El oficial, que también se había acercado detrás de mí, mencionó amablemente:
—La llaman Albia, creo.
—¡Albia! —probó a decir Helena en tono firme. La chica se negó a reconocer el nombre.
Dejé escapar un suspiro.
—Lleva un nombre romano. Buen truco. Una de nosotros… huérfana. —No era mucho más que un esqueleto de facciones amorfas. Tenía los ojos azules. Eso podía ser un rasgo britano. Pero había ojos azules por todo el Imperio. Nerón, por ejemplo. Incluso Cleopatra. Roma no era responsable de ella en absoluto.
—Es una pobre huérfana romana —dijo comprensivamente el oficial al tiempo que me daba un codazo en las costillas.
—La edad que parece tener se corresponde. —Flavio Hilaris y Elia Camila tenían una hija que nació en una fecha próxima a la Rebelión: Camila Flavia, que ahora gozaba de unos radiantes catorce años y era todo risitas y curiosidad. Los jóvenes tribunos que llegaran a aquella provincia probablemente se enamorarían de ella, pero era modesta y, yo lo sabía, estaba muy bien vigilada. Aquella muchacha sin hogar no se parecía en nada a Camila Flavia, su lamentable vida debía de haber sido muy distinta.
—En realidad poco importa si es de origen romano o no —me gruñó Helena, con los dientes apretados—. Ni siquiera importa que quedara en la indigencia a causa de un desastre que nunca hubiera ocurrido si Roma no hubiera estado aquí.
—No, mi amor. —Mi tono de voz era ecuánime—. Lo que importa es que tú te has fijado en ella.
—La encontraron siendo una recién nacida, llorando en las cenizas después de la masacre —se le ocurrió decir al oficial. El muy cabrón se lo estaba inventando. Helena nos miró fijamente. Era lista y despierta, pero poseía un enorme caudal de compasión. Había tomado una decisión.
—La gente siempre adopta a los niños que salen con vida de los desastres. —Ahora era yo el que hablaba. Yo también tenía un lado mordaz. La mirada desdeñosa de Helena me hizo sentir sucio, pero de todas formas dije—: El recién nacido que llora y es recogido de entre los escombros tiene un hogar asegurado. Representa la esperanza. Una nueva vida, intacta e inocente; un consuelo para otros que sufren en un paisaje arrasado. Por desgracia, después, el niño se convierte en otra boca hambrienta entre personas que a duras penas pueden alimentarse unas a otras. Es comprensible lo que ocurre después. Empieza un ciclo: el abandono que lleva a la crueldad, luego a la violencia y a abusos sexuales de lo más abyecto.
La chica tenía la cabeza apoyada en sus mugrientas rodillas. Helena estaba muy quieta. Yo me agaché y le acaricié la cabeza a Helena con el dorso de los nudillos.
—Tráela si quieres. —Ella no se movió—. ¡Pues claro que sí! Tráela, Helena.
El oficial chasqueó la lengua a modo de callado reproche hacia mi persona.
—¡Pícaro!
Esbocé una breve sonrisa.
—Recoge a los descarriados. Tiene un corazón tan grande como el mundo entero. No puedo quejarme. Una vez me recogió a mí.
Aquello también había empezado en Britania.
Daba la sensación de que habíamos estado fuera durante horas. Cuando Helena y yo regresamos, la residencia del procurador se hallaba iluminada con lámparas. En la casa reinaba el ambiente posterior a un banquete. Aunque Hilaris y su esposa dirigían su casa de forma tranquila, mientras el gobernador vivía con ellos participaban de buena gana de los inconvenientes de la diplomacia en el extranjero. Aquella noche, por ejemplo, habían proporcionado entretenimiento a unos hombres de negocios.
Helena se encargó de que alojaran en algún lugar seguro a su nueva protegida después de aplicar bálsamo a sus heridas. Yo me eché encima una túnica de calidad y salí en busca de sustento. Como quería abordar a Hilaris y a Frontino para hablar de la situación local, me preparé y me uní al grupo de la sobremesa. Aún quedaban bandejas de higos y otras delicias que habían puesto fin a la comida que nos habíamos perdido. Me lancé al ataque. Los higos debían de cultivarse en la región: estaban casi maduros, pero no sabían a nada. Un esclavo que pasaba por allí prometió encontrarme algo más sabroso, pero nunca le llegó el momento de hacerlo.
El duro día vivido en los bares de Londinium me había dejado hastiado. Traté de pasar desapercibido. Me habían presentado como el pariente del procurador, un detalle que los demás invitados encontraron muy poco interesante. Ni el gobernador ni Hilaris revelaron mi identidad de agente imperial, ni tampoco dijeron que se me había asignado la investigación de la muerte de Verovolco. No tenían la menor intención de mencionar dicha muerte a menos que surgiera el tema, aun cuando fuera la noticia local más emocionante.
En aquellos momentos los comensales estaban sentados en sus triclinios acolchados y cambiaban de sitio para conocer gente nueva mientras se retiraban las mesas portátiles, lo cual nos proporcionaba más espacio. Cuando llegué aún seguían con sus conversaciones, esperando que participara como o cuando pudiera, o que me sentara mansamente y me quedara quieto.
No puedo decir que me atrajera la idea de ser un adlátere. Nunca sería un cliente contento para ningún patrón. Yo quería tener mi propia posición social. Aunque fuera una posición que la gente despreciara. Como informante yo había sido mi propio hombre; lo había sido durante demasiado tiempo para cambiar. La gratitud no se conseguía fácilmente. No le debía nada a nadie y no rendía ningún tipo de pleitesía social.
Los invitados pertenecían a esa clase de personas que no me gustan mucho: mercaderes que buscan expandir sus mercados. Eran recién llegados, o relativamente recién llegados a Britania. La intención de su visita al gobernador era que éste les allanara el camino. Claro que, para Frontino, fomentar el comercio formaba parte de su trabajo. Pero aquella noche no dejó de hablar de sus planes: dirigirse al oeste con el ejército. Estuvo agradable, pero su entusiasmo se apoyaba en la ingeniería y la estrategia militares. Dejó claro que había pasado parte de aquel año estableciendo una nueva y gran base al otro lado del estuario de Sabrina y que no pensaba en otra cosa más que en regresar allí para supervisar una ofensiva contra las tribus no conquistadas; de modo que todos podíamos considerarnos muy afortunados por haberlo encontrado durante un breve retorno a la capital. Normalmente, sólo estaba allí en invierno.
Me pregunté si las frecuentes ausencias del gobernador en campaña fomentaban la corrupción y el desgobierno.
Cuando fui a sacar a Silvano de su barracón, tuve la impresión de que allí apostado no había más que un destacamento de vexilarios común y corriente, parte de una cohorte en concreto o tal vez pequeños destacamentos de cada una de las legiones. Oficialmente constituían la escolta del gobernador. su equivalente a la Guardia Pretoriana que le hacía de niñera al emperador. Pero esa situación no se debía a que fuera probable que alguien llevara a cabo una tentativa de asesinato. Los soldados de la guardia personal formaban parte de la parafernalia del poder. Siempre que Julio Frontino salía a caballo para dirigirse al escenario de la acción, la mayor parte de aquellas tropas tenía que ir con él. Sólo un remanente de su guardia se quedaba atrás para asegurar las tareas rutinarias de vigilancia.
Le plantearía el problema a Frontino. No era ningún idiota, y tampoco un jactancioso. No necesitaba que todos los legionarios disponibles se pegaran a él para ascender de posición. El ejército no constituía su único interés. Se encargaría de los proyectos civiles con ecuanimidad, de manera que se atendiera a la seguridad de Londinium. Si allí nos hacía falta personal, seguramente podría convencerlo para que lo proporcionara.
Tenía cuatro legiones en Britania; aquél era un período de poca actividad. El sur y el este se habían consolidado y romanizado en parte años atrás. Hacer que el oeste se definiera constituía el tema que centraba la atención del momento. Por desgracia, el norte también se había convertido en un problema. En una ocasión los brigantes, una importante tribu amiga de Roma, habían creado una extensa zona de defensa, pero en la época del predecesor de Frontino eso había cambiado de forma significativa y memorable. Fue una historia de escándalo, sexo y celos: la reina Cartimandua,, una temible mujer de mediana edad, se enamoró locamente del hombre que le llevaba las lanzas a su marido y que era mucho más joven que él. Los amantes trataron de hacerse con el poder. Al ultrajado esposo no le gustó nada todo aquello. Las lealtades divididas sumieron en una guerra civil a los antaño estables brigantes. Las locuras de los poderosos hacen gracia, pero no cuando los conflictos resultantes hacen que Roma pierda un buen aliado.
Cartimandua fue apresada, sin duda entre bromas ruidosas por parte de los legionarios, pero nuestra alianza con los brigantes se vino abajo. Frontino, o quienquiera que lo sucediera en su puesto, tendría que arreglar aquello: más presencia militar, nuevos fuertes, nuevas carreteras y tal vez una campaña de envergadura para someter a las salvajes colinas del norte bajo el control romano. Quizá no aquel año ni el próximo, pero pronto.
A pesar de la situación, la prudencia dictaba un nuevo estudio sobre la manera en que se dirigían las regiones colonizadas, incluyendo Londinium. Las tropas deberían proporcionar la protección propia de la ley y el orden, y algunos de los muchachos tendrían que abstenerse de pegarles puñetazos en la cabeza a los bárbaros. No tenía sentido que el ejército se abriera camino en todas direcciones si el caos hacía estragos tras él. Aquello era muy peligroso. Boadicea ya había mostrado con perfecta claridad cuáles eran los riesgos de la desafección en la retaguardia.
—¡Estás muy callado, Falco!
Frontino me dijo que me acercara. Estaba hablando con dos de los invitados más interesantes, un vidriero que provenía de la costa siria y un comerciante no especializado, también del este, de Palmira.
—¡Por Júpiter que sois intrépidos los dos…! No podíais haber viajado a un lugar más alejado en todo el Imperio!— Sabía cómo ser refinado cuando me tomaba la molestia. Frontino se escabulló y dejó que me las arreglara solo. Ya debía de haber oído sus historias. El vidriero se había encontrado con que la competencia de los famosos talleres sirios era demasiado para él; tenía intención de establecerse en Londinium, enseñar a unos cuantos empleados a soplar por unos tubos y a separar unas varillas multicolores y montar una línea de producción britana. Puesto que el vidrio es muy delicado, aquélla parecía ser una perspectiva mejor que la de importarlo desde largas distancias. Había artículos de primera calidad que indudablemente seguirían trayéndose de Tiro, pero al parecer aquel hombre había elegido una provincia que podía dar cabida a un nuevo gremio.
Al importador no especializado le gustaba viajar, me dijo. Unas cuantas insinuaciones me indujeron a pensar que quizás hubiera dejado tras él algunos pleitos. O tal vez una tragedia personal le hizo desear un nuevo comienzo; digamos que era lo bastante mayor como para haber perdido a una muy apreciada esposa. Britania le parecía un lugar exótico e ignoto y estaba dispuesto a negociar cualquier producto que tuviera demanda. Incluso había encontrado una chica, una britana; tenían planeado establecerse… Así que mi teoría era correcta, se trataba de un romántico que optaba por segunda vez por una nueva felicidad en un entorno distinto.
En otro momento me hubiera quedado fascinado con aquellos viajeros de lugares remotos, sobre todo con el tipo de Palmira, donde daba la casualidad de que yo había estado. Pero ninguno de los dos parecía estar «aprovechándose» de aquella provincia de la manera que Silvano había expuesto en sus quejas. Habían encontrado nuevas vías por explorar, pero eso hablaba a su favor. No representaban ninguna amenaza. Se ganarían la vida, suministrarían artículos en demanda y ofrecerían a la gente del lugar oportunidades bien recibidas.
La cuestión era que mis preguntas, allí, no iban a encontrar respuesta. Aquellas no eran las personas indicadas…, demasiado legales. Como de costumbre, me tocaba a mí hurgar entre los más sucios estratos de la sociedad. No iba a encontrar a mis culpables tratando de quedar bien con el gobernador. Los mafiosos nunca constatan su presencia abiertamente.
Puede que estuviera perdiendo el tiempo de todos modos. Por muy mala que fuera la escena que tenía lugar tras los muelles de Londinium, quizá no tuviera ninguna relación con el asesinato de Verovolco. Ni siquiera sabía si éste se había topado con algún chantajista. Tan sólo era una corazonada.
Elia Camila iba a abandonar la reunión. A su marido simplemente le comunicó por señas su intención de retirarse. Ella y Gayo eran tradicionalistas; compartían un dormitorio, sin duda. Más tarde intercambiarían opiniones sobre la cena de aquella noche y hablarían de sus invitados. Quizá comentasen mi tardía llegada e hicieran conjeturas sobre dónde había estado metido todo el día.
A mí, que ahora era su sobrino político, Elia Camila me obsequió con unas palabras y un beso de buenas noches en la mejilla. Le hablé brevemente de la rebuscadora de basuras de Helena (me pareció prudente hacerlo, pues podría ser que al día siguiente la muchacha hubiera destrozado la casa).
Elia Camila puso mala cara. Pero no se quejó, era leal a Helena.
—Estoy segura de que podemos sobrellevarlo.
—Por favor, no me culpes por esto.
—Bueno, te hace falta una nueva niñera, Marco.
—Pero preferiría dejar a mis hijas al cuidado de alguien que haya conocido una vida feliz.
—Esa chica puede tener una —discrepó la tía de Helena— si Helena Justina le toma cariño.
Suspiré.
—¿Quieres decir que Helena la reformará?
—¿Tú no lo crees así?
—Se esforzará en intentarlo… Helena siempre se encarga de hacerlo. Me transformó a mí.
Entonces Elia Camila me dedicó una sonrisa de inmensa dulzura que, para mi sorpresa, parecía sincera.
—¡Bobadas! Marco Didio Falco, ella nunca pensó que hubiera nada en ti que tuviera que cambiar.
Todo aquello empezaba a ser demasiado para mí: yo también me fui a la cama.
Al día siguiente, la «chica salvaje de Helena» se convirtió de inmediato en objeto de la atención de los niños de la casa. Las mías eran demasiado pequeñas para interesarse demasiado, aunque a Julia la vieron levantarse con paso inseguro para mirar. Eso lo hacía muy bien. A veces venía y se me quedaba mirando con una expresión de íntimo asombro que yo prefería no interpretar.