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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (19 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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Fingiendo ser un inocentón educado, volví a poner en su sitio la pesada tranca que sujetaba la puerta.

—¿Puedo volver más tarde?

—¡No! —gritó el hongo humano.

Como sabía que aún tenía que encontrar a la muchacha, me abstuve de contestar y me marché tranquilamente.

En realidad Albia estaba esperando. Cuando salí medio sofocado al aire fresco de la calle, ella gimoteaba. No había señales de que la hubieran golpeado, pero la habían desnudado; temblaba bajo una prenda interior rasgada, mas llevaba agarrado el vestido azul que los hijos de Hilaris habían buscado para ella, doblado ahora en un apretado paquete que asía con fuerza contra su huesudo pecho. Su única posesión en el mundo. Su primera experiencia agradable. Tal vez la única razón por la que confiaba en mí.

Le hice un gesto con la cabeza para que viniera conmigo. Fuimos hacia el porche de los baños, donde me detuve para limpiarme los pulmones; tenía que toser con fuerza o me entrarían arcadas.

—Apestas, chiquilla. —Sólo había estado un momento en el burdel, pero noté que yo también hedía. Yo podía esperar. En la residencia había unos buenos baños, pero tenía que dejar presentable a Albia antes de devolverla al cuidado de Helena. Tenía que hacerlo por mí.

—Nos vamos a casa. Ahora todo ha terminado. Será mejor que primero te laves un poco.

Petronio holgazaneaba junto a la caseta del encargado. Puesto que estaba haciendo guardia, no le hice caso; ésa era la norma.

Era la hora de los hombres en los baños con horarios alternos, según el sexo. No había manera de hacer entrar a Albia, y, por supuesto, no la iba a llevar yo. Convencí al encargado para que me diera esponjas y un cubo de agua caliente y llevamos a la chica al vestuario para que se lavara. No había clientes allí, entre los armarios, y eso al menos me evitó tener que preocuparme por si se escabullía por una puerta trasera.

—Si roba algo de ropa…

—No lo hará. —Tenía su preciado vestido azul.

Había un banco alrededor del vestíbulo donde se vendían las entradas. Dos mujeres jóvenes estaban allí sentadas haciéndose masajes de aceite de almendras en las uñas. Iban vestidas decentemente, con unos cabellos relucientes, bien peinados hacia arriba y tenían buena pose; sin embargo daban la impresión de ser prostitutas. A menudo las amigas se sientan en parejas, vestidas igual, claro, de modo que tal vez en mi interior las calumnié. Parecía que estaban allí esperando por si las moscas, pero no me hicieron ninguna oferta, ni siquiera mientras esperaba a Albia cruzado de brazos. Tras observar mis negociaciones en silencio, se pusieron en pie y se marcharon.

Volví al porche de nuevo, dándole a Petro la oportunidad de salir paseando discretamente tras de mí.

—¿Qué pasa? —murmuró.

—La protegida de Helena. —Nos quedamos uno al lado del otro, mirando hacia la calle y hablando con total naturalidad como si fuésemos dos desconocidos que intercambiaban unas palabras educadas mientras uno de los dos esperaba a un amigo—. Tengo algo que decirte, Lucio. —Tenía que fingir no saber nada de Maya—. Se trata de tu familia…

—Déjalo. Ya lo sé.

—¡Ah… ! Estamos desconsolados por ti. Eran unas niñas encantadoras.

Petronio no dijo nada. Noté que se obligaba a mantener un riguroso control de sí mismo. Al final dijo entre dientes:

—¿Qué te trae por aquí?

Podía actuar de ese modo si era lo que él quería. Necesitaba su consejo.

—Creo que acabo de tropezarme con un asunto de prostitución infantil.

—¿Has arrancado a esa chica del burdel, Falco? Podría ser una estupidez,

—Helena está protegiendo a esa pobre renacuaja. De entrada era mía.

—¡Eso explícaselo a ellos! ¿Te han visto?

—Me temo que sí. Lo llaman la Anciana Vecina. Me he topado con la abuela momificada de la vieja.

—Será un feroz enemigo —me advirtió Petronio.

—Podré arreglármelas. ¿Tú la has visto? —Su respuesta fue un gruñido—. ¿Quién es el Captor? —pregunté.

Petronio me lanzó una mirada penetrante.

—El proxeneta que va en busca de carne fresca. —Hizo una pausa—. Es peligroso. —Al cabo de un momento, me lo acabó de explicar—. Ya sabes cómo funciona. Se aprovechan de las niñas vulnerables. El Captor va por las calles recogiéndolas. Se las lleva, las viola y les pega, les hace creer que son despreciables, les hace ver que no tienen otra alternativa, las instala en algún gris agujero y las mata haciéndola trabajar. Sólo obtienen beneficio los que mandan. A los clientes les cobran, les hacen pagar de más y les roban. La vieja bruja retiene la carne nueva entre sus sucias zarpas, hasta que acaba sometiéndose y entonces el chulo dirige el trabajo de las chicas hasta que caen rendidas.

Manifesté con ira mi indignación. Traté de convencerme a mí mismo de que Albia no había formado parte de aquel negocio anteriormente. Cuando la secuestraron, ella ya sabía lo que le esperaba, pero aprovechó la oportunidad de pedir ayuda y yo la encontré justo a tiempo.

—Y dime —pregunté lentamente—, Longo, amigo mío, ¿estás en misión de vigilancia por asuntos de corrupción?

—Estoy de vigilancia —admitió lacónicamente.

—¿Corrupción?

—Corrupción. Y todo lo demás.

—¿Puedo osar preguntarte cómo es eso?

—No, Falco.

—¿Te incorporaste a la cohorte de Ostia?

—No funciona así. Los vigiles de Ostia no forman una cohorte aparte. Ostia está cubierta por miembros de las milicias romanas; los proporcionan las cohortes de forma rotativa. Yo sigo con la Cuarta.

—¿Entonces es Roma u Ostia la que se ha interesado por Britania? —pregunté con sequedad.

—Ambas, Falco.

—¿Y el gobernador no lo sabe?

—Creo que no. —El dejo de incertidumbre de Petro fue retórico. Lo sabía perfectamente.

—No tendrías que estar aquí. ¿Qué están tramando los vigiles, extendiendo su brazo hacia el extranjero? ¿Y a escondidas?

—Debía de ser un secreto. Si el prefecto de los Vigiles pidiera permiso para mandar aquí a sus hombres, la respuesta sería negativa. El ejército se ocupaba de todo en las provincias. El gobernador poseía toda la autoridad; Frontino se indignaría ante aquella maniobra artera. Aun suponiendo que los superiores de Petro lo hubieran mandado (y se suponía que lo habían hecho, puesto que sabían a donde escribirle), si lo pillaban trabajando allí, ellos negarían tener conocimiento de la misión.

El arresto sería el menor de los problemas que tendría con Frontino—. Te lo volveré a preguntar, réprobo: ¿cómo es eso?

Petronio estaba de pie con los brazos cruzados. Percibí en él un nuevo y sombrío humor, aunque seguía siendo él mismo. Un tipo grandote, generalmente tranquilo, sagaz, competente, digno de confianza. De hecho, era una lástima que rechazara a mi hermana. También era una pena que ella lo hubiese rechazado otras veces.

—¿Haces el papel de gorila en esta casa de baños? —aventuré—. ¿Y eso es una tapadera?

—Estoy buscando a alguien —admitió—. Quizá sean dos hombres. Sabemos que uno de ellos vino a Britania con toda seguridad, y el otro ha desaparecido de Roma. También están involucrados algunos secuaces, pero la operación consiste en atrapar a la gran pareja.

—¿Estás hablando de una banda importante?

—Sí, unos auténticos cabrones. Nos llamaron la atención en Ostia, aunque tienen su base en Roma. Creemos que han elegido Britania como nuevo mercado regional. Han colocado a encargados, todo un equipo de desarrollo, y parece que ahora han venido los cabecillas para organizar las cosas. Así que yo también estoy aquí.

—¿Tú y cuántos más?

—Yo —dijo—. Sólo yo. —Me estremecí; tal vez él también lo hiciera.

—Mierda, Petro. —En ese momento me volví para mirarlo—. Es una misión condenada al fracaso. —Petronio Longo, un hombre de serena inteligencia, no discrepó.— Estoy contigo si quieres —comenté entonces. Podía responder o rechazar mi oferta.

—Tu presencia en esta provincia dejada de la mano de los dioses —confirmó Petronio en tono compungido— era la única ventaja que había cuando acepté el trabajo.

—Gracias. —Volví a dirigir la mirada hacia la calle—. Supongo que no debo decir que podrías habérmelo contado, diantre.

—Eso es —respondió Petro—. No lo digas.

¿Quién sabe lo que estaría pensando ese granuja? Al menos parecía alegrarse de estar hablando conmigo. Yo también me alegraba.

—Pero, ¿por qué tú? —pregunté.

—Conozco Britania. Y es algo personal. —Me sorprendí. Petronio Longo estaba más sereno de lo habitual—. Quiero atrapar a uno de los capitostes. —Su voz era sombría—. Hace mucho tiempo que lo vigilo.

—¿Y aquí hay otro?

—Un nuevo socio. Un hombre al que aún no hemos identificado. Sabemos que existe, pero se ha mantenido en el anonimato. Espero poder ponerle un nombre mientras estoy aquí. Tendría que dejarse ver… un romano que está organizando una complicada red criminal de un tipo que nunca antes existió en Britania.

—¿Y qué me dices del que tú buscas?

—Podría estar en cualquier parte, pero creo que está aquí con su socio.

—¿Quién es?

Petronio Longo pensó en decírmelo, pero por alguna razón siguió su propio consejo. Mi trabajo raras veces incluía entrar en el mundo del hampa; supongo que el nombre no me diría gran cosa.

—Mientras no se trate esta vez del maldito Florio.

—¡Qué bromista eres, Falco! —Petronio me dio unas palmaditas en el hombro y luego esbozó una triste sonrisa. Florio había sido el inútil marido de su mal elegida y joven amante, Milvia. Ésta procedía de una de las peores familias. Su fallecido padre había sido un importante mafioso; su madre todavía lo era. En cualquier caso, ella era una delincuente aún peor que el padre. Florio, su patético marido, no contaba. Para Petro, la pequeña Milvia formaba parte del pasado …, razón por la cual dejamos el tema.

—¿Vives aquí? —pregunté señalando los baños con un gesto de la cabeza.

—No. Al otro lado del río. Hay una posada. —Una hospedería oficial para viajeros—. No está mal. Veo quién viene y va a la ciudad.

—¿Cómo puedo encontrarla?

—No aparezcas por ahí, Falco.

—No, no lo haré…, pero dime cómo encontrarla de todas formas. —Ya casi nos estábamos tomando el pelo como siempre.

—Cruza con el transbordador y la verás.

—Recordaré no hacerlo.

—Bien. ¡Entonces no nos veremos!

Albia salió. Su idea del aseo era pobre, pero se había vuelto a poner el vestido, que le tapaba gran parte de la mugre. Al parecer los olores del burdel no se iban tan fácilmente. Pero no había nada más que yo pudiera hacer sobre eso.

Petronio volvió a entrar. Conduje a Albia de vuelta por la calle estrecha, agachándome bajo la columnata para pasar más desapercibidos. Un error. De repente, la bruja de la Anciana Vecina saltó sobre nosotros desde una entrada. Antes de que yo pudiera reaccionar ella ya tenía sus garras sobre Albia.

La niña soltó un chillido. Fue un sonido asustado, pero lleno de resignación. Había sido una víctima durante toda su corta vida. El rescate parecía demasiado bueno para durar.

El asco me llenó la garganta de nuevo. Mientras la vieja trataba como una loca de arrastrar a la niña hacia el interior de su hedionda casa, yo agarré unas barrederas de un puesto de escobones. Normalmente no ataco a las abuelas, pero esa arpía era atroz y yo sabía cuándo infringir las normas. Golpeé a esa figura baja y obesa, azotándola furiosamente mientras le gritaba a Albia que escapara.

No sirvió de nada. Estaba demasiado acostumbrada a encogerse, demasiado habituada a recibir castigos. La guardiana de la casa de putas se la llevaba a rastras, en parte de un brazo y en parte del pelo. Al mismo tiempo, la vieja se las había arreglado para desarmarme de mis escobas. Cuando éstas cayeron rascando la acera a la puerta de una tienda de verduras, yo empecé a lanzarle a la secuestradora todo lo que pude agarrar: coles, zanahorias, manojos de espárragos verdes bien atados. Podría ser que a Albia la alcanzara alguna hortaliza voladora por accidente; ahora gritaba con más fuerza.

Había llegado el momento de dejarnos de remilgos. La madama soltó un gruñido, mostrando unos dientes podridos y un gañote manchado de vino. Había visto gargantas más bonitas en sabuesos que chorreaban sangre. Salté sobre ella, le rodeé el cuello con el brazo y le eché la cabeza hacia atrás al tiempo que dejé que notara que ya estaba blandiendo mi cuchillo. Soltó a la niña. Los gritos de ésta no hicieron más que intensificarse.

Un codo se hincó en mis partes con la fuerza de un ariete de demolición. Unos talones dieron patadas hacia atrás y me golpearon con una fuerza terrible mientras que el otro codo me dejaba sin respiración con una serie de salvajes arremetidas en la cintura. Las dos manos volvieron y trataron de arrancarme las orejas. Luego me agarró con ambas piernas y se tiró hacia delante, derribándome a mí también con su enorme peso.

Intenté echarme a un lado rodando. Pero era ella quien llevaba toda la iniciativa. A mí me dejó desconcertado aquel enorme fardo de grasa maloliente. Tenía las piernas aupadas en aquellos troncos de árbol que eran sus muslos. El cuchillo estaba en algún sitio debajo de nosotros, sin lograr gran cosa. Quería que Albia fuera a buscar a Petro, pero en compañía de mafiosos teníamos que seguir fingiendo que no nos conocíamos. Si la muchacha hubiera escapado, yo hubiese relajado los músculos y me hubiese retorcido para liberarme, pero sabía que ella seguía allí cerca, corriendo y brincando consternada. Oía sus grititos ahogados.

Llegados a un punto muerto, la mujer y yo forcejeamos, jadeantes. Yo había vencido mi retraimiento ante su edad y sexo. Era como luchar contra una babosa repugnante que hubiera surgido de algún negro lago a las puertas del averno. Mientras nos debatíamos, los harapos que llevaba se aflojaron, de modo que las puntas sueltas colgaban como las largas ramas de un hierbajo de Estigia. Ella se agitó y dio sacudidas. Me empujó, pero me aferré a ella clavando las uñas. Le hinqué una bota en la pantorrilla con fuerza suficiente como para romper hueso, pero sólo encontré carne y ella se limitó a proferir un gruñido airado. Unos mechones de pelo mugriento me azotaban los ojos. Le propiné un cabezazo en la testa. No sé lo que le hizo a ella, pero a mí me dolió.

De repente mi brazo derecho se soltó. Había perdido el cuchillo, pero lidié con la mujer con más fuerza. Tiré de ella agarrándola de los hombros y luego le estampé la cara contra el suelo una, dos y tres veces. Estábamos tumbados en la alcantarilla, de manera que la estaba golpeando contra el bordillo. Oía los resoplidos de mi propio esfuerzo.

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