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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Holocausto (15 page)

BOOK: Holocausto
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Era ya imposible obtener asistencia médica, incluso de los médicos cristianos que conocían a mi padre. Ni uno solo movería un dedo para auxiliar a los judíos.

Inga recuerda que, cuando entró en el estudio, se oía por la radio una coral de Bach para conmemorar el Año Nuevo.

—Sebastián Bach, Inga —le dijo mi madre, quien estaba escribiendo otra vez a padre a pesar de que no le llegaban casi ninguna de sus cartas.

Las autoridades nazis en el llamado «Gobierno General» de Polonia interceptaban el correo destinado a los ghettos.

—Me pregunto si alguien tocará ahora nuestro piano —murmuró Anna.

Mi madre levantó la vista.

—¿El viejo «Bechstein»? ¡Me resulta difícil imaginarlo, Dios mío! Ese horrible doctor que ocupó la clínica de papá no me parece muy musical.

—¡Qué robó la clínica de papá! —la rectificó Anna—. Deseo que se le partan los dedos si intenta tocarlo.

Echando una mirada retrospectiva, creo estar viendo el maldito piano como un ancla simbólica, un peso muerto que nos mantuvo fijos en Alemania dándonos una sensación falsa de seguridad. Hace algunos años, aquí en el Kibbutz Agam, un filólogo checo me confesó que él había poseído también un hermoso piano en Praga…, un «Weber». Él y su esposa tenían siempre la impresión de que no podía ocurrirles ningún daño a quienes poseyeran pianos de cola.

Mi madre pegó un sello al sobre. Inga leyó la dirección: Doctor Josef Weiss, a la atención del Hospital Judío en Varsovia. Dio un beso a mamá.

—No cuesta nada probar —dijo mi madre—. Quizá 1940 sea un año más propicio.

—Eso está bien, mamá —replicó Inga—. No debemos perder nunca la esperanza.

Sentada frente a mi madre en la habitación oscurecida, le cogió las manos y dijo:

—Estás fría, mamá.

—Siempre estoy fría. Josef solía decir que era mi sangre azul.

Anna levantó la vista de su libro.

—¿A qué venían los alaridos de tu familia ahí al lado?

—Nada importante. Hans está bebido.

—Quieren echarnos —anunció Anna.

—Quizá… —murmuró mi madre— quiera acogernos algún antiguo paciente de Josef.

—¡Mamá! —exclamó irritada Anna—. Los pacientes de papá han desaparecido…, unos están en prisión, otros huyeron o, simplemente… desaparecieron.

—Anna, querida niña, uno podría intentarlo, ¿no?

Anna levantó la voz. Por aquella época tenía diecisiete años, era espigada y de hermosas facciones como mi madre; además, tenía su misma fortaleza de ánimo. Pero la voluntad de mi madre se estaba quebrantando mientras que Anna era todavía suficientemente joven para encolerizarse.

—No hay esperanza, mamá. Ninguna. Karl está en prisión. Papá, en Polonia… y ahora los nazis han ido también allí, casi como si le persiguieran. Y Rudi ha logrado escapar. No los volveremos a ver jamás.

Mi madre no respondió.

—Mamá, te comportas como si esto fuera un juego, como si nada malo pudiera sucedernos. Pasas el tiempo escribiendo cartas, hablando sobre los pacientes de papá como si quedara alguno de ellos.

Inga intentó apaciguarla.

—No hay ningún mal en eso, Anna.

Anna prosiguió sin escucharla.

—Tú te creíste siempre algo especial. ¡Tan fina, tan educada! Y nos enseñaste a sentir lo mismo. ¡Ah, los nazis jamás te dañarían, y tampoco a tus hijos! Pues bien, ¡mira lo que nos ha sucedido!

—¡Tu madre no tiene la culpa, Anna! —la reprendió Inga. Se acercó a mi hermana y la abrazó intentando calmar su llanto.

—¡Víspera de Año Nuevo! —gimió Anna—. ¡Ninguno de nosotros estará vivo en la víspera del próximo Año Nuevo!

Inga le habló con tono cariñoso. Mi madre cerró los ojos, se sujetó la frente con ambas manos entrelazadas.

—¿No ves cuánto te quiere tu madre, Anna? ¿Cuánto quiere a tu padre y a los chicos? Escribe cartas, habla sobre ellos y mantiene la esperanza para hacerte feliz.

—¡No! ¡No quiero escuchar! ¡Todo es un montón de mentiras!

—Pero la gente necesita mentir algunas veces para soportar el paso de los días —declaró Inga.

—¡Eso no me interesa! ¡Yo sólo quiero ver a mi padre, a Karl y Rudi…! —exclamó Anna.

—No llores, niña —la calmó mamá—. Por favor, no llores. A Rudi no le gustaría si lo supiera. Y él era tu favorito. —Al dedicarme ese recuerdo pareció animarse. Se puso otra vez las gafas y rebuscó las viejas cartas…, cartas de muchos años atrás, recordatorios de la vida que tuvimos antaño.

—Sé que tendremos noticias de Rudi —dijo—. Sé que él hallará algún medio para sacarnos de aquí.

Anna saltó del sofá-cama y dio un manotazo a las cartas haciéndolas volar de la mesa.

—¡No! ¡Más mentiras! ¡No pienso escucharlas! ¡Yo me escaparé también!

Era una noche fría, casi glacial. Anna cogió su abrigo del perchero adosado a la puerta.

—¡Detenla, Inga! —gritó mi madre.

—Anna —dijo mi cuñada—. No tienes dinero ni lugar adonde ir. Rudi es fuerte y resistente.

¡Oh, déjame en paz! Sé que puedo huir. Necesito salir de aquí, sencillamente.

Mi madre se levantó muy inquieta.

—Anna, por favor… Pero Anna pasó corriendo entre ellas, salió al tenebroso corredor y descendió presurosa por la escalera de caracol hasta el zaguán. Usualmente había un guardia ante el edificio de apartamentos, pero era Año Nuevo y todo el mundo estaba bebiendo, comiendo y festejando la fecha.

Anna corrió a la calle y se arrancó la estrella amarilla del abrigo como si quisiera borrar con ese gesto todo cuanto nos había sucedido.

Ella había tenido siempre esa vena de rebeldía e independencia. Mi padre la había mimado en exceso. El bebé de la casa, la única chica. Eso no la hizo dulce y tímida como hubiera sido de esperar, sino que surtió efectos opuestos: se mostró agresiva, petulante y, en ocasiones, insolente. Mi madre la estaba reprendiendo siempre….

«Anna, una señorita no emplea semejante lenguaje», o bien, «Anna, querida niña, ¿no puedes hacer menos ruido cuando vienen a jugar tus amigos?». Por otra parte, era sumamente despierta y mucho mejor estudiante que Karl o yo. Aprendía todo con excepcional facilidad…, lecciones, música y percepciones que solían pasar inadvertidas a los adultos. Aun siendo tan joven, la impulsaba una especie de energía vital, un deseo incontenible de experimentar con muchas cosas, de sumirse en cualquiera de las pasiones que le dominasen por el momento…, coleccionar mariposas, escuchar música americana de jazz o hacer labor de punto.

La restricción impuesta a su talento y a su propia libertad, impidiéndole dar rienda suelta al deseo natural de madurar y tener amigos, debió de resultarle muy dolorosa. Cierta vez, antes de mi huida, me confesó que recibiría con un beso a cualquiera de los admiradores enviados a paseo y ahora sin paradero conocido.

¡Menuda confesión para la orgullosa hija del doctor Josef Weiss!

Y así, rebelde hasta lo disparatado e imprudente, caminó por las tenebrosas calles. Por entonces, regían ya las medidas de seguridad para tiempos de guerra. En consecuencia, las calles estaban desiertas, máxime cuando los berlineses habían sido siempre ciudadanos observantes de las leyes.

Al parecer, Anna caminó sin ser vista ni molestada a lo largo de varias manzanas. Quiso contemplar una vez más nuestro antiguo hogar en la Groningstrasse. Por fin se detuvo ante su fachada y permaneció allí algunos minutos pensando en la cálida e íntima vida familiar que habíamos disfrutado allí… La música. Los juegos en el patio trasero. El parque al otro lado de la calle, donde solíamos jugar al fútbol y al tenis. Los pacientes esperando a papá y expresándole su agradecimiento; las continuas idas y venidas.

Tal como pudo reconstruir Inga de lo que le contó Anna histéricamente antes de abstraerse por completo, tres hombres se le acercaron cuando estaba allí plantada, tiritando, bajo la luz de un farol.

Eran paisanos, si bien uno vestía el uniforme de la SS local, un hombre ya mayor asignado al servicio nocturno para patrullar las calles. Primero la tomaron por una prostituta que había desoído el toque de queda para hacer algún negocio en vísperas de Año Nuevo.

Pero una ojeada a su rostro juvenil y cándido les hizo rectificar. Uno de ellos descubrió la señal oscura en el abrigo de lana, el lugar donde había estado la estrella. Estaban borrachos, celebrando la fiesta. Uno —Inga no pudo averiguar nunca quién fue— la reconoció incluso como hija del doctor Weiss. Sería un habitante del barrio; quizás incluso alguien que figurara en otro tiempo entre sus pacientes.

Anna intentó escapar, pero ellos la retuvieron sin escuchar su excusa de que sólo había salido a tomar el aire.

Les explicó que no vivía lejos de allí, dijo que, si querían acompañarla hasta casa, podrían comprobarlo y convencerse de su absoluta inocencia.

Uno de los hombres sugirió que «lo discutieran» en el pequeño parque frente a nuestra casa. Allí no había ni un alma, la tierra estaba helada y cubierta por una ligera capa de nieve. Al principio, ella les creyó, pero cuando empezaron a tirarle de la ropa, intentando quitarle el abrigo y palpándole el cuerpo con manos de borracho, comprendió cuáles eran sus intenciones. Y gritó.

No dio resultado. La gente no respondió a aquellos alaridos en la noche, pues tales cosas se oían con excesiva frecuencia. Había un pequeño quiosco de música en el parque, y hacia allá la arrastraron los hombres. Cuando ella lanzó otro grito, la golpearon.

Un hombre le tapo la boca para ahogar sus exclamaciones. Anna forcejeó hasta desasirse y casi logró escapar.

Pero ellos le dieron caza y la hicieron regresar. Mientras dos le sujetaban los brazos y le metían su propia bufanda en la boca, el tercero le rasgó las ropas y la violó.

Lo hicieron por turno.

Una vez la hubieron sometido a diversas variedades de violencia sexual, obligándola a realizar actos sodomíticos y otros que ni yo mismo podría describir aquí, la soltaron despectivos y se deslizaron sigilosos, abandonándola allí llorosa, apaleada y sangrante sobre los escalones del quiosco de música.

Cuando los campanarios berlineses anunciaban a medianoche el Nuevo Año, Anna encontró como pudo el camino de regreso, dejando un rastro de sangre sobre la nieve.

Mi madre perdió su compostura cuando la vio plantada en el umbral; su rostro era un amasijo de verdugones y moraduras. Tenía un labio partido. Ella misma se lo había mordido para poder soportar tanto dolor y humillación. Bajo el abrigo de invierno, su falda y su ropa interior estaban hechas jirones. Le faltaba un zapato.

Inga la abrazó y procuró consolarla. Por fin, mi madre consiguió dominarse e hizo que Anna se acostara.

Antes la desnudaron entre ambas, la bañaron, aplicaron linimento y antisépticos a sus heridas y se pasaron la noche intentando averiguar lo sucedido.

Ella sólo dio respuestas incoherentes entre sollozos ahogados.

Así comenzó el año 1940 para mi familia.

Vagabundeando y escondiéndome, llegué por fin a Praga, en un día húmedo y grisáceo de febrero. Hasta entonces no había tenido noticias de mi familia. Yo estaba en plena fuga…, recurría a mentiras, utilizaba mi documentación falsificada, dormía en graneros y almiares.

Mientras tanto, cultivé un sexto sentido por cuanto se refería a uniformes…, cualquier tipo de uniforme.

Policía, Ejército, unidades de la SS o guardias municipales. Casi logré olfatearlos, percibir su proximidad antes de que ellos descubrieran mi figura andrajosa y mi mochila.

Pase tres semanas como jornalero en una granja de Baviera, recogiendo patatas y zanahorias, fundiéndome con la aislada aldea campesina, siempre silencioso mientras me hacía pasar por un imbécil descartado del servicio militar. Inesperadamente acampó allí una unidad del Ejército y me esfumé al día siguiente.

Empleé carreteras secundarias, salté millares de cercados y vallas, comí lo que pude hurtar o mendigar. Supe por algunos periódicos desechados los asombrosos éxitos del Ejército alemán, la guerra ficticia en Occidente, el bombardeo de Inglaterra. Cada día me pareció más evidente la perdición de los judíos y decidí que, si tenía que morir, lo haría luchando. Conservé oculto bajo el cinto mi viejo cuchillo de monte. Me juré interiormente que, si venían a buscarme, si me descubrían, mataría por lo menos a uno de ellos antes de morir.

No lejos de Munich, en una ciudad llamada Starnberg —pues, como digo, procuraba pasar por las pequeñas poblaciones y las carreteras secundarias—, robé una cizalla de un almacén. Para entonces me había convertido ya en un adepto del latrocinio. Aunque se me hubiese educado como un muchacho de la clase media e inculcado los proverbiales preceptos judíos prohibiendo el robo, el engaño y la mentira, estaba aprendiendo que, algunas veces, la supervivencia te hacía proceder con bastante menos acatamiento al decoro.

Más de un tendero comprobó tras mi partida que le faltaba una hogaza, una caja de galletas o un par de calcetines, Además, estaba aprendiendo a viajar por el campo, utilizando mi sentido de la orientación y diversas señalizaciones locales. Al menor asomo de Policía o autoridades me ocultaba en alguna parte o huía a los bosques o buscaba el cobijo de una granja. Muchos perros guardianes me habían perseguido, y en una ocasión fui capaz de correr más que un toro. Así iba aprendiendo a ser cauteloso, ocultarme y elegir los mejores medios para viajar. Aunque parezca; extraño, el mediodía solía ser la hora más propicia. Policías y miembros de la SS, en fin todas las fuerzas de Seguridad, parecían disfrutar entonces de sus pesadas pitanzas y siestas.

Fue el 10 de febrero de 1940 cuando crucé furtivamente la frontera checa por un lugar situado a veinticinco kilómetros de Dresde, en la parte meridional, según pude calcular aproximadamente. Aunque Checoslovaquia estuviese ya ocupada, había todavía puestos fronterizos. Esperé hasta el anochecer, escondido entre las herramientas de un cobertizo en una construcción abandonada. Luego me encaminé hacia el Sur. Procuré evitar a los centinelas apostados en la carretera, y por fin me deslicé bajo la alambrada utilizando la cizalla para cortar los alambres espinosos. ¡Así fue de fácil!

Aun cuando Checoslovaquia se hallara bajo el dominio nazi, se la llamaba «Protectorado», había oído decir que los checos cooperaban muy poco con los germanos y que la Policía checa mostraba tolerancia respecto a los judíos. Pronto lo comprobaría.

Praga tenía una gran comunidad judía de clase media. Quizá los alemanes tuviesen motivos para hacer la vista gorda ante esos judíos, al menos durante algún tiempo. Si Praga resultaba demasiado peligrosa, esperaba encontrar mi camino hacia el Sur hasta alcanzar Yugoslavia y luego tal vez llegar a un puerto del Adriático donde pudiera introducirme como polizón en algún barco.

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