Inés y la alegría (61 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—Tienes razón, Lobo —por eso, el Pasiego abrió su propio frente mientras Galán se dejaba caer en la butaca donde me había acunado un rato antes, en la misma habitación, en un mundo distinto—. No podemos irnos así como así. No podemos tolerar que nos mangoneen de esta manera, y siempre porque sí, porque lo dicen ellos, que son los que mandan, y nosotros, a callar y a obedecer, eso no puede ser…

—Lo sé, Pasiego, lo sé. Y tenías que haberme oído…

—¡No! —y aquel profesor de latín que nunca decía una palabra más alta que otra, empezó a chillar como un energúmeno—. No sigas por ahí, porque a mí también me toca mucho los cojones esa reunión, ¿me oyes? ¡No quiero más palabras, estoy harto de palabras!

—¿Sí? ¡Pues vas a tener que oír algunas más! —el Lobo se fue a por él, pero Zafarraya llegó antes a sujetarle—. Yo no he planeado nada, no he decidido nada, no soy responsable de lo que ha pasado aquí, y lo dejé bien claro antes de venir. Os dije que no me fiaba un pelo, ¿o no os lo dije? —les fue mirando, uno por uno, y uno por uno agacharon la cabeza—. Pero vosotros queríais venir. Todos queríais venir y lo demás os importaba una mierda, el plan es cojonudo, el plan es cojonudo… Y qué queréis que haga ahora, ¿eh? ¿Qué queréis?

Montse estaba llorando. Lloraba bajito, ahogando los sollozos en su delantal y ellos no la escuchaban, absortos como estaban en su propia derrota. Yo sí, porque mi fracaso era el suyo, pero no tenía fuerzas para consolarla.

—Esto se ha acabado —el coronel lo confirmó en voz alta—. No podemos elegir. Mañana por la noche, los regulares estarán aquí. Pero en Europa, la guerra no se ha terminado todavía. Cuando Hitler capitule, los aliados…

—Los aliados no van a hacer una mierda por nosotros, Lobo —terció Galán desde su butaca—. Nadie ha hecho nunca nada por nosotros, ya lo sabes.

—Nunca es una palabra demasiado grande. Es posible que dentro de un año, quizás antes, volvamos aquí, con respaldo aliado y todas las garantías.

—No, Lobo, no —insistió Galán—. Eso es un cuento chino, y tú lo sabes.

—Volváis o no, yo me quedo —Comprendes, que había permanecido en silencio, comiendo rosquillas sin parar, cogió la última y le dio la vuelta a la sombrerera de Adela para sembrar el suelo de azúcar—. Yo soy un luchador y he venido a luchar. Mala suerte, ¿comprendes?, pues ya será mejor.

—Nosotros también nos quedamos —Tijeras se acercó a Comprendes y le dio una palmada en la espalda—. Ya lo tenemos hablado.

—Sí —completó el Afilador—. En Francia no se nos ha perdido nada.

—Yo me lo voy a pensar —pero hasta yo sabía que el Cabrero, como Zafarraya, estaba enamorado de una francesa—, aunque, igual…

Entonces repetí para mí la frase del Lobo, esto se ha acabado, y mientras la tensión se aflojaba, mientras volvían a sonar los mecheros, los chorros de licor sobre el fondo de los vasos los pasos, de las botas sobre las baldosas, comprendí lo que significaba en realidad. Se iban. Era verdad que se iban, que se marchaban igual que habían venido, que se llevaban lo que habían traído, que nos abandonaban a nuestro destino. Y en ese instante, dejé de sentir que me moría para empezar a desear mi propia muerte.

—Pero si os vais… —hablaba como si estuviera borracha y no lograba reconocer mi voz—. Si os vais… —andaba como si estuviera borracha y no sabía hacia dónde iban mis pies—. ¿Qué va a ser de Mercedes García Rodríguez, si os vais?

Todos se me quedaron mirando a la vez. No me entendían, y yo no entendía que no me entendieran, porque estaba perdida, estaba acabada, estaba furiosa y no entendía nada mientras me chocaba con los muebles, y miraba al Lobo, a Galán, sin saber lo que veía, porque sólo podía escuchar los sollozos de Montse, más violentos ahora que mis palabras habían vuelto a imponer un silencio tan sólido que me hería en los oídos.

—¿Qué va a ser de Matías, de Andrés, que están tan lejos de casa, que no tienen a nadie en el mundo, si os vais? —ninguno quiso responder a esa pregunta—. Son de un pueblo de Toledo que tiene un Cristo muy famoso… —pero Galán se tapó la cara con las manos mientras la voz se me rompía en la garganta, para caerse al suelo y hacerse pedazos en cada sílaba—. Ahora no me acuerdo del nombre.

Subí las escaleras corriendo, entré en el que todavía era mi cuarto, cerré la que todavía era mi puerta, abrí el que todavía era mi armario, y al coger mi pistola, las manos me temblaban, me temblaban las piernas y los párpados, pero ya daba igual, ya todo daba igual, y me senté en el borde de la cama, recordé que aún tenía cinco balas, me pregunté qué más tenía y no encontré nada en mis manos vacías, en mi cuerpo hueco, en mi memoria despedazada.

No tenía ningún motivo para seguir viviendo.

Cuando lo comprendí, me recordé a mí misma, aquella madrugada, y ya no pude creer que fuera cierto lo que había sentido, lo que había pensado, no logré creer que hubiera sido yo esa mujer que deseaba con todas sus fuerzas un hijo de Galán, un niño desgraciado, una niña desgraciada, una criatura condenada a vivir sin culpa y sin esperanza en el país que amaba tanto, que odiaba tanto, que era el único que tenía y donde me había quedado sin fuerzas, sin ganas de seguir estando viva.

—Inés… —Galán abrió la puerta, la cerró, vino andando hacia mí.

—No —le interrumpí, y abandoné la pistola en mi regazo para coger sus manos con las mías, las miré, las abrí, las cerré, conté sus dedos, los acaricié mientras hablaba—. No me digas nada, no quiero escuchar nada. Voy a hablar yo, quiero pedirte un favor, pero antes… Necesito saber cómo te llamas.

Le miré a la cara, y lo que vi me gustó tanto, me pareció tan hermoso, tan deseable, tan digno de ser amado durante una vida entera, que estuvo a punto de hacerme flaquear.

—Me llamo Fernando —esperarle no ha sido buena idea, pensé, no es una buena idea—. Fernando González Muñiz.

—Fernando… Me gusta, así que… Hazme un favor, Fernando, el último —le miré otra vez, a través de unas lágrimas que ya no me pesaban, que no me estorbaban ni me daban vergüenza—. Mátame.

—No —y sonrió, a pesar del brillo líquido que empañaba sus ojos.

—Sí, mátame —no pude aguantar su mirada y volví a sus manos, tan grandes, su tacto áspero y suave, qué mala suerte, pensé, qué mala suerte—. No me dejes viva, no quiero quedarme aquí, no quiero ver lo que va a pasar ahora, no quiero verles llegar… Eso no, otra vez no, no quiero volver a verlo, volver a estar delante, prefiero morirme —levanté sus manos con las mías, me cubrí la cara con ellas y olí a madera, olí a tabaco, a clavo y a jabón, la última vez, me advertí, la última—. Tengo veintiocho años pero ya he vivido mucho antes de ahora, ¿sabes?, y tú has sido… —apreté sus manos contra mis ojos, la ralladura acida y dulce de un limón no demasiado maduro, contra mi boca, y una nube de pimienta negra recién molida excitó mi nariz—. Mi abuela decía que al cielo no le hace falta el hambre. Por eso es mejor que me mates tú.

—No —pero cogí la pistola, se la puse entre las manos, las apreté a su alrededor.

—Sí, haz eso por mí, por favor —dejé de tocarle y sentí frío, un viento helado congelando mi sangre, escarchando mis huesos uno por uno—. Lo haría yo, ya lo intenté una vez, no creas que soy cobarde. Lo haría yo, pero es que… —tenía tanto, tanto frío—. Si estás tú aquí delante, me va a dar mucha pena morirme.

Él lo hizo todo muy deprisa. Comprobó que la pistola tenía el seguro echado, alargó una mano, la dejó en la mesilla, usó las dos para incorporarme, me abrazó con fuerza.

—No voy a matarte, Inés —y me besó en los labios, en las mejillas, en las sienes, en la frente, en el pelo, en la boca otra vez—. Te voy a sacar de aquí.

(Después)

Toulouse, un día de primavera, seguramente mayo de 1945, poco después de la capitulación de Berlín.

La guerra ha terminado. Ella ha vuelto.

Está aquí, y para recibirla, Toulouse se ha puesto de fiesta. Los habitantes genuinos de la ciudad, los que aquí nacieron y aquí van a morir, los que no están deseando abandonarlo todo, casa, trabajo, bienestar, para volver con las manos vacías al pobre y polvoriento país del que salieron huyendo, no entienden este ajetreo de españoles endomingados que se atropellan por las aceras.

Los hombres caminan erguidos, incómodos en su único traje bueno, el de las bodas y los entierros, siempre oscuro, muy desgastado pero aún más limpio, las solapas de las americanas tristemente brillantes de tan usadas, por más que la parienta las haya protegido del calor de la plancha con un paño blanco, húmedo. La raya del pantalón es, a cambio, perfecta, y la camisa resplandece, de puro inmaculada, en esta jornada de huelga para las corbatas. Aunque muchos de ellos, empleados de banca, camareros, dependientes, oficinistas, se vean obligados a usarlas en los días laborables, las corbatas son para los señoritos, y ellos presumen hoy de no llevarlas puestas mientras caminan con la camisa abierta, la cabeza alta, las manos en los bolsillos del pantalón y un pitillo encendido colgando de los labios.

Las mujeres jóvenes, las que no desafían a su propio infortunio vistiéndose de negro todas las mañanas, también se han puesto su vestido bueno, aunque los suyos son de colores claros, con cuerpos camiseros, no muy ajustados, y faldas ceñidas, pero tampoco tanto. En el preludio del luto que las atrapará antes o después, todas llevan ropa de mujer decente y zapatos discretos, de medio tacón, una rebequita más o menos entonada sobre los hombros y el monedero en la mano, o un bolso, más viejo aún que el traje de su marido, colgando del codo. Donde más se han esmerado es en el pelo, aunque no han pisado una peluquería desde que viven en Francia. ¿Para qué? Son españolas. Eso significa que todas tienen un cestito con sus pinzas, sus rulos, sus avíos y, quien más y quien menos, una amiga peluquera, una vecina que se da mucha maña con el secador, una cuñada que estuvo de aprendiza en su pueblo, antes del 36. Toulouse también ha sido hoy un ajetreo de mujeres subiendo y bajando escalones con un paño sobre los hombros y la cabeza envuelta en una toalla, o repleta de rulos sujetos por una malla erizada de horquillas. Y luego, laca, mucha laca, eso que no falte, laca y más laca hasta que el pelo parezca una peluca, un casquete de ondas rígidas como las olas de un mar de cartón piedra, en el que alguna andaluza audaz se habrá atrevido incluso a dibujar con el dedo un caracol sobre su frente. Ya nadie lleva esos peinados de los años treinta, nadie excepto ellas, que han elegido vivir en un paréntesis, un tiempo detenido y sin tupés, como si esos rollos de pelo, armados con algodón en rama, que se llevan en España, no fueran más que otra versión del enemigo.

Tienen de quien aprender. A despecho de la moda moscovita, Ella ha vuelto igual que se marchó, con el pelo más blanco, eso sí, pero la misma onda aplastada sobre la misma esquina de la frente, el moño bajo, pequeño, dos discretos pendientes de oro con una perlita colgando de cada oreja, y las ropas de luto, blusa holgada, falda informe, negro sobre negro, que sin dejar de ser su gran creación intemporal de Sí Misma, son ahora, a la vez, la contraseña de un dolor íntimo y hondo. En la primavera de 1945 la estampa de Dolores Ibárruri es también un homenaje a la memoria de Rubén, el mayor de los dos hijos a quienes logró sacar adelante desde la miseria del hogar de un minero vizcaíno, aquella casa que Julián y ella construyeron con sus propias manos. Había tenido más hijos, pero uno se malogró antes de nacer, y otras tres, todas niñas, nacieron sólo para morir poco después.

En esa desgracia terca y negra, Pasionaria había acompañado a cientos de miles de mujeres españolas, el dramático coro de un país asolado por los ataúdes blancos, los cadáveres mínimos de los hijos muertos, víctimas de su hambre y del hambre de sus madres, de su enfermedad y de las enfermedades de sus madres, de su pobreza y de la pobreza de sus madres. Esa ha sido también su historia hasta el 3 de septiembre de 1942, sólo seis meses después de ascender al cargo de secretaria general del Partido Comunista de España. En el atardecer de ese día, el único de sus hijos varones que había sobrevivido, teniente del 13 Regimiento de la Guardia del 62 Cuerpo del Ejército Rojo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, cae derribado por una bala alemana mientras dirige el avance de una unidad de ametralladoras por los andenes de la Estación Central de Stalingrado, a los veintiún años. Héroe de la batalla que cambia el curso de la guerra mundial para decidir el destino del mundo, su madre tendrá que resignarse a la compañía de los discursos pronunciados en idiomas que no entiende, los toques de silencio en cementerios sembrados de lápidas blancas, todas iguales, las banderas ondeando a media asta, las condecoraciones póstumas y las placas de bronce en las fachadas de algunos edificios oficiales.

Hoy, en este cálido día de la primavera de 1945, van a acompañarla a cambio los suyos, los comunistas españoles que se apresuran por las calles de Toulouse. Mientras van a su encuentro, la recuerdan cómo era antes de la derrota, antes de la tragedia colectiva y de su trágico epílogo personal. Y avanzan por las aceras sin perder de vista a sus hijos vivos, pequeños, vestidos de domingo ellos también, los niños requetepeinados, como si sus madres les hubieran arado el cráneo con un peine de púas finas, para aplastarles el pelo con colonia después, aunque ni siquiera así pueden competir con sus hermanas, las rayas dividiendo sus cabezas en dos hemisferios tensos e idénticos, los cabellos recogidos en la disciplina de unas trenzas perfectas, tiesas, tirantes, un castigo inmerecido que en algún caso obtendrá su recompensa.

—¡Uy, pero qué rica! Y tú ¿cómo te llamas?, vamos a ver… —porque Dolores se fijaría en esta, o en aquella, para sonreír y acariciarle la cara antes de dirigirse a sus padres—. ¿Es vuestra esta preciosidad? Pues ya estaréis contentos, ¿eh? ¿Qué tiempo tiene?

Los suyos respiran tranquilos al comprobar que la bala que mató a Rubén Ruiz Ibárruri no ha acabado con su madre, Madre con mayúscula y por antonomasia, madre universal también con la minúscula de los mimos, las caricias que reparte hoy, y repartirá muchos otros días, entre sus nietos simbólicos, los hijos de sus hijos, Madre Dolores, que lo es de tanto, de tantos, que ha logrado regresar del frío, del llanto y de esa desolación tan absoluta como la orfandad, pero más cruel, que provoca la pérdida de un hijo joven y sano, con la ternura intacta, tendida entre los labios.

La sonrisa de Dolores, su alegría, inspira muchos malos poemas a partir de este momento. Muchos malos poetas y otros buenos, algunos hasta buenísimos, cantarán tenazmente a su sonrisa, la inagotable fuente de energía que nutre el sueño de una España libre, justa, mejor. Esa es otra de las grandes creaciones de Pasionaria, uno de sus hallazgos más admirables, más perdurables también. Ningún otro dirigente comunista, en ningún país, en ninguna época, llevará tan lejos el permanente elogio de la alegría en condiciones tan permanentemente adversas. Esa es la receta de Dolores para sobrevivir al franquismo, vivir de la alegría, masticarla despacio cuando no hay nada más que llevarse a la boca, abrigarse con ella para sentirse libre en la última celda de la cárcel más lóbrega, armarse de alegría para resistir lo irresistible, para soportar lo insoportable, para afirmar lo imposible, como ella lo resiste, como ella lo soporta, como sabe afirmar su inmarcesible sonrisa.

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