—Sobre todo en vinagre —respondí, y los dos sonreímos a la vez.
—Dentro de un rato os va a llamar el capataz para anunciaros que os trasladan, a tu amigo y a ti —me advirtió—. No os neguéis.
Asentí con la cabeza y seguí trabajando sin mirarle, sin que él volviera a levantar tampoco los ojos hacia mí, hasta que me avisaron de que el capataz quería hablar conmigo. No volví a verle aquel día, ni al siguiente, aunque esa noche, cuando nos levantaron a las cuatro para decirnos que nos preparáramos, volví a encontrármelo en la puerta de la fábrica. Era el primero de la fila en la que unos treinta trabajadores, todos españoles, esperábamos al camión que nos trasladaría hasta la empresa cuyos patronos nos habían reclamado. A partir de entonces, íbamos a trabajar en un aserradero situado en la falda de la vertiente francesa de los Pirineos, en una comarca llamada el Luchonnais, que estaba a más de trescientos kilómetros de Perpiñán, a poco más de cien al sur de Toulouse y más cerca de la frontera española que de ningún otro lugar, aunque eso aún no lo sabía, como cometí el error de explicarle al que estaba detrás de mí.
—Camarada…
La primera vez que me llamó, ni siquiera me moví. En la fábrica ya no nos custodiaban soldados senegaleses, de esos que estaban en Argelés por la paga y no sentían ninguna animosidad especial contra nosotros, aparte de la chulería de piojos resucitados que les envalentonó cuando les dieron armas para que las usaran contra hombres blancos. En Perpiñán, nuestros guardianes eran civiles armados, voluntarios al servicio del gobierno de Vichy, la versión francesa de los falangistas y los requetés contra los que habíamos luchado en España. Aquellos hijos de puta, que estaban allí por su propia voluntad y no necesitaban motivos para divertirse, habían ordenado silencio. El de atrás tenía que haberlo oído tan bien como yo, pero siseó con los labios para llamar mi atención antes de intentarlo otra vez.
—¡Eh, camarada! —y cuando comprobó que seguía callado, me dio un golpecito en el hombro.
Los vichystas estaban charlando en la cabeza de la fila, a la distancia de una docena de hombres. Cuando uno de ellos se inclinó para encender un cigarrillo con el mechero de otro, giré por fin la cabeza para distinguir, a la luz de los focos que iluminaban la fábrica como si fuera una cárcel, a un muchacho con la cara estampada con tantas pecas como granos.
—Menos mal, ya creía que te habías dormido —tenía un pelo extraño, a medio camino entre el naranja amarronado y el marrón anaranjado, y por el acento, al principio creí que era asturiano—. ¿Sabes adonde nos llevan?
—No —le contesté, y volví a mirar al frente, sin sospechar el monstruoso mecanismo que un solo monosílabo acababa de poner en marcha.
—Pero ¿será a otra fábrica como esta, o a una cantera? Igual es una mina, que he oído que también puede ser, y a mí no me importaría, porque estoy acostumbrado, yo soy de Fabero, ¿sabes?, un pueblecito de León, cerca de la raya de Asturias, en el país del Bierzo… —el guardián que estaba fumando empezó a andar en nuestra dirección con la metralleta entre las manos, pero el silencio no duró más del tiempo que necesitó para alejarse tres pasos—. Toda esa región es minera, bueno, ya te lo imaginarás, porque la empresa que explota las minas de mi pueblo es muy famosa, Antracitas de Fabero, se llama, en Madrid, en la Gran Vía, hay un cartel muy grande con su nombre, porque las oficinas están allí, claro, aunque… —el guardián volvió a pasar a nuestro lado para regalar a mis oídos un descanso igual de breve—. Los que trabajan en esos despachos no han pisado mi pueblo en la vida, en Fabero ni los conocemos, pero muy bien que vivirán gracias al carbón, porque ya se han ocupado ellos de que allí no haya trabajo fuera de la mina, ni agricultura, ni ganadería, nada… —el hombre de la metralleta dio por terminado su paseo y volví a girar la cabeza para mirar al charlatán—. Mis abuelos, y mi padre, y…
—¿Te quieres callar de una vez, hostia? —creí que mi voz, incluso en el volumen de un susurro, traduciría perfectamente hasta qué punto me estaba cabreando, pero él iba tan embalado que ni siquiera se dio cuenta.
—Ya, si sólo quería decir que a mí no me importaría ir a trabajar a una mina, porque soy de una familia de mineros, mis abuelos, mi padre, mi hermano mayor, todos son mineros, ¿sabes?, y yo bajé muchas veces, cuando era niño, porque aunque estaba prohibido por el reglamento, pues…
—¡Cállate ya! —esta vez fue Comprendes quien se volvió, y hasta me apartó de un manotazo para verle bien—. A este paso, ni mina ni pollas, ¿comprendes? Antes de que lleguemos a donde sea, ya nos habrán matado a todos por tu culpa.
—Bueno, tampoco es para ponerse así, yo sólo quería contar que… —pero, afortunadamente, el motor de la camioneta que venía a recogernos le dejó con la palabra en la boca.
No era un vehículo militar, sino una camioneta corriente con la trasera vacía, descubierta, y sobre los laterales, unos carteles con el dibujo de un aserradero. Los guardianes nos hicieron subir por orden y después, cuando ya estábamos todos sentados en el suelo, cerraron la puerta y se limitaron a dar un golpe en la cabina para que el conductor se pusiera en marcha. En los tres años que llevaba viviendo en Francia, aquella era la primera vez que no estaba a tiro de ningún fusil, pero mi compañero no me dio siquiera la opción de meditar a qué se debía esa sorprendente falta de vigilancia.
—Aunque sabían que era un delito —porque continuó su perorata en el mismo punto donde lo había dejado, con una facilidad asombrosa—, a los niños nos usaban para explorar las galerías recién abiertas, para que dijéramos si…
—¡Joder! —escuché a mi izquierda—. Menudo viajecito nos espera, ¿comprendes?
—¡Mira! —y tenía tanta razón que, cuando le escuché, ya me había girado hacia el hablador y le tenía sujeto por la camisa—. Yo soy asturiano, ¿te enteras? Nací en una aldea del interior que se llama Gera, en el concejo de Tineo, pero me crié en Mieres. ¿Y sabes por qué? —abrió la boca, pero no le di tiempo a responder a mi pregunta—. Pues porque mi padre era minero hasta que murió aplastado por el derrumbamiento de un túnel, fíjate por dónde. ¿Y sabes qué soy yo? —y de nuevo volvió a abrir la boca en vano—. Pues minero, igual que mi padre, así que estoy harto de bajar a una mina de carbón y no necesito que nadie me explique cómo son, ni que se usa a los niños para explorar las galerías recién abiertas, para que detecten fugas de grisú, porque como tienen el cuerpo tan pequeño, caben por un boquete por el que no cabría un hombre, y así los capataces se ahorran las horas de trabajo que les costaría a los picadores abrir un hueco mayor —había hablado tan deprisa como él, y quizás por eso respetó la pausa que me permitió respirar—. Lo sé todo, ¿entendido? Así que ya puedes callarte, muchas gracias.
—De nada —llegó a decir, pero enseguida se corrigió—. No, que ya me callo.
El camión salió de la zona industrial donde estaba la fábrica que acabábamos de abandonar y desembocó en una carretera secundaria sin iluminación de ninguna clase. Casi enseguida noté que alguien empezaba a moverse, aunque la oscuridad no me permitió identificarle. Sin embargo, cuando se fue acercando a nosotros, reconocí en un murmullo la misma voz que me había recordado lo ricos que estaban los boquerones.
—Cámbiame el sitio, Bocas —le pidió al hombre más charlatán que jamás haya parido una mujer en Fabero, y al ocupar su plaza, la claridad que apenas había comenzado a transparentarse bajo el espeso telón de una noche sin luna, me permitió ver su mano tendida hacia la mía—. Salud, a mí me llaman el Sacristán. Tú eres el Gaitero, ¿no?
—Sí —confirmé, al estrechársela—. Y este… —pero él se me adelantó.
—¿Comprendes, verdad? Te he reconocido… —porque lo repites cada dos por tres, iba a decir, pero se calló a tiempo—. Bueno, te he reconocido.
Después nos explicó adónde íbamos, una explotación forestal que pertenecía a una empresa franco-española cuyos socios eran todos comunistas. Allí ya estaría trabajando alguien que nos habría recomendado para un trabajo que nos permitiría incorporarnos a una guerrilla incipiente, que se dedicaba a hostigar a la retaguardia alemana.
—Así que no se os ocurra tiraros del camión —nos aconsejó cuando terminamos de celebrar la noticia—, porque, aparte del jaleo, allí estaremos bien, entre camaradas —y se puso en cuclillas para avanzar hacia el extremo de la trasera—. Voy a hablar con esos de ahí… —entonces se volvió a mirarnos—. Al Bocas ya le habéis conocido, creo.
—Pues sí. Para que luego os riáis de mi mote, ¿comprendes?
—Es muy buen chaval —el Sacristán sonrió—. Lo único es que, cuando se pone nervioso, habla mucho, y cuando no… También.
Pero cuando volví a tenerlo sentado a mi derecha, seguía estando callado, con la frente posada en las rodillas, las piernas dobladas, los brazos rodeándolas como si quisieran protegerle de nosotros. Mientras adivinaba sus mejillas coloradas de vergüenza, me di cuenta de lo joven que era, dieciocho años, calculé, quizás ni eso, un niño grande que ni siquiera había terminado de crecer. Incluso encogido como estaba, tenía piernas de ave zancuda, una longitud desproporcionada con su tronco corto, achatado, la cintura casi en los sobacos y los brazos larguísimos a cambio, con dos manos grandes y anchas, de hombre, en cada muñeca. Al principio, eso sólo me llamó la atención, pero enseguida me recordé a mí mismo y recordé a mi madre, el desaliento con el que sacaba el costurero apenas me veía entrar por la puerta, cada vez que me daban vacaciones en el seminario. «Hijo mío, —me decía—, pareces una cigüeña, no sé qué voy a hacer contigo, es que ningún pantalón te viene bien tres meses seguidos…».
—Bocas —levantó la cabeza, me miró y volvió a esconderla—. Oye, Bocas —y tuve que darle un codazo para que me mirara otra vez—, que siento mucho lo de antes, ¿eh? Perdóname.
El día que le conocimos, Miguel Silva Macías, alias el Bocas, acababa de cumplir diecisiete años y medía lo mismo que yo, un centímetro menos que el Sacristán. En los dos años que pasamos en Bagnéres, dio el último estirón y sobrepasó a Comprendes, que era el oficial más alto de la UNE en aquel sector, pero su estatura no modificó la relación que establecí con él aquel día.
El Bocas estaba solo en el mundo. Su padre y su hermano mayor habían muerto en nuestra guerra, el primero fusilado, el segundo en combate, y su madre les había seguido poco después, en el mismo verano del 36. Nadie pudo acompañarla, porque a aquellas alturas su hijo mediano ya estaba en el monte y Miguelito, que con once años era el pequeño, en Asturias con sus padrinos, unos parientes lejanos que no tenían niños y solían llevárselo todos los años a la playa a mediados de julio. Con ellos escapó en un barco poco antes de que cayera el frente Norte y, al llegar a Francia, le metieron interno en una especie de hospicio donde al principio estuvo bien, aunque perdió el contacto con los únicos adultos que podrían haberse hecho cargo de él en febrero del 39, cuando la avalancha de refugiados convirtió aquel internado en un recinto abarrotado de mujeres y niños españoles. A finales de 1940, lo movilizaron como trabajador forzoso aunque aún no había cumplido dieciséis años. Su último destino había sido la fábrica de tornillos de Perpiñán donde el Sacristán, al escuchar su historia, decidió que ya había pasado bastante, y le pidió a su enlace que lo incluyera en la lista de los reclamados bajo su propia responsabilidad. Sin embargo, en el aserradero, quien hizo de padre y de madre, de tutor y de hermano mayor, de maestro y de niñera, de guardaespaldas y de confesor del Bocas, no fue él, sino yo.
—¡Joder, Gaitero, deja ya de mimarle! —el Lobo me lo reprochó muchas veces antes de que mis hombres me cambiaran el nombre, y muchas veces después—. Lo estás malcriando, todo el día pegado a tus talones, como un niño a las faldas de su madre, ni que fueras maricón…
—No es eso, Lobo, parece mentira que no lo entiendas, es sólo que me hace mucha gracia. Es muy divertido y me cae bien. Nada más.
—Pero la obligación de un oficial es confraternizar con todos sus hombres por igual.
—¿Sí? Pues entonces, deja tú de mimar tanto a Romesco.
Porque él también tenía su protegido, un chaval de la misma edad que el Bocas, que le había caído en gracia porque era de Viella, cerca de la Seo d'Urgell, donde él había nacido y trabajado como maestro nacional hasta el golpe de Estado del 36, y nunca le perdía de vista.
—A cubierto, Romesco.
—Pero si estoy…
—¡A cubierto, he dicho! Tírate al suelo ahora mismo, ¡hostia!
Eso era lo mismo que hacía yo con el Bocas, eso y quererle como al hermano pequeño que nunca había tenido, porque para mí la guerra había empezado en octubre de 1934. El día que cogí un fusil me faltaban dos semanas para cumplir veinte años, y no lo había soltado todavía. Llevaba demasiado tiempo en la guerra, demasiado tiempo sufriendo, comiendo poco, durmiendo en el suelo, pasando miedo bajo la lluvia, con frío o con calor. Por eso le quería, porque durante ocho, y luego nueve, y hasta diez años seguidos, había vivido casi siempre una vida horrible, guerra y exilio y guerra y exilio y guerra otra vez. El Bocas, con sus piernas tan largas y su cara bombardeada de granos, me recordaba a mí mismo, al chico que yo había sido cuando aún vivía en una casa, y dormía en una cama, y comía los guisos que cocinaba mi madre, antes de que la guerra me hiciera semejante al hombre en quien le estaba convirtiendo a él, aunque cuando llegamos juntos a Bagnéres, la teníamos aún mucho más lejos de lo que nos habría gustado.
—No os hagáis ilusiones —el Lobo nos esperaba al pie del camión, para desengañamos después de darnos un abrazo—. No podemos hacer gran cosa, así que… —y abrió las manos para enseñarnos los callos que el mango de la sierra le había hecho en las palmas, los mismos que tendríamos nosotros antes de poder empuñar un arma distinta—. Esto es lo que hay.
Ramón Ametller Rovira, alias el Lobo, no era el único camarada de Argelés que encontramos en el aserradero. Había reclamado ya, antes que a nosotros, a Román el Pasiego y a Antonio el Zurdo, que tenían un destino peor y ya llevaban allí un par de semanas. Juanito Zafarraya, su lugarteniente desde los tiempos de la guerra, tardó más tiempo en llegar, y cuando volvimos a verle, ya nos habíamos hecho amigos de Pepe Sánchez Ariza, el Sacristán, y de Manolo González Alcántara, alias el Cabrero. Ellos seis, Comprendes y yo, fuimos los fundadores de algo que terminaría siendo la VII Brigada de la IX División de las Fuerzas Francesas del Interior, pero hasta la primavera de 1943 nos dedicamos a cortar árboles y a hacer carbón, más que a otra cosa.