—¿Gitanos?
—Buchenwald está lleno de ellos. Traen de cabeza a los guardias porque no trabajan. Los SS ordenaron ayer que se sepultara a dos de ellos vivos. Cuando los sacaron, tenían la lengua fuera como salchichones.
Seguidamente, Weinberg mostró a Karl la estrella amarilla de seis puntas.
—Ya sé lo que es eso —dijo mi hermano—. Pero ¿y esto? Cogió un retrato de tela en la que había grabadas cuatro letras: BLUT.
—¡Idiotas, cretinos, retrasados mentales! —exclamó Weinberg.
—Pero…, ¿qué crimen pueden haber cometido?
—Se considera que carecen de utilidad para el Estado. Tendrías que ver la forma en que los guardianes se divierten con ellos… burlándose, regañándoles. Algunos guardias se llevan a mujeres retrasadas mentales y hacen porquerías con ellas.
—No puedo creerlo.
—¡De verdad! Escucha, he oído contar ciertas historias.
No lejos de aquí hay una casa adonde se llevan a los desechos humanos. Medio tontos, cretinos, tullidos. Les dan muerte con gas.
—¿Gas?
—Un tipo del sector de camiones me ha jurado que es verdad.
Llegó el kapo y les obligó de nuevo a callarse, amenazando a Karl con su cachiporra. Los kapos llevaban capas y chaquetas oscuras a diferencia de los trajes a rayas de los prisioneros. Todo el mundo les odiaba.
De repente, a través del altavoz empezó a escucharse música. No música de disco, sino música auténtica, interpretada por la orquesta de Buchenwald.
Weinberg guiñó un ojo a Karl.
—Media Filarmónica de Berlín está aquí. A los guardias les gusta la buena música. Alemania se irá al infierno escuchando Das Rheingold (El oro del Rin).
Una mañana de marzo de 1939, mi madre y yo escuchamos voces abajo. Como es natural, el consultorio de mi padre hacía meses que estaba cerrado. Ni siquiera imaginamos quién pudiera ser.
Seguí a mi madre hasta el viejo consultorio —ella le quitaba el polvo todos los días, lo mantenía limpio con la vana esperanza de que algún día el doctor Josef Weiss reanudara su práctica médica— y abrimos las puertas.
Un hombre alto, con la cabeza rasurada y lentes montados al aire, hacía inventario y removía las cosas, ayudado por dos trabajadores.
El individuo rasurado se inclinó dando un taconazo.
—Buenos días, señora Wéiss. Soy el doctor Heinzen. He sido asignado para ocuparme del consultorio de su marido. ¿Recuerda mi llamada telefónica? Las llaves, por favor.
Mi madre me envió a buscarlas. Podía oír a Heinzen comprobando el equipo de mi padre.
—Rayos X… metabolismo basal… diatermia… autoclave… Volví con el llavero y se lo entregué a mi madre, quien, a su vez, se lo alargó al doctor Heinzen.
—Aquí están todas, doctor. Del consultorio, de la entrada principal y trasera, del garaje y del sótano.
—Es usted muy amable.
—No puedo decir lo mismo de su gente.
—Le pido perdón por estas maneras tan bruscas…, sin embargo, era una lástima que este consultorio y este equipo permanecieran sin rendir utilidad alguna. Conocí a su marido como médico y le aseguro que, personalmente, lo lamento.
—Le conoció antes de que le despidieran del Hospital Central de Berlín.
—Nuevos tiempos, nuevas costumbres, señora. Yo pertenezco al Partido y éste me ha ordenado que me haga cargo del consultorio y de la casa.
La mirada de mi madre centelleaba.
—¿Y qué me dice de la indemnización por todo esto?
—La junta médica del Partido está estudiando el caso.
Mamá le entregó una hoja de papel en la que había una dirección y un número de teléfono. Era la del viejo estudio de Karl, el apartamento de Inga.
—Por si tiene alguna noticia que comunicarnos, doctor Heinzen.
Éste hizo una inclinación.
—Será la primera en enterarse, señora.
Me sentí incapaz de soportar aquello por más tiempo.
—Nos están robando, mamá. Son unos granujas. Eso es lo que son todos ellos.
Avancé un paso en dirección a Heinzen. Se me quedo mirando como si temiera que me hubiese vuelto loco.
Los dos obreros dejaron de mover el escritorio de mi padre y levantaron la mirada.
—Por favor, Rudi —dijo mi madre—. Coge el diploma de tu padre.
Pasé junto a Heinzen, y tras descolgar dela pared el diploma de papá, me fui de allí.
Aún seguían comprobando cuanto había pertenecido a mi padre, dispuestos a robarlo todo. Podía oír la voz de Heinzen:
—Fluoroscopio… centrífuga… lámpara ultravioleta…
Pasamos todo el día empaquetando nuestras cosas, En el apartamento de Inga había poco espacio y sólo nos llevamos lo estrictamente necesario. Anna, mamá y yo nos encontrábamos sentados en la sala en penumbra. Sabía que jamás volveríamos a vivir en aquella casa de Groningstrasse. Me parecía oír la voz de mi hermano, cuando le gastaba una broma pesada. «Eh Rudi ¿Has escondido mis pinturas? Las necesito…».
—¿No podemos llevarnos el piano, mamá? —preguntó Anna.
—Tal vez más adelante, Anna. Inga tiene muy poco sitio.
—Entonces toquemos por última vez juntas.
Mi madre y mi hermana se sentaron al piano y empezaron a tocar Lorelei. Oí a Anna que decía:
—¿Te acuerdas cómo cantamos todos esto en la boda de Karl, mamá?
Los sonidos del piano parecían más profundos, resonando en toda la casa. Ahora, en cierta manera, lo odiaba. En cierto modo, fue el «Bechstein» y todo cuanto simbolizaba lo que nos había retenido en Berlín. Gozábamos de prosperidad, nos sentíamos seguros, éramos gente con piano. ¿Quién sería capaz de hacernos daño? (Ahora soy un kihbutznik, un hombre que virtualmente no posee nada, que hace entrega de su escaso sueldo a la comuna. Me doy cuenta de lo poco que la gente necesita para salir adelante, lo destructivas que pueden ser las cosas materiales. No quiero decir que la pobreza o el hambre ennoblezcan; muy lejos de ello. Pero ¿convertirse en esclavos de cosas? ¿Expresar la vida propia en términos de pianos y abrigos de pieles? Acaso esto explique, tan sólo en parte, cómo llegamos a cegarnos nosotros mismos). Habíamos dicho a los abuelos que estuvieran vestidos y preparados para marcharnos a las cuatro de la tarde. Yo conocía al abuelo… el viejo militar. Ya estaría dispuesto.
Llamé a su puerta, pero no me contestaron.
Entré en la habitación. Estaba a oscuras, con las cortinas echadas.
—Es hora de irse, abuelo —anuncié.
Por un momento pensé que dormían. Pero estaban completamente vestidos. El abuelo llevaba su traje oscuro, su camisa de cuello de pajarita y una corbata negra. La abuela, un vestido de terciopelo negro. Ambos yacían tranquilamente sobre el lecho, enlazados.
Me acerqué a la mesilla de noche y vi abierta una botella de un marrón oscuro. La olfateé. Exhalaba un extraño olor dulzón, como de melocotones podridos. Entonces cogí un espejo del tocador y se lo acerqué a sus bocas. Ni el menor aliento: estaban muertos.
Maldecí la condenada música, al condenado piano e incluso sentí deseos de odiar a mi madre, de odiar a mi padre por haberse engañado a sí mismos durante tanto tiempo, Inclinándome hacia los abuelos, les besé en las mejillas, pensando en cómo podría decírselo a mi madre. Acaso, reflexioné, los ancianos habían elegido la única salida posible. Y no fueron los únicos. Aquel invierno, después de la Kristallnacht, miles de judíos eligieron el suicidio. Para ellos se había esfumado toda esperanza.
DIARIO DE ERIK DORF.
Viena Julio de 1939.
Un día maravilloso, Heydrich me ha enviado a Viena para que hable con Adolf Eichmann, que dirige el programa de la «reinstalación» judía en Austria y en los nuevos territorios de Bohemia y Moravia, el llamado «protectorado» de lo que una vez fuera Checoslovaquia.
Un hombre encantador. Delgado, moreno, de modales corteses e indiferentes, pero con una mirada intensa.
Afirma conocer a fondo el problema judío. Me dijo que había pasado algún tiempo como una especie de agente en Palestina y que habla algo de yidddish y hebreo.
—Los comprendo —me dijo—. Se les ha preparado para obedecer, para amoldarse, para doblegarse. Pues bien, los doblegaremos.
Me explicó, no sin un toque de humor, que manejaba a los judíos de Austria (y en adelante haría lo mismo con los judíos checos) como si se tratara de una fábrica.
—Imagínese el gran edificio de la fábrica, Dorf —explicó Eichmann—. Por un extremo entra un judío, con todas sus posesiones, sus cosas de valor, su primogenitura. Le sometemos a proceso como podríamos hacerlo con un cerdo o un pollo, y sale desplumado, despojado de todo, poseedor tan sólo de una orden para que se vaya de Austria o acepte un billete para uno de nuestros campos.
Aquella conversación tuvo lugar en el delicioso Prater, ese inmenso, bello y florido parque. Heydrich se mostró muy amable al dejar que llevara conmigo a Marta y los niños para unas vacaciones estivales y todos estamos disfrutando con esta atmósfera mágica. (Eichmann, siempre cauteloso, no hace comentario alguno sobre el problema judío en presencia de mi familla). —¿Más helado? —preguntó a Peter y Laura.
Marta ordenó a los niños que contestaran:
—No, gracias.
Así lo hicieron. Siempre se mostraba firme respecto a los buenos modales.
Laura, con el rostro arrebolado por la excitación, preguntó:
—¿Podemos montar ahora en el carrusel, mamá?
A nuestro alrededor vendedores de globos, hombres que vendían molinos de viento y flautas de juguete, vendedores de flores, niñeras empujando los cochecitos. Todos formando una muchedumbre colorista. Era algo realmente encantador. Comprendo por qué el Führer quería Austria. Pertenece a Alemania. Es nuestra.
—Laura, me temo que los pasteles y el helado van a empezar a dar vueltas y más vueltas en tu barriguita —dijo Marta.
No había terminado aún cuando Peter y Laura empezaron a corear que querían dar una vuelta en el carrusel.
Por lo general, nos mostramos severos con ellos, pero hoy era un día especial.
—Ve con ellos —dije—. Este es un día propio para niños.
Eichmann sonrió.
—Y si se ponen enfermos, señora Dorf, les proporcionaré gratis atención médica.
Una vez que Marta y los niños se hubieron marchado —Marta lamentándose de que tendría que hacer reposo después de que los chiquillos se hubieran cansado de dar vueltas—, Eichmann me dirigió una mirada amable y comprensiva.
—¿Está enferma su mujer?
—Un ligero soplo cardiaco. Se fatiga con facilidad, pero, por lo demás, se encuentra perfectamente.
Me preguntaba cómo había podido saber que estaba enferma.
—Una mujer encantadora —prosiguió—. Estoy muy contento de que Heydrich le enviara aquí. Berlín aprecia en alto grado mi operación. Horario de trenes, almacenaje, elaboración. Tiene que ver nuestras existencias de hermosa porcelana china antigua, plata, antigüedades. Una habitación repleta de «Steinway» y «Bechstein».
Todo ello propiedad del Estado, naturalmente.
—No tenía idea… —Hímmler es muy estricto, respecto al saqueo, a los beneficios personales. Excepto en lo que se refiere a algunos de nosotros que disfrutamos de los privilegios del rango.
Un tipo más bien enigmático este Eichmann. ¿Creerá de veras que el apoderarse de las propiedades judías es privilegio de aquellos que ocupamos los altos cargos de la SS? No estoy seguro. Tiene unos ojos intensos, centelleantes, y me resulta difícil averiguar si en ocasiones se está mostrando sarcástico y burlón o si la intensidad de su mirada se debe a su fervor y devoción.
He llegado a aprender que el halago resulta siempre un instrumento útil con mis superiores, así que le he felicitado repetidamente por los informes que cursa a Berlín. Ahora, integrada Checoslovaquia, será responsable de otro cuarto de millón de judíos. Eichmann es tan susceptible al halago como Heydrich. Habla con entera libertad de sus inteligentes métodos para atraerse a los judíos, para registrarlos. No se les amenaza. Se les promete una nueva instalación, trato justo. Eichmann afirma que es la miel y no el ajo lo que atrae tanto a las moscas como a los judíos, Le pregunté que cómo justificaba la expropiación de todas aquellas propiedades. Se echó a reír. ¡Bah, era muy sencillo! Se conservaban sus posesiones «en depósito» hasta que la situación internacional se serenara.
—Pero ¿es que podían creer eso? —pregunté. De nuevo sus ojos se iluminaron con aquel frío centelleo.
—Se lo creen porque no les queda otro remedio —contestó—. No tienen armas, ni poder para resistirse, como tampoco Prensa o abogados en el Gobierno.
Estuve a punto de decir que, entonces, se convertía en cuestión de forcé. Pese a toda la «psicología» de Eichmann y su supuesto conocimiento de hebreo, yidddish y costumbres judías, el hecho inconmovible era que teníamos sobre ellos poder de vida o muerte. Pero no se lo dije.
—Y por mi parte, me limito a obedecer órdenes —afirmó—. Sencillamente obedezco órdenes. Un bon soldat. ¿Entiende el francés, Dorf?
—¿Cómo lo sabe? —Lo he visto en su expediente. Siempre que puedo echo un vistazo al historial de cada uno. Ayuda mucho.
Durante un instante fugaz me sentí incómodo. ¿Por qué habría de examinar mi expediente? Observó en mi cara el desconcierto.
—Padre, Klaus Dorf —prosiguió Eichmann—. Panadero en Berlín. Se suicidó con su «Luger» de la Primera Guerra Mundial, en 1933, cuando su negocio se vino abajo. Al parecer, hubo un tiempo en que fue socialista.
—¡Qué me maten!
—Cursó sus estudios en la Facultad de Derecho. Excelente estudiante, pero algo reservado. Esposa, nacida Marta Schaura, perteneciente a una familia de Bremen. Gente de iglesia.
Debí de ponerme pálido, empezar a sudar ligeramente. Sabía mucho sobre mí, acaso más de lo que dejaba entrever. No es que tuviera nada que ocultar. Pero resultaba algo enervante saber que Eichmann, mi genial y generoso anfitrión, se había tomado la molestia de informarse tan ampliamente sobre mí. A decir verdad, me sentía ligeramente atemorizado. Aquel día feliz en el Prater estaba adquiriendo un ligero regusto de pesadilla.
Eichmann debió de percatarse del cambio en mi expresión. Me dio una palmada en la bota asegurándome que no había querido molestarme, ni mucho menos. Considerando que la SS tenía a su cargo una operación policial y de seguridad, era evidente que había de conocer bien a sus propíos miembros. La Gestapo, la SS, la SD, la RSHA, todas las secciones especializadas debían vigilarse mutuamente. —Así es como logramos sobrevivir, Dorf —me aclaró. Le repliqué que no era mi intención sobrevivir de esa forma, sino más bien por una absoluta fidelidad a Heydrich, el hombre más inteligente que jamás conociera.