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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (24 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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Nos marchamos, ni mejor ni peor informados que al llegar. Fuimos andando despacio de vuelta a la residencia. Tanto Helena como yo íbamos reflexionando sobre el tipo de persona que aparentaba ser aquel abogado y cuál era su verdadero carácter. Yo no prestaba mucha atención a cuanto nos rodeaba y menos aún a los transeúntes.

Pero allí me encontraba, cuando una voz familiar me siseó desde un portal:

—¡Marco, cariño, ven aquí! Tengo que hablar contigo.

¡Cloris!

XXVIII

Estaba apoyada en el marco de una puerta como si llevara mucho tiempo allí, esperándome.

—¡Por los dioses del Olimpo, qué susto me has dado, desalmada! ¿Estás vigilando la casa del abogado?

—¿Qué abogado? Te estaba buscando, cariño.

Cloris hizo caso omiso de Helena. La mirada de esta última estaba fija en mí.

—¿De qué se trata, Cloris?

—Del britano del pozo.

Cualquier otra cosa podría haberla ignorado. Pero aquello tenía que investigarlo. Me volví hacia Helena, dejando la decisión en sus manos. Ella se encogió de hombros con enojo y dejó que me las compusiera. Cuando se fue sola dando grandes zancadas, un tonto habría interpretado su marcha como un signo de confianza. Yo no.

Cloris puso cara de estar satisfecha consigo misma.

—¡Fue fácil!

—Te equivocas. Date prisa.

—No podemos hablar en medio de la calle.

—Pues busquemos un bar.

—Mi casa está cerca de aquí.

Muy cerca no estaba.

—Iremos a un bar —dije lacónicamente.

Fuimos andando hasta un figón, bastante pulcro y ordenado, llamado La Cuna en el Árbol. Me dieron los habituales y poco apetitosos tentempiés fríos.

Nos sentamos en un banco de la calle. Nos encontrábamos a un buen trecho de los muelles; me pareció, pues, más probable estar fuera del territorio de los extorsionadores. Aún así, de manera instintiva comprobé que el propietario no estuviera apoyado en el mostrador que había por encima de nosotros, escuchando. Se había metido dentro.

—Pareces cansado —comentó Cloris, que ofrecía un aspecto inmaculado. Los artistas de la arena estaban en forma y sabían cómo presentarse—. ¿Tu altanera diosa es una calentona? Toda la noche arrugando las sábanas, ¿no es verdad?

—Empieza a hablar de una vez, Cloris.

—Ésta no es manera de dirigirse a una testigo.

—¿Testigo de qué?

—Del escenario de la muerte.

—¿Ah
,
sí? Mira, no me tomes el pelo sobre este tema.

—Das por sentado que no sé nada —se quejó. Tal vez estuviera perjudicándome por no prestarle suficiente atención. Sí, quizá fuera eso lo que estaba haciendo.

—De acuerdo. —Iba a hacerlo de la forma más adecuada—. Estoy investigando la muerte de un britano llamado Verovolco que vino de visita a Londinium, procedente de una tribu de la costa sur. Hace cuatro días se descubrió su cadáver con la cabeza metida en el pozo de una sucia caseta de las que sirven aguamiel y que está más abajo, en dirección al río. Parece ser que le robaron. Podría ser que la cosa no terminara ahí. Así, pues, dime, Cloris, ¿sabes algo que pueda ayudarme a encontrar a sus asesinos?

—¿Qué te parece: sé quién lo hizo?

—¿Quién?

—Hazme preguntas. Soy una testigo.

—A este paso lo que vas a ser es sospechosa… y el interrogatorio lo efectuará el siniestro escuadrón de tortura del gobernador.

—No voy a hablar con ellos.

Abrí la boca para decir que todo el mundo hablaba con los
quaestiones.
Entonces me detuve. No fanfarroneaba.

—Podrían matarme incluso —dijo Cloris con desdén—, pero lo único que les diría sería ¡que os jodan!.

—Encantador. En ese caso, no hay duda de que te matarían… Dime, pues, ¿dónde estabas aquella noche?

—Muy cerca.

—¿En el bar?

—No, pero estaba justo en el exterior mirando hacia dentro. —Había ventanas, aunque recordé que eran pequeñas y con barrotes.

—¿Qué te llevó hasta allí?

—Iba siguiendo a un hombre que nos había estado molestando.

—¡Qué valiente el tío! ¿Su nombre?

—Eso era algo que esperaba averiguar.

—Helena Justina me contó que hay un empresario que os presiona.

—No va a conseguir nada.

Suspiré pacientemente.

—Eso ya lo sé, Cloris. Pero también te conozco, mientras que él no está tan bien informado. ¡Estoy seguro de que harás que tome buena nota de su error! ¿Es romano?

—Es un hijo de puta.

—Eso ya lo deduje… O me ayudas o te callas. Si lo único que quieres es atormentarme, me voy.

Sonrió.

—Te ayudaré. Lo de atormentarte viene después.

—¡Oh, por favor! Sigamos.

Cloris se lamió los dedos para limpiárselos y miró hacia el cielo azul.

—Diré algo a favor de su esposa: ¡sabe cómo mantenerlo clavado al lecho conyugal! —Yo no dije nada. Mi comida permanecía intacta a mi lado, en el banco. En semejante compañía no iba a tocar el pan liso relleno… ni cualquier otra cosa, por cierto; sentía una marcada falta de apetito. Cloris continuó hablando, con el mismo recato con el que lo hacía todo—: Ese gran apostante (así, al menos, se considera él mismo) estuvo en nuestra casa dándonos la lata otra vez para que dejásemos que nos dirigiera. Lo echamos y luego yo salí tras él sin que me viera. Lo seguí por media ciudad hasta ese lugar de mala muerte, La Lluvia de Oro. Fuera, tuvo un apagado encuentro con esos otros cabrones, Piro y Ensambles.

—Los he visto.

—Cerdos —los declaró Cloris sin mucho entusiasmo—. Tuvieron una charla y luego entraron todos en ese antro. Me acerqué a hurtadillas. Poco después llegó el britano. Mostró interés…

—¿Por el lugar?

—No, bobo.

—¿Por ti? Ése era Verovolco. Típico de él.

—Entonces, ¿lo conocías, Marco? —pareció sorprendida.

—Lo conocía. Por eso me vi involucrado en el caso después. ¿Pudiste zafarte de él?

—No tenía ninguna posibilidad.

—¿Por qué no? Llevaba un magnífico torques. —Eso me recordó que tenía que averiguar qué había pasado con él.

—Y una magnífica y desproporcionada opinión de sí mismo. ¿Cómo podía enamorarme de él después de haber estado contigo, cariño? —Cloris soltó una sonora carcajada—. Puede que alguna vez me haya quejado de ti, querido Falco, pero resulta que estás muy bien comparado con un peludo «britúnculo», mil veces mejor.

—Gracias por nada.

—Compénsame después… Él quería entrar en La Lluvia de Oro, pero de ninguna manera podía acompañarle allí. No quería que el gran tipejo me descubriera.

—Pero da la sensación de que el britano tenía un compromiso previo.

Ella asintió con la cabeza.

—Dijo que alguien lo estaba esperando.

—¿Qué ocurrió cuando Verovolco entró?

—Durante un buen rato no mucho. De todas formas tampoco podía verlo muy bien, la ventana era demasiado pequeña. Ya había decidido abandonar y marcharme. Entonces los oí discutir.

—Escucha, ¿tú dirías que ya se conocían de antemano?

—Eso parecía. Los vi a todos sentados a la misma mesa. Tu britano había ido directamente hacia ellos; sin duda eran las personas con las que había quedado en encontrarse.

—¿Sobre qué discutían?

—No. Pero Verovolco se estaba llevando la peor parte. Hubo mucha palabrería y luego la cosa se puso fea. Parecía como si Verovolco se pusiera bravucón, pero no estaba a la altura. Nuestro poderoso aspirante a apoderado era el que mandaba. No hizo nada, se limitó a quedarse sentado a la mesa, pero vi cómo daba la señal con la cabeza.

—¿A Piro y a Ensambles?

—Sí. —Hizo una pausa. Cloris vivía en el estrato más brutal de la sociedad; había visto mucha envidia e ira en acción. Aun así, se estremeció al hablar del asesinato—. Piro y Ensambles agarraron al britano. Parecía como si lo hubiesen planeado. Cuando su jefe dio la señal lo levantaron de inmediato, le dieron la vuelta y se lo llevaron a rastras hacia la parte de atrás. Tendría que haber sabido que no podía fiarse de ese grupo, pero no tuvo ninguna posibilidad.

—Por supuesto no viste lo que ocurrió fuera, en el patio.

—No me hizo falta. Lo metieron en el pozo y lo dejaron allí. Al día siguiente todo el mundo se había enterado… De todos modos, vi la forma en que se reían cuando volvieron a entrar en el bar.

—¿Quién se llevó el torques?

—Piro, supongo. Es el encargado de recoger el botín.

—¿Pero no estás segura?

—No, no lo vi con claridad.

—Pues no te pases de lista —le advertí—. Dime solamente lo que viste con tus propios ojos. ¿Qué ocurrió después?

—¿Tú qué crees que ocurrió, cariño? El bar se vació como por arte de magia. Todo el mundo conoce la reputación de Piro y Ensambles. Salí corriendo de allí al frente de la multitud. No iba a dejar que me sorprendieran espiando a esa gente. Si no te conociera, me olvidaría de todo. ¡Sé lo que me conviene!

Me quedé sentado sin decir nada.

Cloris había asimilado mi estado de ánimo.

—Es un mal asunto.

—Todo Londinium parece estar lleno de malos asuntos.

Cloris, necesito saber más cosas de este hombre, vuestro aspirante a apoderado…

—Sabía que preguntarías.

—Lamento ser tan predecible.

—Ah, tú no cambias… —No tenía ni idea de lo que había querido decir con eso—. Es un misterio

dijo—. Surge de la nada cuando quiere enfrentarse con nosotras. No sabemos dónde se aloja, aunque sabemos que procede de Roma. Era como si llevara la palabra Roma escrita en todo su cuerpo, y no me refiero a las partes íntimas. Ni siquiera dice nunca cómo se llama. Exige que nos pongamos bajo su dirección y deja claro que será muy desagradable si seguimos diciendo que no.

—¿Puedes describirlo?

—Es una persona insignificante.

—Eso no sirve de mucho, Cloris.

—No…, ¡podría ser cualquiera! —soltó una risita—. No me preguntes. Sólo miro a los hombres con los que podría acostarme, cariño.

—Inténtalo, por favor.

—No es nadie, Falco. Si te cruzaras con él en la Vía Flaminia no lo mirarías dos veces.

—Entonces, ¿cómo logra ese discreto cabrón que te preocupes tanto?

—Amenaza silenciosa. Pero me las va a pagar.

—Ten cuidado. Deja esto para los profesionales. Estoy aquí para dar caza a esos rufianes… y, de hecho, mi viejo amigo Petronio también.

—Bueno, me alegra mucho oírlo —masculló burlonamente Cloris.

—¿Te acuerdas de Petro?

—Me acuerdo de los dos, haciendo el oso por ahí como un par de idiotas.

Sonreí, pero estaba pensando con calma.

—Cloris, ¿estarías dispuesta a hacer una declaración sobre el asesinato?

—¿Por qué no? Por ti puedo hacer de testigo.

—Te lo advierto, si nos proporcionas una confesión formal será peligroso.

—¡Bueno, tú cuidarás de mí!

Lo intentaría.

—¿Ya está, cariño? —murmuró. Sonó como una chica a la que un hombre hubiera decepcionado en la cama.

—A menos que se te ocurra alguna otra cosa que sirva de ayuda.

—No. ¿Y bien, ahora vendrás conmigo a casa?

—Ya hemos tenido nuestra conversación.

—¿Y desde cuándo es divertido conversar?

—Lo siento. Tengo otras cosas que hacer.

Ella se puso en pie, sin forzar la situación.

—¡Entonces no me inmiscuiré! En otra ocasión…

Por lo visto ahora Cloris podía encajar un rechazo. Me acordé de cuando decir no hubiera significado un reto. Pero en aquellos tiempos ella sabía que lo que yo realmente quería era que me dejaran exhausto.

Se marchó contoneándose por la acera con el paso tranquilo de una atleta entrenada. Yo seguí sentado un momento.

De pronto aparecía una testigo. Aunque no todo eran buenas noticias. Podía arrestar a Piro y a Ensambles cuando quisiera e interrogar a ese par… Eso era lo único que podía hacer. Si no confesaban, no habría llegado a ninguna parte.

Tenía una testigo, en efecto. Al menos había descrito lo ocurrido aquella noche. Pero nunca podría utilizar su declaración. Cloris era una gladiadora… legalmente infame. Toda información que proviniera de ella era incluso peor que la información dada por un esclavo. Aunque nos proporcionara cien declaraciones no podría comparecer ante un tribunal. Cualquier abogado competente, especialmente uno deshonesto, se lo pasaría en grande con su alegato para la defensa si alguien con una profesión tan baja como la de Cloris —y además, mujer— era nuestro único testimonio.

Me puse en pie para marcharme. El propietario debió de notarlo; apareció tras el mostrador. Me pregunté cuánto tiempo llevaría ahí, pero no tenía el aspecto de persona que hubiese oído la historia que contó Cloris.

—¿Algo más, señor? —me preguntó con deferencia.

—No, gracias. —Yo aún no había tocado la comida—. La Cuna en el Árbol —dije al tiempo que levantaba la vista hacia su cartel, en el que una cuna amarilla entre unas cuantas largas y delgadas ramitas lo corroboraba de forma desvaída—. ¡Es un nombre poco corriente para un establecimiento!

Él se limitó a sonreír y murmuró:

—Se llamaba así cuando me hice cargo del local.

Los nombres que les ponían a los figones estaban empezando a interesarme.

XXIX

Como necesitaba pensar, volví a la residencia y entré a hurtadillas. Evité las zonas de la casa donde podría encontrarme a gente y me dirigí a un salón del piso superior, el cual tenía unas puertas que daban a un largo balcón sobre el jardín. Allí me acomodé en una amplia y baja hamaca situada en la sombra. Oía el sonido de las fuentes de abajo, y de vez en cuando el piar del mediodía de los pequeños y acalorados gorriones al salpicarse en las casi vacías pilas de la fuente. Con una bebida fría podría haber sido una manera idónea de pasar la tarde. Por desgracia, de camino hacia allí, no me había hecho con nada de beber.

El día era tan cálido que podría haberme encontrado en Roma. (¡Ojalá!) Se notaba la diferencia. La atmósfera estaba demasiado cargada de polen de flores y árboles, el aroma de las rosas de agosto subía desde el jardín situado debajo de mí entre los ligeros efluvios de la campiña cercana…, sin embargo, no se percibía el perfume de los pinos. Dominaba la sensación de estar en el estuario de un gran río, con las gaviotas, que a veces graznaban mientras iban en busca de comida alrededor de los barcos amarrados. Cualquiera se daría cuenta de que Londinium era un puerto. Y se notaba que era extranjero.

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