Llegados a este punto, Eichmann se recostó bostezando y de nuevo apareció en su faz aquella expresión burlona.
—Naturalmente, Dorf, naturalmente. Inteligente, imaginativo, intrépido. Pero, al igual que todos nosotros, Heydrich tiene su talón de Aquiles.
Debí dar la impresión de que me habían propinado un golpe bajo.
—¿Quiere decir que no ha oído los rumores? Se dice que Heydrich cuenta con un judío en su árbol familiar.
—No puedo creerlo.
—Hace años acudió a un tribunal para presentar una demanda. Sobornó a la gente, hizo que desaparecieran y quemaran los expedientes. Es algo que le saca de quicio. Ése es el motivo de que siga al pie de la letra la política racial del Führer. Para matar el judío que puede haber en él. Al menos, eso es lo que murmuran.
Transcurrieron unos segundos antes de que fuera capaz de absorber semejante información… pese a que debía de ser falsa.
—¿Y qué dicen de mí? —pregunté.
—Bueno, que es un trabajador infatigable, un ayudante leal al jefe de la Gestapo y del Servicio de Seguridad.
Algo así como el intelectual de la casa. Debo decirle, Dorf, que desde que usted se ocupa de la redacción de los documentos de Heydrich, resultan mucho más legibles.
—Se burla de mí, mi comandante.
En modo alguno. Me gustan las palabras sustitutivas que ha desarrollado para nosotros. Como si fueran palabras en clave. —Parecía saborear el sonido al repetirlas—: «Reinstalación», «Nuevo acoplamiento».
«Tratamiento especial». Sinónimos maravillosos para librarse de los judíos.
—Me satisface haber aportado cierta diversión a un compañero oficial.
Eichmann chasqueó los dedos y pidió más vino. Los camareros casi se torcían los tobillos en su apresuramiento por servirle. La gente le conocía bien. Comprendían el poder del uniforme y las botas negras.
—No tiene por qué inquietarse —aseguró Eichmann—
Los informes sobre usted son excelentes. Además, Heydrich los tiene a todos bien controlados. Es su garantía por si algún día resurgiera ese asunto judío. Tiene expedientes sobre Himmler, Goering, Goebbels. A veces creo que incluso tiene también un expediente sobre el Führer.
Yo permanecía allí sentado, demasiado conturbado para pensar con claridad.
Marta volvió con los niños.
—Demasiada excitación —dijo—. Para ellos y para mí.
Le sugerí que regresásemos al «Hotel Sacher» donde Eichmann nos había reservado una lujosa suite con cargo al Partido, y que descansáramos.
Peter no quiso ni oír hablar de ello. Quería subir a la rueda Ferris. Y también Laura. Empezaron a emitir esa clase de chillidos que sólo pueden proceder de gargantas de niños sobreexcitados.
—Muy bien —dije—. Yo los llevaré. Tú haz compañía al comandante Eichmann, Marta.
Marta se sentó. Eichmann, levantándose, le hizo una inclinación y volvió a cumplimentarla sobre su belleza y encanto. Hablaron sobre nuestros hijos, la importancia que tenían para el futuro de Alemania, de la nueva Alemania revitalizada que estaba transformando a Europa.
Observé cómo chocaban las copas brindando por la familia, el hogar y el honor. Mientras hacía subir a los niños a la rueda Ferris, relegué al olvido las asombrosas revelaciones de Eichmann, si en realidad lo eran, respecto a que nuestra organización era un nido de espías internos.
En verdad ha sido un día feliz y provechoso. Acaso no haya avanzado en mi carrera, al actuar con cierta ingenuidad frente a Eichmann. Pero Marta, con su encanto espontáneo, lo ha compensado con creces.
Avanzada la noche, hemos hecho el amor con un fervor, un abandono de toda vacilación respecto a los nuevos, ¿cómo diría yo?, enfoques, métodos, que nos asombró a ambos dejándonos jadeantes, lánguidos y relajados. Como quiera que sea, el nuevo poder de que me siento investido en mi trabajo, la audacia que me da el ser miembro de la organización está influyendo en, nuestras actitudes sexuales.
RELATO DE RUDI WEISS
Mi padre formaba parte de uno de los últimos grupos de judíos a los que se permitió trasladarse a Polonia. El y la gente con la que fue deportado pasaron una semana, siendo llevados de un lado a otro, en trenes atestados y sucios, antes de lograr que los polacos los aceptaran de mala gana. En el tren, una mujer murió de un ataque cardíaco y mi padre la asistió hasta el último momento.
Un superviviente me contó cómo se desarrolló todo aquello.
En primer lugar y una vez que hubieron bajado del tren, se alineó a los judíos en el lado alemán de la frontera.
Durante varios kilómetros les hicieron avanzar a través de cenagosos caminos hasta llegar a la auténtica barrera fronteriza. Algunos ancianos cayeron. Los que protestaban recibían golpes y garrotazos.
Afortunadamente, mi padre se encontraba en condiciones bastante buenas. Iba acompañado de Max Lowy, el impresor y de la mujer de éste, Chana.
Cuando apareció ante la vista la columna roja y blanca, los guardianes de la SS hicieron detenerse a la columna. Todo el mundo tenía que vaciar sus bolsillos. Sólo se les permitía llevar consigo diez marcos.
—Robasteis este dinero a los verdaderos alemanes y ahora tenéis que devolverlo. Reclamamos este dinero en nombre del pueblo alemán.
Se arrebató a los judíos sus relojes y joyas. A mi padre se le obligó a entregar su pluma estilográfica, su reloj y la cartera. Los guardianes de la SS se quedaron mirando el emblema que mi padre llevaba en la solapa, la varilla y serpientes de médico.
—¿Qué diablos es esto?
—Soy médico. Fue un regalo de mi mujer cuando obtuve la licenciatura en la Facultad de Medicina.
Los hombres de la SS se lo arrancaron de la solapa. —A los polacos no les interesan los médicos. Son animales, casi tan despreciables como los kikes—
De cualquier modo, mi padre asumió el papel de líder. La mayoría de aquellos judíos polacos eran gente pobre y sin educación. En su calvario se volvieron naturalmente hacia él. Les condujo a través de los campos nevados —aquel día hacía un frío glacial— y a cruzar la barrera mientras la Policía de inmigración polaca y oficiales del Ejército, con sus extraños gorros picudos, examinaban los documentos.
—Los documentos preparados, prueba de ciudadanía —gritaba un capitán—. Como si nos hicieran falta aquí más condenados judíos.
Al considerar de manera retrospectiva aquel incidente —el desprecio, el odio de los polacos— y otros ulteriores mucho más brutales, me siento absolutamente incapaz de comprenderlo. Los alemanes odiaban a los polacos casi tanto como se nos odiaba a nosotros. Hitler no ocultaba los planes que había concebido para ellos, Se convertirían en esclavos, tan sólo un peldaño por encima de los judíos en la escala de organización nazi. Lo lógico seria suponer que existiera una comunidad de intereses frente a la opresión. Nada de eso. Ni conmiseración ni comprensión.
Cuando finalmente cayó sobre Polonia todo el peso del Ejército alemán, de la SS, los asesinos y torturadores oficiales, los polacos aún dispusieron de tiempo y energía para odiar a los judíos, para traicionarnos y para permanecer ociosos, indiferentes, mientras se nos destruía de manera sistemática. Era como si, en medio de un duro partido de fútbol, algunos jugadores del equipo perdedor se volvieran contra los más débiles de sus compañeros y empezaron a golpearlos.
Al cabo de interminables horas de espera, inspecciones e interrogatorios, se permitió al último grupo de judíos pisar suelo polaco. En la encrucijada de un camino, familias y amigos de la gente expulsada habían estado esperando durante días, temblando de frío, aterrados, desconfiando de que sus seres amados llegaran alguna vez.
Lowy y su mujer seguían sin apartarse de mi padre.
—¿Tiene familia aquí, doc? Sarah y yo no tenemos a nadie.
—Un hermano —contestó mi padre.
Y Moses esperaba a mi padre. Era su hermano, soltero. Un hombre tranquilo, contemplativo, que un día pensara estudiar para ser rabino, pero que, debido a las circunstancias económicas, hubo de hacerse cargo de la farmacia de mi abuelo en el barrio judío de Varsovia.
Los dos hermanos se miraron, pero sin derramar una lágrima. A mi padre se le había contagiado algo de la reserva de mi madre, su calma y dignidad absolutas. De manera que los dos hombres, que no se habían vuelto a ver desde la boda de Karl en 1935, se limitaron a contemplarse mutuamente. En el aire frío, su aliento formaba nubes. A su alrededor, la gente lloraba, se abrazaba, alzaba sus voces agradecida y maldecía a nuestros enemigos:
—De manera que… estás aquí —dijo Moses.
—Sí. De regreso al terruño como si dijéramos.
—¿Tuviste buen viaje, Josef?
—No ha sido precisamente el «Orient Express». Nos han estado llevando de un lado a otro durante ocho días.
Creo que hemos sido los últimos a los que los polacos dejarán entrar.
De repente terminó la charla indiferente, y los dos hombres se abrazaron sollozando. Moses, incómodo —mi madre solía decir que llevaba su timidez hasta dar casi la impresión de inexistencia—, se limpió los ojos.
—Es el polvo. La maldición de Polonia.
—¿En enero, Moses? —bromeó mi padre—. No te avergüences de llorar.
—No me avergüenzo. Pero las lágrimas de nada sirven. Creo que deberíamos ponernos en marcha. El Ejército polaco se ha negado a permitirnos traer hasta aquí ningún medio de transporte. Ni siquiera un vagón. Hay una milla de camino hasta la estación de ferrocarril.
La gente que formaba la columna, tras recoger sus hatillos y maletas, echó a andar siguiendo a mi padre y mi tío. Mi padre le contó nuestras tragedias. Karl, en la cárcel. El consultorio, cerrado. Preguntó si su mujer había logrado hablar por teléfono con Varsovia. Al ver que mi tío vacilaba, comprendió que había recibido alguna mala noticia.
—¿De qué se trata, Moses?
—Los Palitz han muerto, Josef. Los ancianos. Se suicidaron.
Mi padre vaciló y se detuvo, sin habla. Unas personas tan buenas. Como era un hombre de paciencia ilimitada, rebosante siempre de cariño hacia los ancianos, los enfermos, los pobres, le resultaba imposible comprender aquella brutalidad insospechada. Como confesaría a Moses más adelante le preocupábamos mi madre, Anna y yo. Y empezaba a corroerle la duda de que acaso se avecinaran cosas mucho peores para la familia que dejara en Berlín. Acaso el suicidio de los Palitz fuera un augurio, un mal presagio. Siguieron caminando con dificultad a través de los campos nevados, de los caminos cubiertos de dura escarcha. Algunos campesinos polacos salían para verlos pasar. En una ocasión, un anciano se desmayó. Mi padre le atendió y rogó a un granjero polaco que le dejara pasar la noche en la choza al abrigo de la intemperie. Pero el granjero se negó. Hubo que conducir al hombre a la estación.
Moses intentaba mostrarse optimista. Las cosas mejorarían. En Varsovia se había ocupado de que mi padre pudiera incorporarse al personal del «Hospital Judío». Disponía incluso de un pequeño apartamento que podía compartir si a mi padre no le importaba vivir encima de una farmacia.
—Viví encima de una hasta los diecinueve años, Moses.
Moses había llevado consigo pan, salchichas y queso. Lo fueron comiendo mientras se dirigían a la estación, compartiendo lo poco que tenían con Lowy y su mujer.
Cuando mi padre presentó a Moses a los Lowy, el marido bromeó:
—Ésta sí que es manera de conocerse los judíos, en un sucio camino de Polonia. Ya no señalizan el camino con kilómetros, sino con antisemitas.
Luego preguntó si podía ir con ellos a Varsovia. Él y su mujer no tenían a nadie. Eran originarios de Cracovia, pero sus respectivas familias hacía tiempo que habían muerto.
—Miren —dijo Lowy—. No pedimos caridad, ni un céntimo. Yo soy un hábil trabajador: impresor. Mire mis uñas. En ellas hay tinta de imprenta acumulada durante cuarenta años. Pero sería muy agradable si, por fin, pudiera estar con alguna gente a la que conozco.
—Varsovia no es, en modo alguno, un paraíso —le advirtió Moses.
—Hace mucho que he renunciado al paraíso —replicó Lowy—. Me conformaría con una cama y una taza de té. Y tal vez algún que otro tipo para imprimir, una prensa con la que poder trabajar.
A Moses le resultó simpático desde el principio.
—Naturalmente, señor Lowy. Vendrán conmigo y mi hermano.
Reanudaron el camino cansadamente, fatigados, con el frío taladrándoles los huesos, despreciados, para tomar el tren con dirección a Varsovia.
Para agosto de 1939, hacía ya algunos meses que mi madre, Anna y yo vivíamos en el estudio de Karl. Inga, siempre generosa y considerada se había trasladado a la vivienda de sus padres, contigua a la nuestra. Dormía en la cama de Hans que se encontraba fuera, por el Este, haciendo maniobras.
En el estudio había retirado el caballete y la mesa de dibujo de Karl, y colocado todos sus dibujos y telas al fondo del armario de pared. Mi madre y Anna compartían el diván. Yo había localizado un viejo colchón de campaña que utilizaba cuando acampábamos en nuestras excursiones y dormía en el suelo.
Mi madre había logrado poner a salvo de nuestra casa en Groningstrasse los suficientes utensilios de cocina, vajilla y otras cosas, como lámparas y alfombras, para ponerlo razonablemente cómodo, aunque abarrotado.
También, y con extrema prudencia, había ido retirando dinero durante varios años de las cuentas en diversos Bancos y además, mi padre, antes de irse le había revelado que había guardado en metálico gran parte de sus ingresos. De manera que, por el momento, no pasaríamos apuros económicos.
Era un barrio de clase obrera cristiana y tratábamos de que se nos viera lo menos posible, Inga se ofreció a comprar para nosotros. Lo peor era el terrible aburrimiento. A veces solía jugar solo con el balón en el parque cercano o correr algunos kilómetros para mantenerme en forma, pero me sentí inquieto, impaciente y a decir verdad, algo asustado. Cociné y limpié mucho en el pequeño estudio. Había una muchacha en la secundaria con quien había salido. En cierta ocasión, intenté localizarla; su familia había desaparecido. Nadie quiso decirme a dónde habían ido.
No era una vida fácil, pero sabíamos que muchos Judíos estaban infinitamente peor, incluido mi hermano Karl. Parecía que, para nosotros, no había futuro, que no teníamos salida alguna. Aquello era lo que me asustaba, aun cuando mi madre conservaba su calma habitual. Incluso ahora puedo verla con toda claridad, atándose el delantal, apartando un mechón de pelo encanecido mientras se disponía a cortar las hortalizas para preparar la cena, una sopa que hacía con huesos. Habíamos recorrido un largo camino desde aquellas deliciosas comidas en nuestra vieja casa.