Si mi madre se sentía aterrada o dominada por la pena, casi siempre lograba disimularlo. No era propicia al gimoteo ni a las lamentaciones. Pero me percaté del cambio que se había operado en Anna. Siempre había sido una niña inquieta, vivaz, agresiva. Ahora, por lo general, permanecía callada, mustia y no respondía cuando le gastaba bromas. «Odio esto», solía decirme casi cada mañana cuando nos levantábamos para ocupar por turno el pequeño cuarto de baño y ver la forma de pasar un nuevo día.
En cierta ocasión, Heinz Muller fue a visitar a la familia Helms. Por entonces, era ya sargento de la SS, aunque no estoy seguro de la sección a la que pertenecía. Inga nos había dicho que hubo un tiempo en que pensó casarse con ella y que había pedido a su padre su mano. Ella, por su parte, le detestaba. Muller estaba encantado de que mi hermano, su rival, estuviera en la cárcel, pero, en presencia de Inga, tenía que andar con pies de plomo.
Hacía un caluroso día de verano y la puerta del apartamento de los Helms estaba abierta, al igual que la nuestra. Hasta mí llegaban las voces, mientras me encontraba tumbado en el diván leyendo por undécima vez la página de deportes.
Inga suplicaba a Muller que se enterara de a dónde habían llevado a Karl. Sabíamos que muchos de los judíos que fueron detenidos después de la Kristallhacht habían desaparecido sin más. A algunos los habían asesinado, ejecutándolos bajo falsas acusaciones.
—Yo no soy más que un sargento —decía Muller—. No puedo meter las narices en los expedientes.
—Pero averiguar dónde está… Su padre la interrumpió.
—Oye, Inga. Muller no puede arriesgar el cuello por… —Dilo, papá. Por mi marido judío.
Muller, tras muchos remilgos y divagaciones, declaró:
—Sospecho que se encuentra en Buchenwald, una prisión civil. A la mayoría los envían allí desde Berlín.
—¿Puedo escribirle? ¿Puedo verle?
—No estoy seguro. Se muestran muy severos. Acaso una carta. Pero te aconsejo… que lo olvides. Déjale que se las arregle como pueda. Tu padre tiene razón, no te hará mucho favor.
—Sano consejo —rubricó Helms.
Y luego la madre insistió:
—— Muller tiene razón, cariño. Acaso haya sido lo mejor.
—¡Ya basta! —gritó Inga—. ¿Es que no os da vergüenza? ¡No permitiré que sigáis hablando así de mi marido!
Durante un rato permanecieron silenciosos, escuchándose tan sólo al padre rezongar en voz baja y el gimoteo de la madre.
Inga tenía una arraigada cualidad de fuerza y justicia. Ello, combinado con su amor por Karl, hacía de ella una mujer formidable. Esto se explicaría mejor con unas breves palabras de cómo se conocieron. Karl era estudiante en la escuela de arte, como ya he mencionado, donde Inga, una joven muy bonita y muy «aria», trabajaba como secretaria del director. Cuando la gente contratada por la escuela, empleados y profesores, se encontraban con que rechazaban sus peticiones de aumento de salario, Inga Helms era quien se ponía al frente para que se firmara la petición, la que organizaba los mítines, quien planeaba la huelga.
Karl recordaba haberla visto en uno de aquellos mítines, afirmando que llegarían hasta el cierre de la escuela, si fuera necesario. No, afirmaba, no era roja, ni socialista, la política no le interesaba. Pero sabía que era lo justo. Los profesores, todos ellos gente sensitiva del Partido, la escuchaban. (Se prohibió la huelga, pero les subieron el sueldo). Poseía esa rara cualidad, patrimonio de algunos, un profundo sentido de la justicia, casi biológicamente enraizado. A partir del primer mitin sobre la huelga, Karl tímido, con frecuencia callado, la vio marcharse sola. Pensó que no tenía acompañante y la invitó a tomar café. Fue prácticamente amor a primera vista. Karl me había dicho que, a pesar de su humilde procedencia, sabía conocer perfectamente a la gente, y también sus motivaciones, y además hablaba bien.
Ella alegó que no era más que una secretaria y lo ignoraba todo en lo que se refería al arte, que no podría hablar con él sobre Picasso o Renoir. Karl se había reído. Se sintió lo bastante atrevido para, cogerle la mano cuando la acompañaba a su casa. Y le dijo: Solo debes recordar una cosa. Un crítico llamado Berenson fue quien lo dijo: «Él objetivo del arte, es realzar la vida.»». Ella le besó de manera impulsiva. Ya no cabía duda de que algún día se casarían.
Recordaba aquellos rasgos de Inga cuando escuché a su padre decir en voz alta:
—¡Somos nosotros quienes tenemos derecho a estar furiosos! ¡Te casaste con uno y luego traes a su maldita familia aquí! ¡A vivir en el apartamento contiguo al nuestro!
—¡Cállate! —gritó Inga.
Muller parecía tranquilo, como un consejero de la familia.
—Mal asunto el de ocultar a los judíos. Podéis resultar perjudicados.
—Te lo suplico, Muller —insistía Inga—. ¿Puedo enviarle una carta? ¿No puedo pagar para que salga? ¿Qué puedes hacer por mí?
—¿Pagar? He oído que, de vez en cuando, lo hacen algunos judíos ricos… mediante un rescate regio. Pero jamás un pobre artista como tu marido.
—Ayúdame. Por favor, ayúdame.
Pero su padre intervino ahora:
—No arriesgues el cuello por ella, Muller, ni por ese judío con el que se ha casado. Ya estamos bastante perjudicados al tenerlos viviendo al lado.
—¡Me dais asco todos vosotros! —gritó Inga.
Su padre estaba ya realmente furioso. Al igual que todos los débiles de carácter, al perder el dominio de sí mismo, sólo sabía vociferar a sus hijos, ¡Quiero que se vaya esa perra judía! ¡Y también sus cachorros!
—¡No! ¡Son mi familia! ¡Y a veces pienso si no están más cerca de mí que cualquiera de vosotros!
Oí cerrarse una puerta de golpe.
Muller trataba de calmar al padre de Inga.
—Bien, no puede decirse que no la hayamos advertido. Una hermosa muchacha aria mezclada con todos ellos, ¡Condenación! Si al menos la hubieras obligado a aplazar su boda. Habrían aprobado las Leyes de Nuremberg y todo el embrollo hubiera sido ilegal.
—Muller… eres un viejo amigo —oí que decía la madre de Inga—. ¿No dirás nada sobre…?
—¿Vuestros parientes políticos hebreos? Ni una palabra.
Me encontraba escuchando la radio en el estudio. Anna estaba haciendo sus tareas caseras. Ahora que no podía asistir a la escuela pública y que habían cerrado todos los colegios, mi madre hacía las veces de profesor particular, dandolé libros para leer y señalándole deberes para hacer. A mí también me hubiera venido bien estudiar algo. Pero estaba demasiado furioso, excesivamente desconcertado para aprender.
Además, jamás fui una lumbrera como estudiante.
Por la radio, el locutor repetía el último discurso de Hitler. El Führer había llegado al límite de su paciencia con los polacos. Según él, eran arrogantes, pendencieros y habrían de responder ante él. Advertía a Inglaterra y Francia que se mantuvieran al margen.
—Te ha llegado la hora, Polonia —dijo Anna.
Yo estaba de acuerdo con ella.
—Es increíble. Nadie le cree cuando dice que va a hacer todo eso. En cierta ocasión, hojeé Mein Kampf, ¿Por qué nadie le tomó en serio? ¿Cuándo decía todo aquello sobre los judíos y los eslavos?
Mi madre estaba escribiendo una carta con la esperanza de que la recibiera mi padre, en Varsovia. Era un día cálido y sin embargo, llevaba puesto un chal. Parecía haber adquirido un aspecto gris, pálido.
—La gente, cuando está asustada, se engaña a sí misma, Rudi.
—Como nosotros —dijo Anna—. Somos tan estúpidos como esos cretinos de políticos que ceden continuamente.
Inga entró y me hizo una señal. Me levanté del asiento junto a la venta y fui a reunirme con ella en el pequeño vestíbulo.
—Ese cerdo de Muller cree que Karl está en Buchenwald. Voy a ir allí.
—No te dejarán siquiera acercarte a él.
—Lo intentaré. Es mi marido. Me necesita.
¿Acaso te dijo Muller que existiera alguna posibilidad de que le pusieran en libertad?
—No. Pero, de todas formas, iré.
Me quedé mirando su cara afilada y bonita. No tenía más remedio que admiraría. Podía haberse divorciado de Karl, haberle ignorado, revertir a su status de aria para evitarse dificultades.
—Yo también me voy —anuncié decidido.
—¿Conmigo?
—No —le contesté.
A mi madre y a Anna no podía hacerles ningún bien escondido en el apartamento. ¿O acaso sí? Ahora yo era el hombre de la familia. Pero le dije a Inga que estaba convencido de que nos detendrían a todos y seríamos deportados.
Todavía existía un Consejo judío en Berlín, pero cada vez permanecía más callado; estábamos aislados, sitiados. Dije que no dejaría que nadie me detuviera. Al menos, vivo.
Su mirada quedó clavada en la mia como diciendo: «¿Cómo le pasó a Karl?». Pero no pronunció las palabras y yo lamenté mi estúpida bravata. ¿Cómo podía saber lo que haría? No era quién para fanfarronear ante ella sobre mi indiscutible valor. Ella, que había desafiado a su familia casándose con un judío y defendiéndole. Le pregunté por qué.
—Le amo —me contestó.
—Ha de ser por algo más.
—Respeto, afecto. Karl es tan cariñoso, incapaz de hacer daño a nadie. He visto correr mucha sangre con la lucha por las calles…, aquí mismo, en este barrio. Rojos, nazis, todos ellos. Y mi padre, que llegaba todo ensangrentado, los vecinos de este edificio vociferando, peleando. Karl fue, para mí, toda una revelación. No sabía que existieran personas que no comprendían la crueldad, la violencia. ¿Y qué si era judío? Yo siempre he sido dueña de mí misma. —Sonrió—. Verás, Rudi, soy una veterana en eso de fugarme. Lo hice dos veces cuando era niña…, huyendo de este espantoso lugar. Pero no llegué muy lejos.
Le pregunté que si creía que era un cobarde en el caso de que dejara solas a mi madre y Anna. Tras un momento de reflexión, me contestó que no. Se ocuparía de ellas y les brindaría una protección mejor que la mía. Seguramente, yo estaría marcado y tarde o temprano, me cogerían.
Ahora recuerdo aquella conversación y me pregunto si debí haberme quedado. Tamar afirma que fue lo mejor que pude hacer. No habría podido salvar a mamá y a Anna de su destino. Y me hubiera convertido, sencillamente, en otra víctima.
Inga y yo entramos en el estudio.
—¿Dé qué estabais hablando los dos? —preguntó mi madre—. Me parece haber oído mencionar a Karl.
—No, mamá —contestó Inga.
Anna levantó la mirada del libro.
—Quisiera que Karl estuviera aquí. Y papá. Todo esto no sería tan malo si estuviéramos juntos.
—Papá se encuentra bien —afirmó mi madre—. En su última carta dice que las cosas no están tan mal en Varsovia. —Apenas era capaz de contener mi furia ante su ceguera. En Polonia la situación era espantosa—
Papá está muy ocupado en el hospital. Es jefe asociado de Medicina y muy respetado por la comunidad judía.
—Pregúntame sobre fechas, Rudi —me pidió Anna.
Me senté frente a ella con su libreta de deberes donde, con su escritura clara y pequeña, había hecho sus tareas escolares.
Mientras iba comprobando las fechas, pensaba para mis adentros; así son los judíos, ocupándose de historia, cultura, palabras, lecciones, libros, mientras su mundo se desmorona a su alrededor. Acaso, una vez más, me estuviera mostrando demasiado duro con mi propia gente. ¿Qué otra cosa sabíamos hacer más que aprender, ocuparnos de nuestros asuntos, hacer negocios y rezar mientras esperábamos que pasara la mala racha?
Cuando empezaba a leer, el locutor de la radio iba enumerando las nuevas reglas establecidas para los judíos.
Tenían que llevar la estrella amarilla. No podríamos utilizar los transportes públicos. Ningún judío podría beneficiarse de la seguridad social o de cualquiera otra ventaja gubernamental. Las sinagogas quedarían cerradas.
Grité, dirigiéndome a la radio.
—¡Idos al infierno, malditos bastardos!
Mi madre replicó con exasperante calma:
—Eso no sirve de nada, Rudi.
—A mí, sí.
—¿Vas a preguntarme o no? —insistió Anna.
¡Qué lástima me daban mi madre y mi hermana! Creían que la vida seguiría igual… la escuela, el crecimiento, la formación de una familia.
—Bien, bien. Mil quinientos veintiuno.
—Dieta de Worms.
Y la voz de la radio interviniendo de nuevo:
«Todos los documentos y pasaportes judíos deberán llevar estampada una J…,». —Mil seiscientos dieciocho —pregunté.
—Comienzo de la Guerra de los Treinta Años —gritó Anna.
Sí, conocíamos muy bien la Historia, pero no comprendíamos la que estaba forjándose en la actualidad.
La radio proseguía con su retahila:
«Cualquier arma que se halle en posesión de judíos será considerado como un delito grave y podrá ser…».
Mil setecientos setenta y seis.
—¡La Revolución americana!
«En lo que se refiere a la estrella amarilla —proseguía la voz— deberá llevarse en todo momento y si así no se hiciere, será considerado como una ofensa contra el Estado…».
—Mil ochocientos catorce —continué.
Ansiaba matar la voz que llegaba de la radio.
—Derrota de Napoleón.
«Las tiendas propiedad de judíos deberán ser registradas y los propietarios habrán…». Levantándome de un salto, apagué la radio.
Mi madre parecía ausente. ¿O sería aquélla su manera de tratar de infundirnos valor, manteniendo aquella comedia, aquel pequeño drama suyo… de que todo saldría bien si conservábamos la calma y dejábamos pasar la tormenta?
Alzó la vista de su carta. Su rostro, que no hacía mucho apareciera fresco y sin arrugas, estaba demacrado.
Comía poco. Tenia profundas ojeras. Sabía que reservaba la comida para Anna y para mí, que sobornaba a los comerciantes locales, que vigilaba continuamente nuestros pequeños ahorros, preocupada por nuestra salud.
—Es importante que continúes con tus lecciones, Anna —dijo—. Mañana nos dedicaremos al álgebra. Pese a todo, debes prepararte para el porvenir. Y os aseguro que tendréis una vida excelente. Tampoco te vendría mal a ti, Rudi, leer de vez en cuando un libro.
Vi que Anna tenía los ojos llenos de lágrimas. Le di unas palmaditas afectuosas en la mano, pero sin pronunciar palabra.
Aquella noche, mientras dormían, metí en una mochila varios artículos de aseo, ropa interior y algunas otras cosas. De niño había acampado con mucha frecuencia. A Karl jamás le había gustado; él era a quien siempre picaban los mosquitos o tropezaba con la hiedra venenosa. Tenía un viejo cuchillo de guardabosque que mi abuelo me diera y también lo guardé en la mochila.