Inés y la alegría (14 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—¡Uy! ¿Pero qué haces tú aquí?

—Pues rosquillas —la vi con el rabillo del ojo, despeinada y aún más nerviosa que antes, mientras abría y cerraba los cajones demasiado deprisa como para encontrar lo que estuviera buscando—. ¿No lo ves?

—¡Ay, hija mía, qué valor tienes! De verdad que no te entiendo. Con la que está cayendo, que te pongas a cocinar, tan tranquila…

—Se las voy a llevar a la hermana Anunciación, la cocinera del convento, que me enseñó a hacerlas —fue lo primero que se me ocurrió y no era demasiado ingenioso, pero cuando llegué a la mitad de la frase, ya no tenía vuelta atrás—. Ella las vende y se saca un dinerillo para los pobres, ¿sabes?

—¡Ah! Muy bien —por fortuna, Adela, que ya había conseguido dar con unas tijeras, no tenía tiempo para mis contradicciones.

—Ya estoy terminando. Ahora mismo subo a ayudarte.

—Pues sí, falta me hace, porque tengo liado un follón…

Cuando saqué la última del aceite, me di cuenta de que no iba a ser nada fácil transportar tantos kilos de rosquillas sin que se rompieran y acabaran convertidas en una informe masa de migas apelmazadas y dulces, pero tenía problemas más graves que resolver y había llegado el momento de afrontarlos.

Me quité el delantal, subí las escaleras, entré en el dormitorio principal, y a través del barullo de maletas abiertas y ropa amontonada sobre la cama, vi la pistola, apoyada sobre unos cuantos billetes, sobre la mesilla de Adela.

—¡Inés, gracias a Dios! —la pobre se alegró mucho de verme—. Mira a ver si…

Pero no terminó la frase, porque yo ya tenía la pistola en la mano.

—¡Ay! Deja eso, por favor, que me pongo mala sólo de verla.

—¿Por qué? Si estará descargada —entonces eché hacia atrás el percutor y comprobé que no era así—. ¡Uy, no! Si está cargada…


Bonjour
, Nicole.

La pequeña campana de metal dorado, destinada a anunciar la llegada de nuevos clientes, no celebró mi aparición con tanta alegría como la que iluminó su rostro al verme entrar.

—Buenos días, mi… —y en el esfuerzo de encontrar la palabra que le faltaba, cerró los ojos y asomó la punta de la lengua entre los dientes, como un escolar que se enfrenta a un examen para el que no ha estudiado lo suficiente—. ¿Capitán?

La que me había parecido mi admiradora más constante, hasta que descubrí que halagaba de la misma manera a todos los hombres solteros que se tropezaba al otro lado del mostrador, era una adolescente bajita, redondita y monísima, quizás porque sus rasgos, la piel tersa, sonrosada, las mejillas mullidas, los labios abultados, aún se estaban despidiendo de la infancia. Con no más de quince, tal vez dieciséis años, Nicole era la muchacha más coqueta que había conocido en mi vida. También una de las más graciosas, porque coqueteaba limpiamente, por el puro placer de jugar, sin trampas ni doble intención, sonriendo siempre.

—Muy bien, Nicole —yo también sonreí, mientras aprobaba su acierto con la cabeza—.
Très bien. Celui-là est le mot juste
, capitán.
Et alors…
Voy a llevarme medio kilo de esos rusos que tienes ahí.

Solía cambiar de idioma de improviso para poner a prueba sus esfuerzos por desempolvar el poco español que había aprendido en el colegio, y ella me comprendía cada vez mejor. Aquella mañana, sin embargo, se me quedó mirando con las pinzas en la mano, mientras su boca dibujaba un círculo perfecto, perfectamente relleno de asombro.


Done… Vous voulez un demi-kilo de ces petits gáteaux russes…

Mientras asentía con la cabeza, me di cuenta de que la bandeja de los rusos estaba más vacía que llena, pero seguí sin entender qué la había sorprendido tanto.


Oh la la!
—entonces se echó a reír—.
Aujourd'hui c'est le jour des espagnols qui achétent des gáteaux russes. Vous étes le troisiéme, je crois.

En ese instante, me empecé a mosquear. No porque yo fuera el tercer español que había comprado una bandeja de rusos en aquella pequeña y exquisita pastelería de la calle Léon Gambetta que, según la mujer de Comprendes, era la mejor de Toulouse, sino porque estaba casi seguro de quiénes habían sido los otros dos. Podría haberlo confirmado con un par de preguntas sencillas, pero no merecía la pena. Iba a enterarme enseguida, porque ya era más de la una y Angelita me había citado a las dos cuando llamó para invitarme a comer.


Merci bien, Nicole
—puse un billete de cinco francos en el mostrador y sonreí para mí mismo mientras la veía parada ante la caja registradora, de espaldas al mostrador, durante mucho más tiempo del que habría necesitado para preparar la vuelta.


Et qúest-ce qúilfait notre héros, ce soir?
—y a pesar de la maestría que derrochaba en esta clase de situaciones, se puso colorada mientras dejaba las monedas sobre el mostrador.


Je ne suis pas un héros, Nicole
.


Bien sûr que vous l’etes, et je me demandais… Avez-vous un autre rendez-vous avec madame?

Sonreí al involuntario juego de palabras que su última frase había adquirido al penetrar en mis oídos asturianos, cogí los pasteles y empecé a andar hacia la puerta.


Pas avec madame, Nicole
—le dije desde allí—.
Madame, c'est du passé
.


Quel dommage!
—pero se echó a reír mientras decía que era una lástima—.
N'est-ce pas?


A tout á l'heure, Nicole!


Au revoir
, mi capitán.

La primera vez que Sandrine me llevó a la casa de campo que había heredado de sus padres, no me di cuenta de que los canapés y los pasteles que había sacado del maletero de su coche antes de invitarme a entrar, venían envueltos en el papel de la Pâtisserie du Capitole, la tienda de la madre de Nicole. La primera vez, tampoco me enteré de que aquel pueblo, que era bonito y plácido según criterios específicamente franceses de la belleza y la placidez, con sus prados verdes, y sus cercas de madera, y sus iglesias más pequeñas que sus campanarios, y las fachadas de los bares con el menú escrito con tiza en una pizarra, junto a la puerta, se llamaba Vieille Toulouse. Aquella vez, ni llegué a enterarme de que los romanos habían fundado allí una ciudad a la que dieron el mismo nombre con el que los exiliados españoles nos referíamos a su sucesora, Tolosa, como si quisiéramos hacernos la ilusión de que estábamos en Navarra. Y quizás debería haberme preguntado dónde estaba su marido, un jueves, a la hora de comer, pero no tuve tiempo ni para eso, porque ni siquiera llegamos a la cama.

Sandrine, o mejor dicho, madame Mercier, estaba casada con uno de los industriales más prósperos de Toulouse, un fabricante de componentes para automóviles que había hecho excelentes negocios con los ocupantes hasta que, en los primeros meses de 1944, optó por donar parte de sus beneficios al ejército de la Francia Libre para comprarse un certificado de patriotismo. En tal condición le conocí, y conocí sobre todo a su mujer, el 26 de agosto de aquel mismo año, cuando mi coronel, que todavía no se había recuperado del banquete de la noche anterior, delegó en mí para que le representara en la recepción del ayuntamiento.

—No puedes decirme que no —aquel día había cometido la imprudencia de subir a mi habitación a dormir la siesta, y el Lobo no paró hasta que descolgué el teléfono—, porque te juro que no puedo más. Estoy empachado, me duele la barriga, tengo resaca, ardor de estómago y a Amparo en combinación, taconeando por el pasillo con los rabillos pintados y venga a gritar que prefiere que esté en la guerra a tenerme en casa para no verme el pelo, así que… Me temo que es una orden.

—Pues nada —y al imaginarme la insubordinación doméstica de la única mujer que había logrado sobrevivir a dos guerras sin perder las curvas que la habían coronado como fallera mayor de Catarroja en 1927, me dio la risa—. Que Dios reparta suerte.

—Lo mismo digo —pero su marido, que no era más alto que ella y sí mucho más flaco, no debía necesitar a Dios para tenerla contenta, porque seguía riéndose cuando colgó.

Seis días después de la Liberación, la ciudad había empezado a recuperar cierta apariencia de normalidad, pero la fiesta que le había levantado las faldas durante todo el fin de semana no había terminado todavía. Los focos de resistencia, militares borrachos, mujeres complacientes, canciones, guitarras, peleas, juramentos y docenas de botellas de vino vacías, alineadas como un ejército de soldados de plomo sobre las mesas de las tabernas, estaban aún tan vivos, que creí que no iba a encontrar a nadie dispuesto a acompañarme. El Zurdo y el Sacristán estaban desaparecidos en combate. Comprendes, del que me había despedido con un abrazo menos emocionado que alcohólico a las nueve de la mañana del día 21, se había ido al hotel con su mujer, había descolgado el teléfono y, que yo supiera, no había vuelto a salir de su habitación. Con el Pasiego ni lo intenté, porque recordaba haber visto aquella madrugada a la Pasiega, que había salido a buscarlo y lo había encontrado conmigo y con una señorita de reputación nada dudosa sentada en las rodillas, sacándolo a capones de aquel sótano donde lo estábamos pasando tan ricamente. Sin embargo, cuando ya estaba saliendo del hotel Les Arcades, que la Unión Nacional Española había incautado con todas las bendiciones de las nuevas autoridades para alojar a sus oficiales, la providencia de los ateos me puso delante al Cabrero.

—Pero ¿tú no ves las pintas que tengo? —llevaba todo el día en la calle y tenía la camisa llena de lamparones, el pelo revuelto y una espesa pátina de sudor que hacía brillar su cara como si acabara de salir del baño, aunque lo más notable de todo era la incomprensible peste a pescado que le envolvía como una segunda piel—. ¿Cómo voy a acompañarte así a ningún sitio?

—Nada —le cogí por los dos brazos para conducirle al ascensor igual que a un preso—. Te pegas una ducha, te pones el uniforme, y como nuevo.

—Pero ¿a qué hora es eso? —me preguntó, intentando zafarse todavía.

—A las ocho —miré el reloj—. O sea, dentro de diez minutos.

—Bueno, pero a las nueve me voy, que tengo cosas que hacer.

A las ocho y cinco nos encontramos con Ben y Jean-Paul esperándonos delante de la puerta. Los homenajes de todo tipo, públicos y privados, también habían hecho estragos en la cúpula de los Franco Tiradores Patriotas Franceses, la organización de resistencia del PCF en la que estábamos encuadrados los españoles de la UNE, porque a la cabeza de nuestra delegación, no iba más que un teniente coronel, Benoit Laffon. Le acompañaba un comandante recién ascendido, que todavía llevaba cosidos los galones de capitán con los que salió de España, y que era yo, y dos capitanes, Jean-Paul y el Cabrero, aunque este último conservaba también sus insignias españolas, de teniente. «¡Hay que joderse con el romanticismo!», solía quejarse el Lobo, tan presumido que no había renunciado a coserse en la guerrera ni un solo ascenso francés. Los gaullistas de la Armée Secrète, y tan secreta, solíamos decir nosotros antes de aquel verano, porque mientras estuvimos en el monte nunca habíamos visto a ninguno, se habían limitado a mandar a otro comandante, pero en aquella recepción no había mucha gente capaz de apreciar el escaso rango de la representación, nativa o extranjera, de las Fuerzas Francesas del Interior.


Ce salop…

Ben me señaló con la cabeza a Mercier, que parecía uno más de los prósperos burgueses, bien vestidos y mejor alimentados, que abarrotaban la sala. Aquel cabrón había sido tan colaboracionista como, al menos, las tres cuartas partes de los prohombres que circulaban con una copa en la mano después de haber estrechado las nuestras con una expresión gimoteante, más falsa que un beso de Judas. «Pero su mujer está bien buena», objeté. «Eso sí, —me concedió, antes de repasarla otra vez con la mirada—. Buenísima», y asintió con la cabeza para subrayar su adhesión.

Madame Mercier era dos años mayor que yo y casi veinte más joven que su marido. Alta, no demasiado rubia, con una piel impecable que delataba sus orígenes eslavos, llevaba un vestido blanco y un collar de perlas de muchas vueltas, herencia de su abuela aristócrata polaca, que le ceñía el cuello como una argolla consentida y lujosa. Eso fue lo primero que me llamó la atención de ella, pero no lo único.

—Las nueve… —y ya llevábamos un cuarto de hora jugando al escondite entre la gente, ahora te miro, ahora me escondo, ahora te vuelvo a mirar, cuando el Cabrero dejó su copa de champán sobre una mesa—. Me largo.

—¿Adónde? —di un paso hacia él para volver a enfocar a madame Mercier, y ella sonrió—. Joder, qué prisas.

—Ya. Es que he quedado con Sole.

—¿Con quién? —moví la copa en el aire, para brindar a distancia, y ella me imitó.

—Con Sole —repitió, y sólo cuando estuve seguro de que no conocía a nadie que se llamara así, me volví a mirarle—. Sí, hombre, Sole, la hija del pescadero, la amiga de Angelita…

—¿La amiga de Angelita? —fruncí el ceño al descubrir de quién estaba hablando—. ¡Pero si esa chica se llama Solange!

—Ya, pero yo no sé pronunciarlo bien y le he cambiado el nombre.

En marzo de 1942, Comprendes y yo estábamos trabajando en una fábrica militarizada de tornillos cerca de Perpiñán, en el supuesto territorio de la Francia Libre. Dos meses antes, nos habían sacado a la fuerza del campo de concentración de Argelés-sur-Mer, para integrarnos en una Compañía de Trabajadores Extranjeros. La vida en la fábrica, con ser dura, era mejor que la insoportable monotonía que había estado a punto de matarnos de tedio en la playa, aunque sólo fuera porque después de una jornada de diez, a veces hasta doce horas de trabajo, caíamos dormidos como piedras de puro cansancio, y no ya del aburrimiento de no tener nada que hacer despiertos. Sin embargo, no tuvimos mucho tiempo para aprender a manejar el torno.

—Qué ricos están los boquerones, ¿verdad?

Al levantar la cabeza, me encontré con un desconocido al otro lado de la máquina en la que me había tocado trabajar aquel día. Estaba seguro de que nunca le había visto, porque no habría podido olvidarle. Tenía las pestañas espesas, tan oscuras que parecían dibujadas, y los ojos negros, ligeramente rasgados en los extremos. A cambio, su piel era muy clara, y la nariz, la boca, los pómulos, se repartían en un óvalo perfecto, como el que yo sólo había visto antes en la cara de algunas mujeres muy guapas. Si antes de mirarle no hubiera escuchado la primera mitad de la contraseña en un vozarrón de acento aragonés, tan cerrado como el de los chistes de esos maños que se cruzan con los trenes, habría pensado que era maricón.

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