Yo escuchaba afuera, junto a la puerta del consultorio, llorando por mi padre, deseando desesperadamente ayudarle. ¡Cómo odiaba a aquellos hombres que habían venido a por él! ¡Y qué ansia sentía de golpearlos, de hacerles sufrir!
—Pero mi mujer y mis hijos… las personas que están a mi cargo… —La orden sólo se refiere a usted.
Entregue estos documentos mañana al oficial encargado del transporte.
Lo que sí recuerdo con la mayor claridad es que mi padre, en lugar de subir a decírselo a mi madre o quedarse tan sobrecogido que le resultara imposible seguir trabajando, volvió junto al muchacho que se encontraba sobre la camilla y siguió curándole el tobillo.
A mi hermano Karl lo habían llevado a un campo de prisioneros, a Buchenwald. El relato de su internamiento allí me lo hizo un hombre llamado Hirsch Weinberg, que fuera arrestado unos días antes que Karl. Weinberg era sastre, natural de Bremen. Recordaba muy bien a Karl Weiss, el artista.
Buchenwald se encuentra cerca de Weimar. Los alemanes habían construido allí un inmenso campo destinado a todo aquel que fuera considerado enemigo del Reich. A raíz de la Kristallnacht, se convirtió en un agujero infernal, abarrotado, carente de toda condición sanitaria, un lugar donde diariamente morían centenares, víctimas de palizas o de enfermedades. O eran ejecutados, si a los guardianes se les ocurría la idea.
El tormento empezaba desde el momento en que los prisioneros atravesaban la puerta sobre la que campeaba el letrero
ARBEIT MACH FREI
… «el trabajo os hace libres».
Se ordenó pasar a Karl y a un grupo de otros prisioneros a una sala de recepción llena de mecanógrafos, guardias, funcionarios… todos ellos pertenecientes a la SS. Una vez que daban su nombre, dirección y profesión, solía seguir una serie de preguntas de este tipo:
—Nombre de la puta que te parió.
—¿Cómo se llamaba el chulo con la que fornicó para hacerte?
—¿De qué crimen se te acusa?
Mientras Karl esperaba su turno, temblando, temeroso, un fornido joven judío con el aspecto de conductor de camión, se negó a responder a tales insultos. Protestó. Su madre no era una puta ni su padre un chulo y además él no había cometido crimen alguno. Al instante le condujeron prácticamente a rastras hasta una habitación contigua. Se escucharon gritos, ruidos de golpes.
Minutos después, apaleado e intimidado, volvieron a sacarle a rastras, con la cabeza ensangrentada y un ojo cerrado, y sollozante contestó a todas las preguntas.
El siguiente fue Karl.
Dio su nombre, dirección y ocupación: artista.
Un sargento de la SS que llevaba un corto látigo se acercó a Karl, hundiéndole el puño, del látigo en un costado.
—¿Uno de esos judíos bolcheviques, Weiss? ¿Dibujando carteles falsarios para alguno de esos periodicuchos comunistas?
—Soy un artista comercial —repuso Karl—. No pertenezco a ningún partido. Yo… El látigo chasqueó al cruzar la cara de Karl Cuando Weinberg me contó aquello, sólo me fue posible pensar que Karl siempre fue poca cosa, un chiquillo a quien todos tomaban como blanco, a quien perseguían. Yo tenía cuatro años menos, pero siempre fui fuerte, rápido y mi lema era: si me golpeas, te devolveré el golpe. Mientras hablaba con Weinberg sentí ganas de llorar, pero mi mujer, Tamar, estaba presente y no cree en las lágrimas.
—¿Qué puta te parió?
—No… mi madre…, —Crac—. Nuevo latigazo.
—Berta Palitz Weiss —contestó Karl.
—¿El chulo que la violó?
—Joseph Weiss, el doctor Josef Weiss.
—¿Qué crimen has cometido para que te envíen a Buchenwald?
—Yo, yo no he hecho nada.
—Haz memoria, chico judío. ¿Qué crimen has cometido?
—Ninguno. De veras. Estaba en casa pintando. Aquellos hombres vinieron por mí. No se presentó cargo alguno.
—Eres judío. Es motivo suficiente.
—Pero… pero eso no es un crimen.
Se rieron de él. Entre el sargento y otros dos matones arrastraron a Karl a la habitación contigua y le golpearon hasta hacerle perder el sentido. Se despertó en una barraca oscura donde conoció a Hirsch Weinberg, quien trató de enseñarle algunos trucos que le permitieran sobrevivir.
Desconociendo aún dónde se encontraba Karl o lo que le estaría ocurriendo, fuimos todos a despedir a mi padre que partía para Polonia. Era el último día de noviembre de 1938. Recuerdo la escena en la lóbrega estación de ferrocarril. Se encontraban allí alrededor de un millar de judíos, en su mayoría más viejos y pobres que mi padre, con sus miserables hatillos y paquetes de comida. Corrían rumores de que los polacos los estaban rechazando. Los judíos se quedarían en tierra de nadie, flotando entre Alemania y Polonia.
Pero mi padre trataba de mostrarse animado. —Me enfadaré mucho si lloras, Berta —le dijo a mi madre.
Se enjugó las lágrimas. No, mi madre se dominaría. A su alrededor, otras familias no ocultaban su pena y dolor. Sollozaban, suplicaban, intentaban evitar que sus seres amados subieran al tren con destino a la frontera polaca.
—A veces pienso si no será esto lo mejor que nos pueda pasar —dijo mi padre.
Era un actor terrible, y sin embargo, ¿quién podía saberlo? Acaso tuviera razón.
—Mi hermano Moses ha dicho que acudiría a recibirme. Iremos directamente a Varsovia. Moses conoce gente. Estoy seguro que podré encontrar trabajo en el «Hospital judío».
Le escuchábamos en silencio, atentos, preocupados, Hasta el momento aún no teníamos perfecta consciencía de lo que representaba su marcha. Karl, detenido; mi padre, obligado a irse. Los golpes caían sobre nosotros uno tras otro.
—Iré contigo —dijo mi madre—. Seguro que me lo permitirán. Mañana pondré en regla mis documentos.
—No, no —replicó mi padre—. Los niños te necesitan. Me han dicho que los polacos se muestran remisos a permitir que vuelvan los judíos polacos. Imagínate si se trata de alemanes —cogió la mano de Inga. Y; debemos ser optimistas. Inga encontrará a Karl, logrará que le pongan en libertad, y otra vez estaréis todos juntos.
Mientras escribo esto vuelvo a sentirme asombrado de cómo tantos de nosotros, incluidos mis padres, pudimos engañarnos durante tanto tiempo. Tamar insiste en que se trataba de histeria general; un autoengaño que se extendía entre los judíos. Por mi parte arguyo que había muchos indefensos, sin dinero, sin lugar alguno adonde ir. Muy pocos países los admitirían. Luchar contra todo aquello era una palabra desconocida para la mayoría. Habíamos sido un pueblo que se había amoldado, cedido, se había inclinado, tratando de llegar a acuerdos, confiando en que el mañana sería mejor. Ahora, al este, de nuestro kibbutz, los cañones sirios vuelven a disparar. Pero esta vez les devolveremos el fuego. La moralidad es algo maravilloso, admirable. Pero aún estoy por ver que una actitud moral, una postura justa, hayan desviado jamás una bomba o una bala.
Anna empezó a sollozar. Se abrazó al cuello de mi padre llorando desconsolada, al tiempo que decía:
—¡Papá! No nos dejes, papá. Tendré miedo sin ti. Por favor, quédate con nosotros, papá.
Inga separó a Anna, le apartó el pelo de la cara y la besó.
—Papá estará bien, Anna, cariño. Y volverá.
Anna lanzaba auténticos berridos.
—¡Cállate! —le dije—. Lo pones aún peor.
—¿Por qué ha de pasarnos esto, Josef? —preguntó mi madre.
—No es culpa nuestra, Berta. No podemos controlar los acontecimientos. —Luego sonrió—. Pero debes creerme. Me siento optimista. Esto servirá para abrirnos los ojos. Tengo la impresión de que nos reuniremos en Polonia. O en cualquier otra parte. Quizás en Inglaterra.
—Te obligué a quedarte —susurró mi madre.
—Bueno, dejemos ya eso —replicó papá. Se mostraba enérgico, parecía un hombre de negocios (y nunca existió peor hombre de negocios que practicara la medicina)—. Debes vender la clínica, Berta. Y buscar un apartamento más pequeño.
Mi madre, limpiándose la nariz, logró sonreír.
—Y tú no vayas por esas calles atendiendo llamadas nocturnas. Ponte los chanclos cuando llueva. Polonia es muy húmeda.
—Lo haré, si me prometes no vender el piano. Anna debe continuar con sus clases de piano cueste lo que cueste.
Se acercaron dos policías berlineses. Se conducía a la gente hacia el tren.
—En marcha. Subiremos dentro de cinco minutos.
Mamá se volvió hacia nosotros.
Niños. Rudi, Anna, Inga. Despedíos de papá.
Anna había perdido ya todo dominio.
—Papá, papá… ¡iremos a vivir contigo! El tío Moses nos encontrará algún sitio.
—Desde luego, Anna, cariño. Pero entretanto deberás cuidar de los abuelos y hemos de encontrar a KarL.
Trabaja con tu música, Anna.
Me abrazó, mirándome a los ojos.
—Tai vez debieras volver a la escuela, Rudi.
—Si puedo, papá.
—Ya sabes que el mundo no se limita a un partido de fútbol. Debes prepararte para seguir una carrera.
¿Qué podía decirle? ¡Una carrera! Pero le seguí el juego.
—Lo intentaré, papá. Tal vez pueda llegar a ser profesor de educación física… como tú dijiste hace tiempo.
—Es una idea espléndida.
La gente se puso en movimiento. Me di cuenta de que entre ellos se encontraba Max Lowy, el impresor.
También era judío polaco; y le deportaban. No parecía en modo alguno desanimado, dispuesto a hacer frente a los golpes del destino.
—¡Eh, doc! —gritó Lowy—. ¿Usted también? Pensé que sólo les pegaban la patada a tipos como yo. Ya conoce a mi mujer, doc.
Una mujer menuda y morena saludó con la cabeza a mi padre. Él, siempre caballeroso, se quitó el sombrero.
De hecho, al ver a los Lowy, se volvió hacia mi madre, que seguía llorando y le dijo animoso.
—¿Lo ves, Berta? Soy el único médico al que se deporta con su propia clientela de pacientes.
Se abrazaron por última vez. Le oí decir:
—No podrán vencernos. Mientras nos amemos… —Josef…
—Recuerda tu latín, querida. Amor vincit omnia.
El amor lo vence todo.
La muchedumbre le arrastró y quedaron separados. Junto a una barrera, un policía y un guardián de la SS examinaron los documentos de mi padre. Se daban instrucciones a través de un altavoz.
Mi madre corrió hacia las vías y nosotros la seguimos:
—Adiós, Josef, adiós. Escríbenos dónde estás. Nos reuniremos contigo.
Volví la cabeza para ocultar las lágrimas. Pero lo que en verdad ansiaba era golpear a alguien… a alguna de los policías berlineses, a los guardias que conducían a la gente a los trenes. ¿Qué derecho tenían para hacernos aquello? ¿Qué les habíamos hecho nosotros a ellos? En mi interior hervía una furia contenida.
Hubiera podido matarlos a todos…, a los sonrientes miembros del Partido, todos ellos con botas y uniformes, fanfarrones, matones, embusteros… —¿No eras tan valiente? —me incitó Anna—. Tú también estás llorando, Sus ojos estaban todavía húmedos y las mejillas mojadas.
—No. Ya no lloro.
Se agarró a mí y los dos prorrumpimos en llanto. Pero me obligué a contenerme.
—Jamás me harán a mí esto —dije—. Jamás.
—¿Tú crees?
—No, yo no haré lo que papá y Karl. Y también el señor Lowy; ceder.
Estaba fanfarroneando para darme valor. Pero, considerando de manera retrospectiva aquel momento, me doy cuenta de que me hice un juramento. No me humillarían, doblegándome a su voluntad, como habían hecho con tantos otros. Se suponía que los judíos tenían que asentir, mostrarse corteses, obedecer, escuchar, aceptar.
Pero yo jamás entendí eso. En la calle no buscaba pelea, pero jamás la rehuía. Y cuando jugaba al fútbol, lo hacía para ganar. Y si los otros chicos jugaban sucio, yo era capaz de poner la zancadilla y dar empujones y en caso de necesidad, largar un puñetazo.
—¿Qué harás? —preguntó Anna todavía llorosa.
—Lucharé.
Vimos a mi padre subir al tren y saludarnos con la mano una última vez. Mi madre nos rodeó con los brazos. Inga permanecía en pie detrás, de nosotros, moviendo afligida la cabeza. Podía ver la vergüenza reflejada en su rostro… vergüenza de su propia gente.
—Volvamos a casa, niños —dijo mamá.
Su voz sonaba de nuevo tranquila.
En Buchenwald, todos los prisioneros tenían que trabajar. Karl era un artista, de manera que se supuso que era hábil con las manos. Se le destino, por intermedio de Weinberg, a la sastrería.
Weinberg le explicó que era mucho mejor trabajar en el interior. Al menos se estaba razonablemente caliente y el trabajo no era agotador. Afuera, los prisioneros morían todos los días en las canteras, en los equipos de construcción de carreteras, en el llamado destacamento de «huerto» que consistía en cavar zanjas. El hombre de más edad, su profesión había sido la de sastre, le explicó que las muertes por golpes y torturas como consecuencia de cualquier infracción, estaban a la orden del día. El llegar tarde cuando pasaban lista, replicar, hablar fuera de tiempo… todo ello era motivo de crueles palizas. Y cualquier otra cosa considerada de más gravedad, como, por ejemplo, el ataque a un guardia, el robo, significaba una muerte rápida, usualmente en una habitación especial, donde se hacía que el prisionero permaneciese en pie en un rincón. A través de un agujero situado detrás de su cabeza, el verdugo invisible le mataba de un solo disparo. —¿Ha llegado alguien a salir de aquí? —preguntó Karl.
—He oído historias sobre algunos tipos ricos que han salido gracias a soborno. En su mayoría goyim. Tal vez incluso algunos judíos. La SS dirige esto como si se tratara de una guarida de bandidos. Así que es muy posible que los canallas admitan sobornos de algún judío rico y le dejen escapar.
El kapo, el guardián de los prisioneros o encargado, se acercó y advirtió a Weinberg que cerrara la boca. Éste alegó cualquier excusa… que le estaba explicando a Karl cómo funcionaba aquello. (El nombre de aquel kapo era Melnik, un mozarrón de oficio ratero. Los nazis seleccionaban con frecuencia criminales comunes, tanto judíos como gentiles, y les confiaban cargos de responsabilidad. Aquello ayudaba a mantener aterrados a los demás prisioneros).
Una vez que Melnik se encontró fuera del alcance de sus palabras, Weinberg cogió una caja que contenía retazos de tela y explicó su sentido a Karl.
—Así conocerás a tus compañeros de cárcel —le dijo. Empezó a mostrar triángulos de diversos colores—. El rojo significaba prisionero político. Desde un trosquista hasta un monárquico. Verde, criminal de delitos comunes. Púrpura, testigo de Jehová. Negro, lo que ellos llaman elementos inútiles, mendigos, vagabundos y otros por el estilo. Rosa, para los homosexuales. Marrón, para los gitanos.