Holocausto (17 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Holocausto
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—Temo no recordarla. Nunca fui una lumbrera en la escuela hebrea.

—No tienes más que recordar una frase. —Helena me besó en la mejilla—. Te seguiré adonde tú vayas.

Karl permaneció en Buchenwald. Aunque aquél no fuera un campo de exterminio, cada día morían centenares de hombres; palizas, torturas, inanición. Él logró sobrevivir gracias a su trabajo en la sastrería y escuchando los consejos de algunos veteranos, como su amigo Weinberg, quien sabía arreglárselas.

Uno no podía sobrevivir por sí mismo. Necesitaba estar integrado en un grupo… fuera comunista, sionista o de cualquier otro signo. Los hombres de la sastrería tenían su propia organización, se repartían equitativamente los alimentos suplementarios y procuraban protegerse entre sí. Pero la vida estaba siempre en peligro. Se nutrían con una sopa clara y pan negro. Las instalaciones sanitarias eran horrendas, y los peores servicios, la cantera y el llamado «jardín», donde se apaleaba a los infractores hasta matarlos. Una diversión predilecta de los guardianes era enterrar vivos a los prisioneros rebeldes.

Cierto día, un ex oficial del Ejército austríaco, judío, se presentó al comandante del campo para formular una protesta contra esas prácticas tan bárbaras. Se le respondió que, por ser un antiguo militar, su queja, recibiría especial atención. Poco después le hicieron arrodillarse en el patio central ante los prisioneros formados y le mataron de un balazo en la nuca.

Una noche, el locutor radiofónico anunció la rendición de Francia, en aquellos barracones abarrotados y apestosos. Karl, Weinberg y otros de su «bloque» escucharon apesadumbrados la mala nueva.

—Así pues —siguió diciendo el locutor—, Francia se une ahora a Holanda, Bélgica, Noruega, Dinamarca, Austria, Checoslovaquia y la Gran Polonia como parte del Nuevo Orden en Europa. El Führer ha renunciado a todas las reivindicaciones territoriales. Sólo desea paz y seguridad para Europa. Con tal fin se pedirá a Inglaterra que se someta.

—¡Cristo! —exclamó Weinberg—. ¡Se ha adueñado de todo, salvo Suiza y Rusia!

¿Cómo va a presentar más reivindicaciones?

El locutor prosiguió:

—Una vez más, el Führer ha hecho constar sus relaciones amistosas y fraternas con la Unión Soviética y envía sus saludos más cordiales al camarada Stalin…

Estás listo, Stalin —comentó Weinberg mientras cosía una combinación rosada con bordes de encaje—. ¡Ya te llegará el turno!

—¿Y cuándo nos llegará a nosotros? —inquirió Karl.

—No me lo preguntes, Weiss —Weínberg se asomó por su litera superior y susurró—: Según he oído decir, cierto individuo ha comprado su excarcelación. Cincuenta mil francos suizos para el comandante de la SS. Su mujer introdujo clandestinamente el dinero.

—¡Mujer…! —dijo Karl—. Hace dos años que no veo a la mía…, no recibo cartas ni tengo la menor señal de vida.

—Nos han incomunicado, muchacho. Pero no te desanimes —Weinberg saltó al suelo y le mostró la prenda que había estado cosiendo. La sostuvo sobre sí como una vendedora de ropa interior y preguntó—: ¿Te gusta?

Es para el sargento SS Kampfer, o, mejor dicho, para su barragana.

Karl sonrió.

—Menos guasa, Weinberg. —¿Quién bromea? Sólo quiero demostrarte que todo es negocio en este mundo.

Yo confecciono prendas íntimas de postín para Kampfer. Así obtengo ciertos privilegios.

—Me asombras, Weinberg. Tal vez se te haya ocurrido la idea perfecta. Sobrevivir, reír y comportarse como si no hubiese ocurrido nada.

—No seas tan despreciativo, muchacho. Durante la semana pasada estuve cosiendo unas bragas con puntillas para Kempfer… Algunas veces me pregunto si no será un marica y las utilizará él mismo… pero, según asegura, son para su amante polaca. ¡Y mira lo que me ha dado!

El sastre se rebuscó sigiloso en su chaqueta rayada de presidiario y sacó media hogaza de pan candeal… pan recién cocido, auténtico. Se lo ofreció a Karl.

—Toma la mitad.

—No soy capaz, Weinberg. Tú hiciste el trabajo. Yo sólo sé quejarme.

—No seas idiota. Considérate mi invitado. ¡Pan candeal! Como el que compraba en Bremen.

Karl le dio las gracias antes de coger un trozo. Ambos tomaron asiento y empezaron a masticar, meditativos.

Pero unos instantes después apareció Melnik, el kapo, y se les acercó haciéndose el distraído.

—Traga aprisa —murmuró Weinberg—. Esconde el pan.

Sin embargo, Karl había experimentado un cambio durante su estancia forzada en Buchenwald. Eso le ocurría a muchos prisioneros. Ingresaban horrorizados, sustentando todavía los conceptos de honor y decoro…, pero se endurecían paulatinamente, y entonces les dominaba el instinto de conservación. Karl no era tonto ni lo había sido nunca. Así pues, estaba aprendiendo poco a poco que uno debe defender como sea su propia existencia o perecer. Por ejemplo, en la sastrería había batallado, con ayuda de Weinberg, para ocupar un lugar cercano a la única estufa del recinto —ventaja no poco importante—, y había triunfado. Aun siendo lamentable, los nazis sabían cuánto les beneficiaba el enfrentar a los judíos entre sí. Eso explicaba el sadismo de los kapos. Asimismo explicaba que un hombre tan pasivo como mi hermano lograra adoptar una actitud dura, astuta, y desarrollar una gran capacidad para resistirse. Karl lanzó una mirada colérica hacia Meinik.

—¡Qué se vaya al infierno! —declaró con voz sonora a Weinberg.

—¡Weiss! —le advirtió el kapo—. Está prohibido comer en los barracones.

Weinberg rogó a Melnik que mirara hacia otro lado. Pero el kapo era una víctima tan expuesta como ellos. Si se enteraran los SS, perdería su cómodo empleo.

—Escucha, Melnik, tú eres también judío —dijo Karl—. Danos una oportunidad. Supón que no estamos comiendo, sino sólo probando.

—¡Cállate! Dame ese maldito pan. Hasta la última miga.

—No —repuso Karl—. Weinberg se lo ganó. Es para los sastres, no para un piojoso polizonte y confidente como tú. Melnik se echó mano al cinto, sacó la dura porra de goma y avanzó hacia la doble litera.

—¡Vaya, Weiss! Hijo de un elegante doctor berlinés, ¿eh? Demasiado altivo para relacionarse con nosotros, los demás prisioneros… ¡Dame ese jodido pan!

—Dáselo, Karl —indicó Weinberg, mientras él entregaba su trozo de hogaza a Melnik.

Pero Karl se negó porque tenía un hambre horrible y, además, el sabor del buen pan le recordaba todo cuanto había perdido… vida absolutamente libre, esposa, familia y aprovechamiento de sus facultades artísticas.

Cuando Melnik intentaba arrebatarle el pan, Karl se abalanzó sobre él. Ambos forcejearon y por fin el kapo consiguió golpear a Karl con su porra corta de goma maciza, Entonces Karl se convirtió en un demonio…, soltó alaridos, patadas, mordiscos intentando quitar la porra a Melnik.

Weinberg quiso interponerse y recibió también unos cuantos golpes. Los demás prisioneros contemplaron el espectáculo animando a Karl, pero sin decidirse a intervenir porque se podía castigar cualquier reyerta dentro de un barracón con la pena de muerte… un simple tiro en la nuca o ajusticiamiento público en la horca.

—¡Weiss! ¡Melnik! —gritó Weinberg—. ¡Deteneos ya, por amor de Dios! ¡Disputa entre judíos!

—¡Este pequeño bastardo me ha atacado! —bramó el kapo—. ¡Guardias! ¡Guardias!

Pronto llegó corriendo otro kapo —antiguo delincuente como Melnik—, quien se incorporó a la refriega y, empuñando su porra, golpeó a Karl en los brazos y la sien.

Apenas transcurridos unos segundos Karl y Weinberg fueron reducidos apaleándolos hasta dejarles casi sin sentido.

Se les aplicó el castigo inmediatamente. El sargento de la SS que estaba de semana ordenó su envío a los «árboles».

En el patio se habían levantado esos árboles, unas vigas entrecruzadas con forma de «T», donde se practicaba una especie de crucifixión.

Karl y Weinberg fueron atados con ásperas sogas, ambos brazos asegurados a la espalda, en la cruz de madera. Sus pies quedaron colgando a medio metro del suelo aproximadamente. Así se obstaculizó la circulación en las cuatro extremidades, y su respiración empezó a ser dificultosa. Según se sabía, algunos hombres habían muerto después de sufrir durante veinticuatro horas ese tormento.

Weinberg recuerda que Karl se expresó con incoherencia al cabo de algunas horas. Repitió sin pausa el nombre de su mujer.

—¡Inga…! ¡Inga…!

—Cálmate, chico —le aconsejó Weinberg—. Ahorra el aliento.

—Yo me rajo, Weinberg. Quiero decírselo a ellos: han triunfado con esta paliza. ¡Qué me maten de una vez!

—No, no, Weiss. Es preferible conservar la vida. Siempre se tendrá una oportunidad. Cada uno de nosotros que viva santificará a Dios. Creo tener ese derecho. No soy un hombre religioso, pero los rabinos nos lo enseñan así.

—No deseo vivir.

—¡Claro que lo deseas! Laméntate, si eso te alivia.

Weinberg aseguró a Karl que les descenderían antes de concluir el próximo día. Entonces el agua les reanimaría.

Además, Weinberg tenía un amigo en el dispensario de Buchenwald que los dejaría como nuevos. Por añadidura, el servicial sargento, ese gran aficionado a la ropa interior de fantasía, no permitiría que muriera Weinberg, el mejor sastre del campamento, ni el amigo de Weinberg.

Desde el asalto perpetrado contra ella en vísperas de Año Nuevo, mi hermana Anna empezó a perder la salud.

Ella, siempre tan dinámica y alegre, no quiso comer ni bañarse, y finalmente, allá por julio, se negó a hablar ante el horror de mi madre.

Hay un término medico para definir ese estado, me dice Tamar. Anna se acurrucaba en un rincón del estudio, con la cabeza apoyada contra la pared, el cuerpo extrañamente contraído, los brazos cruzados muy apretados sobre el pecho, las piernas recogidas. No quería comer nada, y mi madre e Inga debían hacerle tragar a viva fuerza los alimentos. Había sido una chica extremadamente limpia y fragante, pero ahora rehuía el jabón y el agua, no se cambiaba de ropa ni dejaba oír sonido alguno, salvo unos leves gemidos.

Aunque fuera tiempo de guerra y escasearan los servicios médicos especiales para la población civil —¡y no digamos nada de los judíos!—, mi madre e Inga creyeron oportuno consultar con un tal doctor Haefer, quien había conocido a mi padre y tenía cierta fama de hombre liberal. Además, no era miembro del Partido —que ellas supieran, y se le conocía por su larga práctica en neurología.

Mi madre no tuvo suficiente ánimo para acompañar a Inga y Anna. Por otra parle, le convenía permanecer oculta. Inga hacía sus compras y le recomendaba que saliera del estudio lo menos posible.

El doctor Haefer contempló la figura encogida, refractaria y estática de Anna; pareció quedar sinceramente impresionado. Poco antes Inga le había referido en privado todos los hechos y la actitud de Anna desde entonces… pesadillas, histerismo, comportamiento irracional, y ahora, como remate, ese apartamiento del mundo, esa incapacidad para cuidarse de sí misma.

—¿Y qué desea usted, señora Weiss? —preguntó él.

—Quizás algún tratamiento terapéutico. Un sanatorio dispuesto a acogerla. Mis pretensiones son excesivas, lo sé bien. Considerando que ella es… El doctor Haefer asintió. Procuró mostrarse diplomático.

—Tal vez pueda prestarles cierta ayuda. En Hadamar hay una institución a la cual he enviado algunos casos similares.

—Le quedaríamos muy agradecidas, doctor. En aquel momento, Inga no supo decirse a ciencia cierta si tal proceder era el más indicado. Pero la imagen de Anna hecha un ovillo en el rincón, con mirada inexpresiva y brazos apretados contra el pecho, le convenció de que no quedaba otra alternativa. Le atormentó aquel incidente brutal, inverosímil. El trato reservado a Anna por tres compatriotas suyos —podrían ser incluso personas conocidas— le causó indescriptible repugnancia. No pudo concebir un mundo tan ciego y cruel, tan propenso a infligir dolor y humillaciones.

¿Por qué destruir a un ser vivaz y bondadoso como su joven cuñada? ¿Cuál era la finalidad? ¿A quiénes beneficiaba semejante cosa? Inga no era una mujer instruida, pero tenía nobles instintos. Y ahora veía cómo se transformaba una encantadora criatura en un vegetal, incapaz de protegerse con sus propios medios. Inga había denunciado el hecho a la Policía. Cuando el sargento supo que la víctima era judía, despidió a Inga con una mueca sardónica.

—Seguramente sería una ramera, señora Weiss, e incluso se lo ocultaría a su propia familia.

Inga evitó a mi madre ese disgusto. Le mintió diciendo que la Policía estaba haciendo indagaciones para dar con los violadores.

—¿Y qué resolverá eso? —preguntó mi madre. Pues estaba empezando a sentirse derrotada, incapaz de seguir adelante—. No servirá para equilibrar la mente de mi hija o restablecer su salud. ¡Ah, Inga, estamos condenadas…!

Mientras Inga pensaba en mi madre, allí sola, abatida, dejando fundirse su voluntad férrea bajo los continuos reveses de la familia, oyó que el doctor llamaba a la enfermera y le decía que se pusiera en contacto con el sanatorio de Hadamar y preguntara si quedaba espacio libre para una paciente. Aparentemente, el Gobierno subvencionaba un sistema muy eficaz de transporte hasta allí.

—¿Se la tratará bien? —preguntó Inga—. Ya sabe lo que quiero decir.

Quiso decir, por supuesto, que Anna era judía. Haefer hizo caso omiso de la insinuación. Sí, considerando las limitaciones impuestas por una economía de guerra.

—¿Dice usted que partirá hoy mismo? Un horrible presentimiento abrumó a mi cuñada. Ella no había oído hablar jamás de Hadamar. Anna se balanceaba pausadamente de adelante hacia atrás, con ambos brazos apretados contra el pecho. Es como si intentara contener a los demonios en su ser, pensó Inga, atenuar un dolor inconmensurable. Todos los amorosos cuidados dedicados por ella y mi madre a Anna después de la ordalía, habían sido insuficientes para liberarla de su infierno privado.

El doctor le aseguró que unos excelentes especialistas atenderían a Anna en el sanatorio. Se le administraría un buen tratamiento terapéutico. Ciertas drogas nuevas podrían resultar eficaces.

Poco después entró la enfermera para acompañar a Anna hasta la sala de espera.

Inga la abrazó y le besó en ambas mejillas. Pero mi hermana no reaccionó.

—¡Anna, Anna…, niña! ¡Soy Inga, la mujer de Karl! Sin duda me reconoces. ¿No te acuerdas de Rudi? ¿Una boda en el jardín? ¿La casa de Groningstrasse?

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