Holocausto (38 page)

Read Holocausto Online

Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Holocausto
5.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Escúchame —proseguí—. Algún día es posible que la gente cuente falsedades monstruosas sobre nosotros. Lo que hicimos en Polonia, en Rusia. Todo mentiras.

—No les escucharé.

—Intentarán obligarte a escuchar. Cuando lo hagan deberás decir a los chicos que siempre fui un honorable y buen servidor del Reich, que no hice más que obedecer órdenes como cualquier soldado… órdenes de las más altas esferas.

—No permitiré que digan mentiras sobre ti.

Nebe… Ohlendorf… Eichmann… Blobel. Sus rostros oscilaban ante mí, seguros de sí mismos, sin excusas, sin dudas. Recibían órdenes y las ponían en práctica. Alguien preguntó en broma al coronel Biberstein, nuestro anterior capellán, si alguna vez recitaba plegarias por los judíos que estaban a punto de morir y él contestó con mirada divertída: «Sería como echar margaritas a los cerdos».

Ansiaba hablarle de mis camaradas, pero sólo fui capaz de emitir, con voz entrecortada, algunas frases sin sentido sobre Hans Frank fanfarroneando de los millones que iba a despachar, de Hoess que, obedeciendo con todo rigor órdenes, construía su fábrica de aniquilamiento en Auschwitz.

—Tú también tienes que cumplir con tu deber. Así es como saldrás adelante.

—Sí, sí. Hoess es un tipo increíble. Pasó ocho años en la cárcel por asesinato. En interés del Partido, claro. Los judíos le tendieron una trampa. Adora a su mujer y a sus hijos, es un naturalista, le gustan los animales. El alemán ideal. Y, sin embargo, lo que ahora está haciendo…

—¡Calla! No quiero saber nada de ellos. Tú eres mejor que toda esa pandilla. Eres culto, refinado, inteligente. ¡Eres incluso mejor que los más altos!

De repente, empecé a temblar y le pedí que me abrazara. Permanecimos acurrucados en la cama unos minutos. Marta parecía excitada sexualmente, pero me sentía incapaz de responder a su deseo.

—Estás temblando, Erik, amor mío.

—Abrázame fuerte, Marta.

—Jamás debes dudar de ti mismo. Y tampoco de loque haces.

¿Cuánto sabe ella sobre mi trabajo? Algunas de nuestras mujeres lo conocen a fondo. Hoess vive perfectamente en Auschwitz. Otras se mantienen perfectamente ignorantes como buenas Hausfraus alemanas. —La iglesia, la cocina,— los niños— y no hacen preguntas.

En aquel momento sonó el teléfono. Era de la oficina de Heydrich con la noticia de que había resultado gravemente herido en un intento de asesinato y se encontraba en un hospital de Praga. Tenía que presentarme inmediatamente en el Cuartel General.

Esperaba ver a Marta sollozar, gritar, pero, en lugar de ello, me cogió con fuerza por los hombros y dijo:

—Muéstrate agresivo, audaz. Ésta es tu oportunidad.

Me vestí sin decir palabra. Me negaba a creer que Heydrich hubiera muerto. Parecía imposible en aquel hombre de espíritu creativo, vibrante.

—¡Puedes ser su sucesor! —me gritó Marta.

Hitler se refiere a la "muerte de Heydrich como «una batalla perdida». Pero se sospecha que el Reichsführer Himm1er se ha sentido secretamente aliviado. Él fue quien hizo su panegírico durante los funerales y se desbordó en alabanzas. Le calificó de noble, valeroso, honorable, de maestro y educador. Siguió al féretro precisamente detrás de la viuda de Heydrich, llevando de la mano a sus hijos. Más adelante se ha dicho que Himmler confió a alguien «haberse sentido algo cómico al llevar de la mano a dos mestizos»… haciéndose eco de los rumores de que Heydrich tenía sangre judía.

Ahora ya no tengo protector ni jefe. En muchos círculos se pensaba que, una vez terminada la guerra y cuando Hitler estuviera dispuesto a retirarse, Heydrich sería el sucesor lógico, debido a su inteligencia e imaginación, muy superior a la de todos los demás. Ahora todo ha terminado, y mucho me temo que también para Alemania.

RELATO DE RUDI WEISS

Lentamente empezaba a formarse en Varsovia la Organización de Lucha Judía.

Mi tío Moses se había entregado a ella en cuerpo y alma. Era uno de los hombres de más edad, en la cincuentena. Jamás se había mostrado audaz, era de un humorismo tranquilo, pero se consagró enteramente a la gente más joven, los sionistas y los activistas políticos. Mi padre también prestó su apoyo a los luchadores de la resistencia, aun sin revelarle demasiadas cosas a mi madre.

Creo haber mencionado anteriormente a un muchacho llamado Aarón Feldman, alumno de mi madre en la escuela del ghetto. Ese muchacho, de unos trece años, delgado pero fuerte, bajo de estatura, intrépido, había sido experto contrabandista y también se incorporó a la resistencia. Su conocimiento de los túneles, los caminos, los agujeros en el muro, los horarios y sectores a los que pertenecían los diversos centinelas —Policía del ghetto. Policía polaca, SS— resultó de incalculable valor.

La necesidad primaria de la resistencia eran las armas. Y por ello se establecieron contactos con grupos de resistencia polacos fuera del muro para ver si podían colaborar con nosotros.

El tío Moses se ofreció voluntario para seguir al joven Feldman hasta el sector «ario» para comprar las primeras armas, contacto que ya se había llevado a cabo a través de mensajes. (Si te cazaban fuera del muro, la pena era de muerte inmediata a manos del pelotón de fusilamiento). Moses llevaba consigo un paquete de medicinas. Su excusa sería la de estar realizando una obra de misericordia, llevando medicinas para amigos gravemente enfermos. Aquello no le habría salvado, pero era preferible a no dar excusa alguna.

Mi padre intentó disuadirle.

—Eres demasiado viejo para eso.

—Demasiado viejo para cualquier otra cosa —adujo Moses—. Si acaban conmigo, la única que perderá será la farmacia moderna.

—En marcha —dijo Zalman.

Y de esa manera Moses se sumergió con el muchacho en la noche.

Subieron escaleras y llegaron hasta los tejados, descendieron por escalerillas de incendios, se escondieron detrás de los cubos de basuras. Hubo un momento en que se detuvieron, al pasar traqueteando junto a ellos la carreta de la muerte diaria, cargada con una docena de cadáveres esqueléticos. La comida escaseaba. La gente tenía que mirar por sí misma. ¿Quién sería capaz de condenarlos? Los alemanes tenían prisioneros a medio millón de personas en el área de Varsovia destinada sólo para veinticinco mil. Vivían nueve o diez en una habitación, se contagiaban unos a otros el tifus y el cólera, esperaban la muerte.

Aarón sabía cómo evitar a un policía que hacía su ronda, dónde encontrar el lugar más próximo para esconderse, bodega, cabaña abandonada, montón de basura.

Por último, pidió a Moses que le ayudara a levantar una gran losa del pavimento en una calle lateral, y luego otra. Apenas quedaba sitio para que los dos se introdujeran por allí. Volvieron a colocar las losas. Caminaron durante unos diez minutos, y Moses se dio cuenta de que estaban pasando por debajo del infamante muro al distrito cristiano de Polonia. Hubo un momento en que el muchacho pareció perderse, se mostró confuso, y Moses, según dijo a Eva después, pensó, por un instante, que no podrían salir de allí y se ahogarían en el túnel o vagarían por él hasta morir de hambre. Pero, de repente, Aarón se detuvo e indicó una herrumbrosa tapa de metal.

—Arriba —indicó el muchacho—. Esto sale arriba. Empuje.

Ambos concentraron todas sus fuerzas en la tapa de metal que empezó a ascender lentamente. Moses comprendió que el muchacho había utilizado con frecuencia aquel paso.

Con un estruendo que aterró al hombre de más edad, la tapadera fue empujada a un lado, y los dos se izaron hasta salir a la calle lateral pavimentada de adoquines. Se encontraban fuera de los muros del ghetto.

—Al otro lado —comentó Moses—. Supongo que has estado aquí muchas veces.

Pero el muchacho no le prestaba atención. Con el sexto sentido que había adquirido a través de años huyendo, cogió a Moses por la manga y lo arrastró hasta un zaguán. Permanecieron allí ocultos en la oscuridad. Un segundo después un coche patrulla de la SS circuló despacio, enfocando sus ocupantes las linternas hacia los zaguanes, las callejas y las tiendas. Luego siguieron su marcha.

—¿Cómo sabías que llegaban? —preguntó Moses.

—Puedo olerlos.

Mi tío no supo si Aarón bromeaba o no.

Más callejones y pasajes ocultos. Y, finalmente, un edificio de apartamentos, Aarón condujo a mi tío a través del zaguán y luego bajaron unos peldaños hasta una puerta, la de un apartamento en el sótano.

Llamó cuatro veces con los nudillos.

Se abrió la puerta y un joven polaco, a quien mi tío recordaba como miembro activo de grupos patrióticos, les hizo entrar. Se llamaba Antón. En la habitación se encontraba otro hombre de más edad, cuyo nombre Eva no podía recordar.

—Usted es Antón —dijo el tío Moses.

—Sí. Y no quiero saber quién es usted. Pero a él le conozco. —Señaló al muchacho de las grandes orejas, cubierto con un abrigo tres veces su tamaño—. Le he visto por aquí.

—Sí. Se conoce el camino —repuso Moses—. Bien. Aquí está el dinero.

Entregó a Antón un grueso sobre.

Antón lo contó. Luego, sacó una caja de madera y la puso sobre la mesa.

Moses levantó la tapa. Dentro había únicamente un revólver, un arma a todas luces antigua.

—Me dijeron que tendría una docena —protestó mi tío.

—Un revólver. Es todo lo que hemos podido obtener.

—Le he entregado dinero por valor de doce.

—Les debemos los otros —arguyó Antón.

—Esto no es justo. Devuélvame el resto del dinero. Hicimos un trato.

—Y todavía sigue en pie. Si no quiere el revólver, déjelo aquí. Mi palabra es buena. Cuando tengamos más armas, las recibirá usted.

Moses comprendió que no le quedaba otra elección. Alzó los brazos.

—¿Por qué no nos ayudan más? Tenemos un mismo enemigo. Los alemanes no ocultan los planes que tienen para ustedes. Se convertirán en esclavos suyos, sólo un peldaño por encima de los judíos. Sé que en el pasado no sentían realmente simpatía por nosotros. Pero ahora…

Antón no replicó en absoluto.

Aarón tiraba de la manga de Moses como diciéndole:

Aquí no tenemos nada que hacer. Vámonos.

—Les ayudaremos a luchar contra los alemanes —suplicó Moses—. Si nos unimos, podremos expulsar a los alemanes, ayudar a los Aliados.

Antón le miraba como si le diera lástima.

—Pero los judíos no luchan —replicó el polaco—. Usted sabe que es así. Ustedes saben hacer dinero, dirigir negocios, rezar mucho. Pero no luchan.

—Ahora lo haremos —repuso Aarón—. Ya lo verá.

El polaco le dio una palmadita en la cabeza, e1 primer gesto de humanidad que Moses observara en él.

El polaco de más edad habló.

—Váyanse los dos. Cuanto más tiempo estén, más peligro corremos todos.

Volvieron al ghetto de la misma forma que salieron, expuestos constantemente al peligro. Pero Aarón conocía los caminos secretos y llegaron al cuartel general de la resistencia con su único revólver.

Unos días después, Mordechai Anelevitz reunió a un grupo de gente de la resistencia en su escondrijo secreto.

Los más importantes eran las juventudes sionistas, chicos y chicas que ya casi habían pasado la adolescencia.

La gente mayor, el tío Moses, mi padre, Zalman, Eva, se encontraban sentados junto a la pared observando. El propio Anelevitz era un sionista convencido, que fue líder de un grupo denominado «Hashomer Hatzair» durante muchos años. Pero ahora ya no le interesaba la política. Su único objetivo era el de preparar soldados, luchadores: Con un solo revólver.

En pie frente a los jóvenes, les mostró cómo se manejaba un arma: gatillo, cañón, recámara.

Luego se quedó mirando a los chicos y las chicas.

—¿Quién será el primero?

Se adelantó un muchacho. No tendría más de dieciséis años.

—Podría ser Rudi —recuerda Eva que oyó decir a mi padre.

En la pared del fondo había un recorte en papel remedando a un soldado alemán… casco negro, guerrera, una gran swastika.

Anelevitz hizo que el muchacho se colocara frente al blanco y le puso el revólver en la mano.

—Observa por encima del cañón. Hay una pequeña mira que debe encontrarse exactamente entre la V. La parte superior de la mira debe coincidir con el blanco.

El muchacho alargó el brazo.

—Aspira hondo y manténlo firme —aconsejó Anelevitz—. Luego no sueltes el gatillo con fuerza. Hazlo lentamente, como si no supieras cuándo va a disparar.

El muchacho siguió sus instrucciones. Todos le observaban atentos. Apretó el gatillo y, naturalmente, no pasó nada, salvo un fuerte clic. No disponían de una sola bala.

Pero todos lanzaron vítores y aplaudieron.

El tío Moses dijo a mi padre.

—Ahí tienes un ejército judío. Un arma, ninguna bala y un montón de opiniones.

—Es un comienzo —declaró mi padre.

DIARIO DE ERIK DORF.

Auschwitz Octubre de 1942.

Desde la muerte de Heydrich, me encuentro, en cierto modo, suspendido de empleo. Himmler, temeroso de encontrarse con otro rival, no ha nombrado a nadie como sucesor y trata de dirigirlo todo personalmente: los transportes, los campos de trabajo, las nuevas instalaciones.

Hoy estuve en Auschwitz, la antigua ciudad polaca de Osweicim. Será el circo principal para la solución final.

Se encuentra cerca de un nudo ferroviario, en la línea principal. A su alrededor se extiende todo un complejo de fábricas de material de guerra… «l.G. Farben», «Siemens» y otras.

Rudolf Hoess, el comandante en jefe, escuchaba atentamente mientras Himmler desenrollaba un inmenso mapa y le exponía sus deseos.

—Se duplicará la extensión de Auschwitz. Y habrán que ampliar inmediatamente estos nuevos sistemas.

Los sistemas eran ingeniosos… una zona de espera, grandes habitaciones revestidas de azulejos destinadas a la acción efectiva, cínturones de conducción para llevar los cuerpos a los hornos. Naturalmente, ya se encontraban en acción, pero a escala reducida.

—¿Dónde se obtendrá la mano de obra? —preguntó Hoess.

—Dispondrá de más mano de obra de la que pueda manejar. Se establecerá un proceso de selección. A los judíos que parezcan capaces de trabajar se les eximirá de las tareas menores, limpieza, sanidad, y así sucesivamente. A los inútiles, los enfermos, los tullidos y los niños se les podrá enviar inmediatamente desde la zona del ferrocarril a la planta de despiojamiento.

Other books

Things I Can't Forget by Miranda Kenneally
Taggart (1959) by L'amour, Louis
Dark Creations: Dark Ending (Part 6) by Martucci, Jennifer, Martucci, Christopher
Hundred Dollar Baby by Robert B. Parker
Swimming in the Volcano by Bob Shacochis
Tex Appeal by Kimberly Raye, Alison Kent