delgados, muy sucios, deberían dar pena, pero se estaban riendo, transmitían esa tristeza de los objetos, de las ropas y las uñas negras, que germina en la pobreza, pero se estaban riendo, no paraban de reírse, porque estaban contentos y jugaban al corro. Con ellos jugaba un adulto, un hombre todavía joven, bien peinado, bien vestido, elegante en su rostro y en sus ademanes, un hombre de ciudad, culto, próspero. Un señor cuya presencia parecía errónea, como si fuera un actor atrapado en una película equivocada, o una burda manipulación del fotograma. Sin embargo, él jugaba al corro con aquellos niños sucios y tiñosos y se reía con ellos, como ellos, rió para mí hasta convencerme de que su presencia en aquella escena no era un error, sino un milagro. Eso sentí cuando se encendieron las luces y, entre los aplausos enfervorecidos de un auditorio entregado, el hombre al que acababa de ver en la pantalla se levantó y subió al escenario.
Soy Alejandro Casona, dijo, y era verdad. Era Alejandro Casona, un dramaturgo acostumbrado a triunfar, a estrenar en los mejores teatros de Madrid, a ganar dinero con sus obras, un hombre mimado por la suerte, por el éxito, que se había dedicado últimamente a viajar por las zonas más pobres, las comarcas más deprimidas y remotas de España, pueblos donde jamás habían visto teatro, donde ni siquiera sabían qué significaba esa palabra. Y allí, mientras los actores ensayaban y los técnicos levantaban el escenario donde iba a representarse alguna de sus obras, él jugaba al corro con los niños. Eso era lo que quería contarnos aquella tarde, por eso había venido hasta el salón de actos del Lyceum Club, no para hablarnos de sus éxitos, sino de su experiencia en las Misiones Pedagógicas. «Porque podéis estar seguras de que no estoy orgulloso de nada de cuanto he hecho en mi vida, —añadió, y marcó una pausa para dar más énfasis a su siguiente afirmación—, de nada, excepto de ser misionero». Eso dijo, y al escucharlo, sentí en mis ojos la emoción que tembló en los suyos durante un segundo tan largo como una vida entera.
En el salón se instaló un silencio absoluto, casi litúrgico, durante ese segundo que Casona necesitó para que sus ojos absorbieran las lágrimas que no quiso derramar ante nosotras. Luego sonrió, señaló a la pantalla, blanca como un mundo recién nacido, y nos explicó que le gustaba jugar con los niños porque ellos le enseñaban canciones maravillosas, tan hermosas que él nunca sería capaz de escribirlas. «Voy a intentar cantaros alguna», dijo, y cantó, con una voz no demasiado bonita, pero bien entonada, él cantó y yo le escuché, aunque lo logré solamente a medias. Las lágrimas que él no había querido llorar permanecieron dentro de mis ojos hasta que se terminó el acto y aun después, como un tesoro raro y precioso, en el que estaba escrita la suerte de mi vida. Y seguía teniéndolas allí, al abrigo de mis párpados, puras, calientes, cristalinas, tan definitivamente mías como dos ojos nuevos a través de los que podía mirarlo todo, mi rostro en el espejo y las caras de la gente que andaba por la calle, mis actos y mis pensamientos, pero también las acciones y las ideas de los demás, el día que mi hermano Ricardo madrugó para pedirle a mamá que me dejara a solas con él. Aquella mañana, aunque él no lo supiera, dos lágrimas de Alejandro Casona se sentaron conmigo, y me hicieron compañía en la mesa del desayuno.
—No voy a consentir que vuelvas a poner un pie en ese club, Inés —y mientras lo decía, me cogió de las manos y las apretó con las suyas sobre el mantel—. Prométemelo, porque nunca te he prohibido nada, ya lo sabes, pero si no me obedeces, no me va a quedar más remedio que prohibirte esto.
—¿Por qué? —le pregunté—. Si allí no hago nada malo. Sólo voy a exposiciones, a conferencias, hay lecturas de poemas, conciertos…
—Sí, ya sé de quién —y su tono de voz se endureció—. Y a cuento de qué, eso también lo sé. El otro día, para celebrar la victoria del Frente Popular, cancioncitas, pianitos, poemitas, y tú allí, con una copa en la mano.
—Pero yo no lo sabía, Ricardo —me pareció extraño defender mi inocencia sin haber llegado a ser consciente de la naturaleza de mi delito, pero insistí de todas formas—. Aurora me dijo que íbamos a una fiesta, y yo…
—No quiero que vuelvas a ver a Aurora, Inés. No sigas por ese camino, en serio. Es… peligroso —volvió a apretar mis manos con sus dedos, se las llevó a la boca, las besó, y recuperó el tono cómplice, familiar, del principio—. Eres muy joven, hermanita. Has vivido muy poco, te has pasado la vida aquí encerrada, lo sé, lo he pensado muchas veces, no creas que no. Y yo he estado muy ocupado últimamente, me he volcado en la campaña porque era importante, muy importante, y no he estado pendiente de ti. Ahora me doy cuenta de que no he tenido en cuenta que tú… Tú no sabes nada de la vida, Inés, no podrías defenderte… Esa gente es peligrosa, tan corrosiva como el aguarrás, aunque te cueste creerlo. Pueden parecerte muy divertidos, pero no respetan nada, ni a Dios ni a nadie. Hazme caso, te lo digo por tu bien. Y además… —hizo una pausa, miró sus manos, las mías, frunció el ceño—. Esto no va a durar mucho más. Cuando España vuelva a ser libre, podrás ir a todas las exposiciones y los conciertos que quieras, te lo prometo.
Podría haberle preguntado muchas cosas, pero asentí con la cabeza y renuncié a decirle lo que pensaba. Podría haberle preguntado qué, quiénes eran en su opinión los que privaban a España de libertad justo entonces, cuando a mí me parecía más libre que nunca. Podría haberle preguntado qué sabía él, qué iba a hacer para borrar de mi camino a la gente peligrosa, y qué peligros me acechaban en un lugar como el Lyceum Club, el club femenino más moderno de Europa, tanto que María de Maeztu había batallado durante meses para intentar que fuera mixto, sin convencer a la organización internacional que había fundado el modelo original. Allí, donde ya estaban volviendo del lugar al que todavía no habían llegado los demás, había aprendido verdades sencillas, tan inofensivas, como que la última declaración de mi prima Florencia —lo mejor de España es la gente que vive en los establos, ya os gustaría a vosotros ser tan elegantes como ellos— no era una estupidez, sino la expresión de una idea que compartía mucha gente muy culta, muy cosmopolita, muy brillante, y tan poderosa que sabía aguantarse las lágrimas que a mí me picaban en los ojos, aunque no llevaran una pistola escondida dentro de la americana.
Esa era la clase de corrosión que imperaba en aquel lugar al que Conchita Méndez llegaba conduciendo su propio coche, y donde otras señoritas, de excelentes familias, fumaban, bebían champán, hacían juegos de doble intención sobre su vida íntima y se esforzaban por tener una opinión sobre todas las cosas. De ellas, y de los hombres que circulaban a su alrededor a despecho de los estatutos, había empezado a aprender lo que eran el fascismo y el socialismo, el progreso y la reacción, el machismo y el feminismo. Pero, sobre todo, gracias a ellas, a ellos, había descubierto que al otro lado de la puerta de mi casa, existía un lugar que se llamaba el mundo, y que me gustaba mucho más de lo que había podido sospechar mientras lo miraba con el melancólico anhelo de la favorita de un sultán, privilegiada y cautiva al mismo tiempo, a través de unos visillos rematados con puntillas.
Aquella mañana, podría haberle hecho muchas preguntas a Ricardo, pero callé, porque sin haberlas escuchado nunca, ya conocía sus respuestas. Por eso, el 18 de julio de 1936, cuando me enteré de que el Ejército de África se había sublevado, volví a escuchar, una por una, las palabras que me había dirigido sólo unos meses antes, y comprendí que sabía mucho más de lo que me habría gustado saber.
Sabía que mi prima Carmencita y sus amigas habían sembrado aquella sublevación con alpiste en los bailes del Casino.
Sabía que Ricardo y sus amigos la habían organizado en el despacho de mi padre. Sabía que, si triunfaba, se acabarían las mujeres que fumaban y conducían sus propios coches, los poetas guapos y rubios que besaban en la boca a escritoras rubias y guapísimas delante de todo el mundo, los poetas morenos que tocaban el piano, y los dramaturgos de éxito que se emocionaban jugando con unos niños rotos y tiñosos mientras contagiaban sus sonrisas a una cámara. Lo único que no sabía era por qué me encontraba yo tan bien entre ellos, por qué sentía que aquel lugar me pertenecía, por qué aquellas costumbres, aquellas palabras, aquella manera de entender el mundo, la vida, todas las cosas, que repugnaban a mi familia, me atraían y me reconfortaban al mismo tiempo. No sabía por qué, cuándo, cómo había logrado mudarme al otro lado, acogerme a la hospitalidad de una orilla donde la oscuridad y la luz viajaban en dirección contraria a las que había conocido siempre, pero estaba segura de que, si los generales triunfaban, se acabaría el Lyceum Club, y ese mundo que aún no había logrado hacer completamente mío, se desharía entre mis dedos como una nube de polvo dorado, un espejismo tan bello y mentiroso como las caricias de un amante infiel, una trampa en la que yo ni siquiera había podido medirme todavía. Entonces, las lágrimas que temblaban en mis ojos, esas lágrimas que me acompañaban a todas partes como la promesa de una emoción que aún desconocía, se secarían para siempre, y nunca volvería a haber teatro en los pueblos que acababan de descubrir lo que era el teatro. Sabía que eso sería terrible, y que, a la vez, sería lo de menos, y que mis dos hermanos, tal vez también mi cuñado, estaban pringados hasta el cuello en aquel intento de acabar con la alegría de unos niños que jugaban al corro, porque sólo eso explicaba que estuviera sola, con Ricardo, en Madrid.