—No debe acudir a mí para que le ayude.
—¿Ni siquiera basado en unas antiguas relaciones doctor-paciente? Siempre pensé que sus padres eran gente honrada.
Y tengo motivos para creer que me respetaban.
Sacudí la cabeza.
—No tengo nada personal contra usted. Pero siga mi consejo y váyase.
Cuando salía, oí que, en alguna parte de la casa, estaban tocando el piano. Creo que mi padre mencionó en cierta ocasión que la mujer del doctor era una consumada pianista. Interpretaba a Mozart.
RELATO DE RUDI WEISS.
En noviembre de 1938, aún seguíamos en Berlín. Considerándolo retrospectivamente, me resulta difícil culpar a mi madre. O a cualquier otro miembro de nuestra familia. Nos quedamos. Y sufrimos por ello. ¿Quién, salvo unos pocos, eran capaces de comprender los horrores que nos esperaban?
Recuerdo las interminables discusiones; Quedaos. Marchaos. Mejorará la situación. Tenemos un amigo aquí. Cierta influencia allá.
Un día, mi madre y mi hermana Anna estaban interpretando un dueto de Mozart, cuando mi padre subió presuroso las escaleras. Conocía sus pasos. No era un hombre alto, pero sí fuerte. Dejó que mi madre y Anna terminaran la partitura que se encontraba en el atril del «Bechstein», y luego aplaudió. Anna simuló estar enfadada. Se trataba de una partitura nueva que había aprendido y querían que constituyera una sorpresa en el cumpleaños de mi padre.
Me encontraba sentado en un rincón de la sala de estar, leyendo la página de deportes. Desde mi infancia, fue la única sección del periódico que me interesaba. Mis padres, fastidiados ante las bajas notas que recibía en la escuela, solían decir que había aprendido a leer sólo para enterarme de los goles que se metían o qué equipo ganaba el campeonato.
—Ha sido maravilloso —dijo mi padre. Besó a Anna—. Y aún me gustará más el día de mi cumpleaños. Algún día serás una pianista aún mejor que mamá. —Le acarició el pelo—. Mamá y yo tenemos que hablar, cariño. ¿Queréis dejarnos un momento solos?
Anna hizo un mohín.
—Apuesto a que sé de qué se trata. —Y remedó con un sonsonete—: ¿Nos vamos? ¿Nos quedamos?
Finalmente, a mí se me permitió formar parte de la reunión. Acaso pensaron que ya tenía edad suficiente para escuchar. Mi padre llenó su pipa y sentóse en el taburete del «Bechstein».
—¿Recuerdas a la familia Dorf? —preguntó a mi madre.
—El panadero. Los que te debían todo aquel dinero y luego se mudaron sin pagar siquiera sus facturas.
—Su hijo acaba de estar aquí.
—¿Para pagar las antiguas deudas?
—Nada de eso. El joven Dorf es oficial del Servicio de Seguridad. Vino para advertirme que prescindiera de los pacientes arios y aseguró que debería salir del país.
Hice como si toda mi atención estuviera fija en los deportes, pero no perdía palabra. Mi padre parecía sorprendido, más preocupado de lo que jamás le viera.
—Debimos habernos ido hace tres años —dijo—. Tan pronto como se casó Karl. Cuando teníamos oportunidad.
Mi madre se apartó el pelo.
—¿Quieres decir que he sido yo la culpable de que nos quedáramos, Josef?
—Nada de eso, querida. Nosotros… fue una decisión de ambos.
—Yo te convencí. ¿No es así? Dije que era mi patria tanto como la de ellos. Y aún sigo creyéndolo. Sobreviviremos a esos bárbaros.
Mi padre intentó cargar con parte de la responsabilidad. Los judíos que se habían quedado necesitaban asistencia médica; tenía un trabajo que hacer. Pero tanto mamá como yo sabíamos que estaba fingiendo y además, no muy bien. Había sido la férrea voluntad de ella la que nos había retenido allí.
—Quizá todavía estemos a tiempo —proseguía diciendo mi padre—. Inga dice que ese muchacho del departamento de ferrocarriles acaso pueda arreglar algo. Mi madre sonrió.
—Sí, es posible que podamos volver a pedírselo. Pero la última vez quería una fortuna como soborno.
Mi madre se levantó del taburete. Acarició la superficie pulimentada del «Bechstein». Era suyo. Había pertenecido a su familia.
—Sobreviviremos, Josef —dijo al cabo—. Después de todo, ésta es la patria de Beethoven, Mozart y Schiller.
Mi padre suspiró.
—Por desgracia, ninguno de ellos se encuentra hoy día en activo.
Salí sin decir nada. Mi padre tenía razón. Experimentaba la sensación de que habíamos esperado demasiado.
Aquella tarde quedó confirmada esa impresión. Me había puesto mi camiseta verde y blanca, así como las espinilleras, dirigiéndome luego al campo de fútbol local para jugar un partido contra un equipo de otro barrio, los «Vagabundos». A nosotros nos llamaban los «Vikingos». Yo era uno de los jugadores más jóvenes del equipo y también uno de los mejores. Jugaba de medio izquierda o medio centro, y el año anterior había figurado como máximo goleador de la Liga. En ella participaban algunos otros jugadores judíos, pero la habían abandonado. A mí me permitieron quedarme, supongo que porque era demasiado bueno. Además, no soportaba impertinencias de nadie. Sólo una vez me llamaron kike o «chico judío». No sólo era capaz de atravesar todo el campo con el balón en los pies, eludiendo a media defensa, sino que, cuando me veía obligado, también sabía hacer uso de mis puños. Y mis compañeros de equipo solían respaldarme casi siempre.
Aquel día, un chicarrón de los «Vagabundos», un zaguero llamado Ulrich, me puso deliberadamente la zancadilla cuando avanzaba. Le había sacudido algunas veces y al parecer, no le gustó. Cuando me puse en pie, me golpeó. Pronto tuvieron que separarnos, pero le había golpeado en el estómago y le había hecho daño.
Hans Helms, el hermano pequeño de mi cuñada Inga, que jugaba con los «Vagabundos» como extremo derecha, trató de convencer a Ulrich de que se dejara de tonterías y jugara al fútbol. Pero me percaté de que se avecinaban nuevas dificultades.
Hubo que lanzar una falta. Ulrich y Helms avanzaron con el balón hacia nuestra portería. Corté su avance limpiamente y me lancé con la pelota hacia delante cuando Ulrich me golpeó por detrás. Esta vez, me levanté en plan agresivo y tuvieron que separarnos de nuevo.
—Me ha puesto la zancadilla —grité al arbitro—. ¿Por qué no pitó falta?
La nariz de Ulrich sangraba. Le había sacudido un derechazo antes de que pudieran separarnos.
—¡Maldito kike! —farfulló—. Nadie como un kike para jugar sucio.
Traté de soltarme de ellos. Hans Helms era uno de los que me sujetaban.
—Vale más que se retire, Weiss —me aconsejó el arbitro.
Miré a mis compañeros esperando que alguno de ellos, ¡al menos uno!, saliera en mi defensa. Pero todos permanecían callados. Nuestro capitán levantaba el polvo con la punta de la bota. Era incapaz de mirarme de frente.
—He jugado este año en todos los partidos —dije—. ¿Por qué habría de abandonar?
—No queremos judíos —declaró Ulrich—. No jugamos contra ellos.
—Ven afuera y repítelo —le contesté—. Nosotros dos, Ulrich.
En mi fuero interno, me sentía realmente furioso.
—¿Por qué no me respaldaba mi equipo? ¿Por qué me dejaban solo?
El arbitro se encaró conmigo. Yo pugnaba por soltarme.
—Queda suspendido por pelear, Weiss. Váyase a casa.
Una vez más intenté apelar a mis compañeros, chicos con los que había jugado por dos motivos: me respetaban. Y sabían que era un buen jugador, uno de los mejores. En cierta ocasión, un crítico deportivo había dicho que algún día llegaría a ser profesional. Pero ni una palabra.
Hans Helms trató de mostrarse amable, pero no hizo más que empeorar las cosas.
—La Liga quería prescindir de ti el año pasado, Rudi. Pero hicieron una excepción.
—Al diablo con todos ellos —repliqué, dando media vuelta.
Oí sonar el silbato, los gritos, el encontronazo de los cuerpos al reanudarse el partido sin mí. Sabía que jamás volvería a jugar.
Tenía morado el ojo derecho y una herida debajo de la oreja izquierda, recuerdos de la pelea.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mi padre.
Se estaba lavando en la clínica, tras haberse retirado ya el último paciente. Olía a desinfectante.
—Un chico inició una pelea conmigo —contesté.
No le dije que me habían expulsado del equipo como tampoco que había dado un puñetazo en las narices a Ulrich y desde luego, no le informé de que el hermano de su hija política pertenecía al equipo contrario. Me dominaba una ira ciega. Ni mi padre, ni nadie más de mi familia era capaz de sentir de forma semejante, y por extraño que parezca, estaba casi tan furioso con ellos, por inclinarse, doblegarse, por negarse a luchar.
—Sabes que a tu madre no le gusta que te pelees —observó.
—Ya sé que no le gusta. Pero, si alguien me da un golpe, siempre se lo devolveré.
Movió la cabeza. Papá siempre fue un hombre apuesto. Alto, erguido, de facciones correctas. Ahora parecía como si cada día se inclinara un poco más, y en su rostro surgían las arrugas.
—Bien. Más vale que vayas a lavarte. Hoy vienen a cenar Inga y Karl.
—Apuesto a que sé de qué vamos a hablar.
Me cogió por el brazo. El olor a desinfectante era aún más fuerte. Cuando llegaba cojeando me vendaba el tobillo, me curaba las heridas. Solíamos bromear diciendo que, si alguna vez llegaba a fracasar como médico, siempre podría ser un formidable entrenador de un equipo de fútbol. —¿Quieres que te ponga un poco de yodo ahí? —me preguntó indicando el corte.
—No. Ya he tenido otros muchos. Así que puedo hacerlo yo. Gracias papá.
Aquella noche, la cena fue una de las más tristes que recuerdo.
La misma conversación, iguales discusiones. Por qué no nos fuimos en 1933, o al menos, después de que se casara Karl. Mi pobre padre estaba deslumbrado ante mi madre. Era muy hermosa, una verdadera dama. Hoch-deutsch, solía llamarla. Una familia cuyos antepasados fueron «judíos cortesanos», amigos de príncipes y cardenales. ¿Y quién era Josef Weiss, de Varsovia? Su padre tenía una pequeña farmacia de la que ahora se ocupaba mi tío Moses. Habían ahorrado cada penique y pedido prestado para que mi padre pudiera asistir a la Facultad de Medicina. Fueron los padres de mi madre, los Palitz, quienes, a pesar de las objeciones a que su hija se casara con un Judío polaco, le ayudaron a abrir la clínica.
Inga y Karl habían venido a cenar. Hablaban sobre aquel hombre del ferrocarril que acaso pudiera ayudarnos a marcharnos del país.
Karl, siempre ligeramente pesimista, negó con la cabeza. Se había quedado más delgado, estaba más silencioso.
—Pero si no tenemos adonde ir —declaró.
Tal vez a Francia —repuso mi padre—. O a Suiza.
—Rechazan a los judíos —le refutó Karl.
—Nadie nos quiere —intervine yo.
Karl sonrió con amargura.
—Un conocido que trabaja en el consulado de los Estados Unidos me dijo el otro día que los americanos ni siquiera quieren completar el cupo de judíos alemanes. Podrían dejar entrar a algunos más, pero no quieren.
Intervino Anna. Como siempre, se mostraba valerosa, animada.
—¿Y a quién le importa? Estamos juntos, ¿no es verdad, mamá? Y eso es lo importante.
Mi madre asintió.
—Desde luego.
—¿Y qué me decís de ese grupo que llevaba niños a Inglaterra? —indagó mi padre—. Tal vez si preguntásemos… Su voz fue apagándose en el más absoluto silencio.
—Lo han cerrado —dijo Karl—. Ya hemos indagado Inga y yo.
—Podemos irnos al bosque y ocultarnos —sugirió Anna.
Mi madre nos indicó a Anna y a mí que quitásemos la mesa. Nos levantamos y empezamos a retirar los platos. Nadie había comido mucho.
—Ahora ya no estoy seguro de nada —se lamentó mi padre—. Tal vez Polonia. Técnicamente, todavía soy ciudadano polaco.
—No quiero ni oír hablar de ello —dijo mi madre—. Allí no están las cosas mucho mejor.
En la cocina dije a Anna.
—Mamá siempre se sale con la suya.
—Tal vez sea porque siempre tiene razón.
Cuando volvimos al comedor, mi madre parecía dominar la situación. Estaba convencida de que Hitler acabaría por dejarnos en paz. Se había apoderado de Austria y de Checoslovaquia. ¿Qué más necesitaba? Era un político como cualquier otro y había utilizado a los judíos para unir al país. Ahora nos olvidaría.
Karl movía la cabeza, pero no discutió con ella. Mi padre trató de poner a mal tiempo buena cara. Hasta donde me era posible recordar, siempre evitó herir los sentimientos de mamá. El cariño con que trataba a sus pacientes, a los más pobres e insignificantes de ellos, era siempre fiel reflejo de la forma en que trataba a su familla. No recuerdo que nos pegara ni una sola vez a ninguno de nosotros. Y bien sabe Dios que yo, al menos, lo merecía en más de una ocasión. Mi madre me pidió que conectara la radio.
Un locutor hablaba sobre un ultraje que había tenido lugar en París. Un judío había disparado contra Von Rath, diplomático alemán. Nos quedamos estupefactos en nuestros asientos, mientras la voz proseguía exponiendo el caso. Un muchacho de diecisiete años, llamado Grynszpan, había sido el autor de los disparos.
Se trataba del hijo de unos judíos polacos recientemente expulsados de Alemania.
—Vengaremos ese acto sanguinario y brutal de la conspiración judía —seguía diciendo el locutor—. Se hará pagar a los judíos por este cobarde atentado contra un patriota alemán, un acto ilustrativo de la criminal conspiración del judaísmo internacional contra Alemania y en definitiva, contra el mundo civilizado.
—Súbelo, Rudi —dijo mi padre.
Aumenté el volumen. Nadie hablaba.
—Ya se están produciendo actos espontáneos de venganza por parte de los alemanes contra los conspiradores judíos.
—Apágalo —ordenó mi madre.
Karl hizo una mueca.
—¡Por Dios bendito, mamá, deja ya de cerrar los ojos y los oídos a la realidad! —exclamó.
Inga le cogió la mano.
—He dicho que apagues la radio.
El locutor proseguía:
—Herr Von Rath se encuentra en situación crítica. El Gobierno afirma que, sobreviva o no, los judíos pagarán por este acto criminal.
—Bravo, Greenspan o Grinspan o como diablos te llames —grité—. Debías haber matado a ese canalla.
—¡Rudi! —gritó mi madre—. ¡He dicho que cortes la radio de una vez!
—Haz lo que te dice tu madre —ordenó mi padre.
Al mismo tiempo que apagaba la radio, se escuchó un fuerte estruendo de cristales rotos. Llegaba de abajo, de la sala de espera de mi padre que daba a la Groningstrasse. Bajé corriendo la escalera, seguido de cerca por Anna.