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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Holocausto (13 page)

BOOK: Holocausto
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Desde luego, no había dicho una palabra de todo aquello a mi madre o a Anna, pero una semana antes fui a ver a un hombre que había trabajado con Lowy, el impresor. Era grabador, un tipo llamado Steinmann, y me había preparado una tarjeta de identidad falsa. La fotografía era mía, pero nada más, y me presentaba como un estudiante exento del servicio militar a causa de úlceras de estómago.

Eran las dos de la madrugada cuando besé a mi madre y a Anna mientras dormían, me colgué de un hombro la mochila y lo más silenciosamente que pude con mis botas de excursionista, salí al rellano.

Inga sabía que me iba. Salió del apartamento en albornoz.

—Así que te has decidido… —No puedo quedarme. Y tampoco puedo ayudarlas. Acaso pueda salvar el pellejo y volver por ellas… No lo sé.

—¿A dónde irás?

—A cualquier parte donde no puedan encontrarme.

—¿Cómo vas a vivir, Rudi?

—Robando. Mintiendo. Luchando, Me tendió un rollo de marcos.

—Toma esto. Al menos… tendrás para unos días.

Le di las gracias. Vacilamos un momento, obsevándonos mutuamente. Ahora me doy cuenta de que éramos muy parecidos. Testarudos, rebelándonos cuando querían manejarnos, dispuestos siempre a resistir, negándonos a aceptar sin más lo que otros querían obligarnos a hacer. Mis padres jamás lograron comprenderme. «Un mutante —solía decir mi padre—, un intruso de alguna especie en esta familia de lectores y artistas». (Lo decía bromeando y su cariño por mí jamás fue inferior al que sentía por Karl y Anna). De la misma manera, Inga, al haber presenciado por doquier la brutalidad cuando todavía era pequeña —su barrio fue uno de los peores en cuanto a las terribles luchas callejeras de los años veinte y treinta—, sentía temor y odio por la violencia y hacia aquellos que la practicaban.

Pero nada de esto había disminuido su capacidad de compasión y amabilidad. Me preguntaba con auténtico pánico cómo se las arreglaría Karl en prisión sin la fuerza de Inga en que apoyarse.

—Debes escribirnos, Rudi —me dijo—. Será un duro golpe para tu madre, pero trataré de explicarle por qué te has ido. Y también para Anna.

—Durante algún tiempo no escribiré. Dile a mamá que no se preocupe nunca por mí. Cuida de ella. Y sé buena, con Anna. A veces, es una descarada, pero te quiere mucho. Igual que todos nosotros.

Nos besamos como dos hermanos.

—Si ves a Karl, dile que estoy bien. Dile que los hermanos Weiss, estarán juntos de nuevo… muy pronto. Tal vez tenga razón mamá. Quizá todo terminará pronto. Cuando decidan que nos han sacudido bastante, que nos han robado cuanto tenemos, entonces se dedicarán a otra cosa. Adiós.

Volvió a besarme y aún pude oír su voz:

—Adiós, hermanito.

Bajé las escaleras del edificio, atravesé el patio y me hundí en la calle oscura. Tenía preparado un montón de mentiras para el caso de que me detuviesen. Mi plan consistía en avanzar junto a la vía de un tren de mercancías, viajando de polizón en cuantos trenes fueran necesarios para dirigirme hacia el Sur. A cualquier parte que no fuera Alemania.

II

LOBREGUEZ CRECIENTE

DIARIO DE ERIK DORF.

Berlín Setiembre 1939.

Polonia ha caído en veinte días.

Pero el éxito militar no es todo cuanto ambicionamos. Interesan también la seguridad de los países conquistados, la pureza racial del territorio polaco que se incorpore a Alemania, la política contra judíos, eslavos y otros grupos del «Gobierno General»… Sin embargo, todo eso está un tanto embrollado.

Nuestra oficina sigue recibiendo informes fastidiosos sobre la acción emprendida contra los judíos en Polonia.

No es que tales acciones desvirtúen nuestra política —Heydrich asegura que estamos haciendo dos guerras paralelas, una contra los ejércitos extranjeros, otra contra la conspiración judía—, sino que son fortuitas, desordenadas y poco sistemáticas.

Los rizos y barbas de esos judíos orientales ortodoxos tan estrambóticos parecen irritar sobremanera a nuestros hombres, quienes los afeitan, los arrancan y los queman.

Se encorrala a los judíos dentro de sus sinagogas y se prende fuego a los edificios.

En Bielsko fueron conducidos al patio de una escuela judía, allí se les aplicó mangueras a la boca y se abrieron los grifos hasta que sus vientres reventaron.

Las violaciones son frecuentes, si bien quienes desahogan así sus apetitos se exponen a una denuncia por corrupción racial.

Se despoja de sus ropas a las mujeres judías y se las hace bailar desnudas por las calles para diversión de los polacos y de nuestros miembros de la SS indistintamente. En cierta ciudad, se condujo a los judíos, desnudos, desde el baño comunal hasta el matadero, donde fueron quemados vivos.

Según cierto parte —aunque haya pedido su verificación no veo motivo alguno para desecharlo—, en una aldea polaca se decapitó a tres rabinos, y sus cabezas fueron expuestas en el escaparate de un comercio local, cuyo propietario era, por supuesto, judío.

Y así sucesivamente. Todo desorganizado, sin plan alguno, a merced de cualquier comandante de la SS.

—El Ejército está algo molesto —dije a Heydrich, cuando hube leído los informes matinales procedentes de Polonia.

—¿Por qué habría de estarlo? El propio Keitel, ese putañero, ha promulgado una orden para su glorioso Ejército diciéndole que los judíos son unos parásitos ponzoñosos, una plaga del mundo. Todavía recuerdo exactamente las palabras del mariscal: «La lucha contra el judaísmo es una lucha moral para defender la pureza y salud de la Humanidad creada por Dios».

—No interprete mal mis palabras, señor —me apresuré a decir—. Lo que inquieta al Ejército no son los actos antisemitas, sino el menoscabo de la autoridad militar en zonas ocupadas. Nuestra gente se arroga prioridad, requisa propiedades y da órdenes.

—Bueno…, el Ejército deberá soportarlo. Dejémosle que conquiste y ocupe el terreno. Nosotros nos encargaremos de los judíos y demás gusanos.

Pero se intranquilizó; lo vi claramente. A las pocas horas, Heydrich, con esa deslumbradora inventiva tan suya, ideó una nueva fórmula para manejar a los judíos polacos. Se les trasladaría de territorios recién ocupados, a lugares como Lublin o Varsovia, donde se pudrirían, según sus palabras, en sus propias comunidades, Los propios judíos regentarían el movimiento, la organización de esos inmensos ghettos.

Consejos compuestos por los miembros más ancianos e influyentes de la comunidad judía harían nuestro trabajo.

—¿Y si rehusan? —pregunté.

—Los judíos no rehusan nada. Cooperan. Están horrorizados, desarmados y sin aliados.

Según el plan de Heydrich, Polonia sería un vasto vertedero para los judíos de Europa, es decir no sólo los judíos polacos, sino también los procedentes de Alemania, Austria y Checoslovaquia.

Él me pidió que convocara a todos sus ayudantes para una importante conferencia. Se celebraría el día siguiente —21 de setiembre— y tendría como objetivo formular planes concretos sobre la solución del problema judío. Los ahorcamientos y los fusilamientos esporádicos no son forma de encauzar una campaña masiva contra un enemigo sutil.

He llegado a conocer bastante bien la mentalidad del jefe y algunas veces intento escudriñarla.

—Mi general, quizá nuestro problema sea que muy pocos de nosotros tienen ideas claras sobre el objetivo final respecto a los judíos.

—Explíquemelo, Dorf.

—¡Ah…,! Pues la eliminación de su influencia sobre Europa y, en definitiva, sobre el mundo.

—¿Y qué significa eliminación? ¿Esterilización? ¿Destierro? ¿Empobrecimiento? —Hizo una pausa y añadió—: ¿Exterminio?

—No lo sé. Me refiero al último concepto. Sólo se han hecho algunas alusiones. —Recuerde las palabras del Führer, Dorf. Lea entre líneas.

—Sí, pero el aniquilamiento de ocho millones… de personas es una tarea ingente y poco práctica.

Mis entrañas se revolvieron.

—Ese argumento podría ser válido —replicó Heydrich—. Pero arrincónelo en su mente con respecto a nuestra conferencia. Mañana hablaré sobre algo denominado «medidas generales planificadas», algo conducente a un objetivo final y opuesto a las fases que conducen al mismo objetivo.

Pese a su maestría en organización, propaganda y complejas operaciones policiales, Heydrich suele desconcertarme con su tortuosa palabrería (si bien tengo la impresión de que ha aprendido un poco de mí).

—¿Hasta qué punto esclarecerá… y concretará todo eso en la conferencia de mañana? —le pregunté—. Tal vez se le interprete erróneamente.

Heydrich soltó una sonora carcajada.

—¡Ah, Dorf! A veces razona como si fuese todavía un estudiante de leyes. Asegúrese de que Eichmann esté presenté mañana. E1 no me interpretará erróneamente.

Asentí mientras intentaba digerir todo aquello.

—Quizás una especie de cuarentena o contención sería un buen principio, Heydrich tomó asiento, plantó sus largas piernas sobre el escritorio, cruzó las botas altas y me apuntó con uno de sus elegantes dedos.

—Dígame, Dorf, ¿tienen alguna finalidad los judíos?

—¿Finalidad?

—¿Cuánto de lo que les hacemos obedece a nuestros principios y cuánto al oportunismo?

—No estoy muy seguro. ¿Principios…? Sí. El Führer… Himmler y usted mismo… han revelado sin rodeos su criterio.

—Pero ¿crearse tantas complicaciones para… eliminarlos?

Larga pausa antes de pronunciar la palabra «eliminarlos». Todos nosotros estamos aprendiendo diligentemente a emplear términos codificados, a danzar alrededor de la verdad suprema. Me pregunto por qué será así. Pues, si todo cuanto proyectamos son actos morales (según lo expresa Keitel), si el cristianismo ha disculpado durante siglos el odio contra los judíos, ¿por qué nos mostramos tan reacios a exteriorizar nuestros verdaderos planes? En definitiva, estamos combatiendo una plaga, un enemigo universal, una conspiración. O, por lo menos, así lo sostiene Hitler.

Heydrich siguió perorando. Excelente conferenciante, sumamente explícito, desarrolló a continuación su tesis: El antisemitismo no sólo aglutina al pueblo alemán; sirve también como aglutinante para mantener Europa unida como una sola pieza bajo nuestra hegemonía. Muchos países europeos tienen abundantes movimientos antijudíos y, siendo así, ¿quién se desviará de nosotros? La «Croix-de-Feu» en Francia, la «Cruz y la Flecha», en Rumania, varios partidos fascistas indígenas en Hungría, Eslovaquia y Croacia. Territorios como Ucrania y los Países Bálticos bajo el yugo bolchevique hervirán de sentimientos germanófilos, y estos sentimientos serán tanto más intensos si evidenciamos nuestra hostilidad a los judíos que les han estado oprimiendo.

Haciendo un guiño dijo:

—Mucho de lo que les contemos serán mentiras, Dorf, pero mentiras útiles. Una vez, despertemos sus pasiones antisemitas para ayudar a resolver el problema judío, les tocará el turno a ellos.

Heydrich continuó hablando. Tenemos ya hecho el trabajo preliminar…, dos mil años de doctrina cristiana, sustentada por eminentes padres y doctores de la Iglesia para demostrar que el «Pueblo Elegido» está compuesto por asesinos de cristianos, deicidas, envenenadores, en fin, una prole del diablo dispuesta a derramar la sangre de niños cristianos para sus fiestas pascuales. Una lista interminable de ideologías arcaicas, con no, pocos disparates, pero extremadamente útiles.

Luego discutimos sobre otros problemas más inmediatos. Deberían cesar las matanzas esporádicas. Los SS encauzarían un vasto movimiento judío hacia el Este. Sólo se ejecutaría a bolcheviques, criminales, miembros de la resistencia y líderes potenciales, tales como rabinos, profesionales, etc. Se aplicaría una cuarentena a esa masa de judíos en grandes ciudades polacas, por ejemplo, Lublin y Varsovia. Pues sin duda, dijo él, «es preciso incomunicar a los portadores del germen».

Entonces sugerí que denomináramos «Territorios Judíos Autónomos» a esas zonas, y Heydrich aprobó tal expresión felicitándome por la ocurrencia.

—Sonará como si fueran comunidades permanentes —comenté—. Pero, desde luego, serán, como dice usted, una mera fase hacia… Él rió otra vez.

—¡La regulación del problema judío! ¡Vive Dios, Dorf, usted está empezando a gustarme!

—¿Cómo, señor?

—Sí, el emplear cierto lenguaje para decir lo que no quiero significar. Recuérdemelo en la conferencia de mañana. Haga hincapié sobre ese punto. Nadie debe mencionar el aniquilamiento o exterminio.

Berlín Noviembre de 1939.

Esta noche se celebró un ostentoso baile en el Cuartel General del jefe.

Festejábamos un grandioso acontecimiento: Polonia ha sido liquidada, Rusia ocupa la Polonia Oriental, y Stalin, literalmente despavorido, ha suscrito un pacto de paz con nosotros. Franceses e ingleses están arma al brazo en Occidente, demasiado temerosos para moverse.

Nadie hubiera dicho que estábamos comprometidos en una guerra. Jamás se había visto tantos uniformes elegantes ni tantas mujeres deslumbradoras, enjoyadas y de lozana belleza en el mejor estilo alemán.

Marta está radiante, cautivadora. Pocos años antes era un ama de casa hacendosa, contenta con atender a la cocina, los niños y las tareas domésticas. Pero las exigencias sociales, cuya imposición es ineludible, la han dotado de una elegancia insólita, un nuevo estilo que me parece casi increíble. Viste ropas de alta costura y las luce con suma naturalidad, baila perfectamente el vals y el foxtrot e incluso coquetea un poco.

La observé mientras bailaba con Heydrich y pensé en aquella modesta Marta Schaum que subiera conmigo al altar. Pero debí de haber adivinado que era una mujer de enorme potencial. ¡Prácticamente, fue ella quien me lanzó en mi nueva carrera! Para ser sincero, fue ella quien me hizo. Desde mi lastimosa situación, un abogado sin empleo lamentando siempre mi mala suerte y repleto de disculpas, he pasado a ser un personaje influyente, con gran aplomo y comprometido en un trabajo sumamente importante respecto al futuro de Alemania. Sin duda, la guerra terminará pronto. Inglaterra y Francia recobrarán el sentido común, Rusia se dará por satisfecha quedándose con una porción de Polonia, y nosotros podremos vivir, una vez más, en paz para dedicarnos a la reconstrucción de Europa.

Como digo, mientras admiraba a Marta en su vestido verde pálido —¡qué magnífica combinación con su cabello dorado formando un moño alto sobre la pequeña y delicada cabeza!— bailando entre los brazos de Reinhard Heydrich, oí una voz a mis espaldas.

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