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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (22 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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Encontré a Helena después, tal como esperaba, sola. Estaba sentada en una silla envolvente con fingida indiferencia. Era teatro. Estaba esperando que llegara y la encontrara. Yo había llevado a cabo unos apresurados preparativos. Hasta me bañé rápidamente; nunca discutas con una mujer si sabes que ella se ha perfumado dulcemente con canela y tú apestas. Para que mi aseo no pareciera demasiado calculado, salí entonces corriendo a buscarla descalzo y despeinado. El amante impaciente con su atractivo aspecto descuidado: aquella noche tendría que aplicar mis tácticas más sutiles.

Me agaché junto a un diván y me quedé derecho, con el codo apoyado en el reposabrazos del extremo.

—¿Quieres que te cuente cómo me ha ido el día?

Lo hice de forma escueta. Me atuve a los hechos. Poco después de empezar, cuando describía cómo me llevé a Albia, Helena interrumpió:

—Ni siquiera me consultaste.

—En eso me equivoqué.

—Eres el hombre de la casa —comentó ella con sarcasmo.

Seguí adelante con la historia. Ella escuchó, pero no me miró en ningún momento.

—Entonces fue cuando las chicas gladiadoras me tomaron bajo su custodia por la fuerza. El resto ya lo sabes.

Me senté, agotado. Daba gusto estar recién lavado y con una túnica limpia. También era peligroso, aquél no era momento de relajarse y quedarse dormido. Casi sería mejor que me desmayara en pleno acto sexual. Un tema en el que el cansancio no me impedía pensar… pero un placer que no iba a obtener aquella noche.

Cuando por fin Helena levantó la vista yo le devolví una mirada tranquila. El amor que había en mi expresión era natural, ella tenía que creerlo. Yo nunca había conocido a nadie como ella. Estudié su rostro, todos aquellos conocidos rasgos desde la muy prominente barbilla hasta las pobladas y fruncidas cejas. Tras llegar a casa se había vuelto a peinar rápidamente; eso lo supe por la nueva disposición de las nudosas horquillas de hueso. Vio que me daba cuenta de ello y quiso odiarme por ser tan observador. También se había cambiado los pendientes. Los colgantes de lapislázuli siempre le hacían daño en las orejas; en aquellos momentos llevaba unos más pequeños, de oro.

—¿Y tú quieres que te cuente cómo me ha ido a mí el día? —Luchadora como siempre, Helena me desafió.

—Me encantaría.

—No voy a darte la lata con la tediosa rutina de obligaciones de la mañana y la tarde. —Gracias a Júpiter por eso.

—Siempre tengo gran curiosidad por tu amplio círculo social, Helena —le reproché con delicadeza.

—Eso no parece propio de ti.

—No, parece propio de un asno pomposo —dije—. Pero tú tampoco eres tú misma. Imagino que tienes cosas que contarme.

Helena tenía muchísimas ganas de lanzarme un cojín, pero observó su dignidad. Mantenía sus largas manos enlazadas con firmeza en su regazo para contenerse.

—¿Has averiguado qué estaban haciendo esas mujeres en la calle cuando te separaron de la pelea con la encargada del burdel? ¿O estabas demasiado atareado tonteando con Cloris para formular una pregunta útil?

Noté que los dientes se me apretaban.

—¿Acaso le has preguntado tú?

—Logré hacer algunas indagaciones mientras soportaba su compañía. —La verdad es que no dijo en tono glacial: «mientras tú retozabas en el nido de amor»—. Hay un hombre de negocios que está tratando de hacerse cargo del grupo. Las está avasallando y eso a ellas no les hace ninguna gracia. Trabajan sin necesidad de un representante y no quieren darle tajada a nadie.

Me pregunté si se trataba del gángster que Petronio estaba buscando.

—¿Cómo se llama?

—No lo pregunté. Lo único que quiere es explotarlas. Saben que también dirige algunos burdeles —me explicó Helena—. De manera que cuando intentaste ayudar a escapar a Albia ellas intervinieron. ¡Me dijeron que las necesitabas!

—Eso es una burla de mal gusto, tanto por tu parte como por la suya.

Helena Justina siempre había sido una persona justa. Se quedó callada un momento y luego asintió: —Albia me dijo que la vieja era horrible.

—Cierto.

—Albia está muy afectada por lo ocurrido. Aún tengo que lograr que me cuente toda la historia.

Se hizo el silencio. Antes Helena hubiera comprobado si estaba herido, examinándome por si tenía sangre o magulladuras. Aquel día no había ninguna posibilidad.

—¿Tienes algo más que contarme, flor?

Ella consiguió no exclamar ¡no me llames así! En lugar de eso, fingió no enterarse.

—¿Por qué trajiste a las niñas?

—No volvías a casa. Todas salimos a buscarte. –Nunca expresaba su pánico. Antes que mencionárselo a cualquiera de la residencia, prefería recorrer las calles ella misma. Cuando se encontró con Albia y supo que yo tenía problemas, debió de agarrar a las niñas y echar a correr.

—Estás loca, amor. La próxima vez habla con tu tío y hazlo como es debido.

—Aún permanecían ocupados a la hora de la cena. Nos visitó un grupo fascinante. —Aguardé para oír más—. Norbano vino otra vez, sin duda para revolotear alrededor de Maya. Creo que todos esperaban que ocurriera eso. Maya pareció bastante trastornada pero se lo tomó con buenos modales. Él se comporta como una persona muy agradable.

—Yo hago una distinción —observé secamente— entre cuando dices que alguien es agradable y cuando expresas que sólo lo parece.

—Norbano da la impresión de ser sincero —dijo Helena.

Si está interesado en Maya, espero que lo sea. Pero siempre cabe la posibilidad de que sea él el pez gordo que Petronio está persiguiendo.

Helena estaba entonces demasiado intrigada para pelear: —A mí me parece que Norbano es demasiado transparente. «Buscar oportunidades inmobiliarias», como dice que hace él, es como decir a gritos que he aquí un hombre que podría ser un chantajista. Si así fuera, disimularía su interés.

—Eso es lo que tú crees. Pero a esta clase de individuos les gusta dejarse ver en las recepciones de las más altas esferas. Rondan por los círculos legales y se engañan a ellos mismos creyendo que se han salido con la suya. Bueno, muy a menudo lo hacen.

—Ahí es donde conocen a personas influyentes —dijo Helena.

—¡Y a mujeres importantes! No todos ellos se pegan a chicas de gángsters con cabellos brillantes y fanegas de joyas. Algunos anhelan mujeres con fortuna y espléndido linaje. Las mujeres parecen buscárselo. Cuanto más gloriosa es la reputación que sus antepasados se esforzaron por conseguir, más rápido se malgasta. Si el emperador tuviera una hija viva, sería una buena presa.

—¡Me gustaría ver a Vespasiano ocuparse de ello! —Helena lo admiraba bastante. Me pareció que podría resultar un pésimo panorama.

—¿Quién más vino para presentarse a Frontino y al tío Gayo esta estupenda noche?

—Más importadores preguntándose si deberían haberse puesto toga… y un abogado con la esperanza de conseguir nuevos clientes.

—Si ahora Britania atrae a letrados sin escrúpulos, todo ha terminado. La civilización ha llegado… con su sufrimiento y sus costes.

—Él podría ser el delincuente —insistió Helena.

—Podría serlo, en efecto. ¿Tenía anillos hechos con pepitas de oro macizas? ¿Llevaba con él a unos hombres corpulentos con garrotes para que lo protegieran? ¿Cómo se llama?

—Popilio.

—Tengo que echarle una ojeada.

—¿No es trabajo para Petronio?

—¿Por qué tiene que ser él el único que se divierta? Si creo que este cortesano promete, entonces le daré un empujón a Petro en la dirección correcta.

—Tú sabes más que nadie.

—No seas así.

Parecía que no había nada más que decir. Confesé que estaba sumamente cansado y que debía irme a la cama. Aunque a primera vista hubiéramos hablado con normalidad, Helena no dio muestras de que fuera a venir conmigo.

Al llegar a la puerta, me di la vuelta y dije en voz baja:

—Nunca he hablado con nadie de la forma en que lo hago contigo. —Helena no dijo nada. Lo había empeorado todo—. No hice nada malo. Lamento que creas lo contrario.

Bien sabía yo cómo se había sentido ella. Fue entonces cuando finalmente empezó a demostrarlo.

—Bueno, Falco, la cuestión es que ambos sabemos que podrías haberlo hecho.

No pude decir nada. El asunto se había resuelto con su presencia. Pero si Helena no hubiese intervenido… ¿quién sabe?

Solo en la cama, me pasé horas sin poder dormir. Al final me desperté como atontado de un sueño ligero y me cercioré de que Helena hubiera entrado con sigilo en la habitación. Había ocupado una apartada silla en silencio. Aunque el asiento contaba con un escabel, la tenue luz que entraba por los postigos abiertos me dejó ver que ella estaba encorvada, abrazándose las rodillas. Para entonces ya debía de haberse dado cuenta de lo incómodo que era, pero cuando mi respiración cambió, ella dejó de moverse de forma inquieta.

Era bueno que estuviera allí. Pero era inevitable. Nos encontrábamos en la casa de otra persona. Había un montón de habitaciones a las que mudarse si te peleabas con tu marido, pero también había montones de esclavos chismosos haciendo incursiones por todas partes. A Helena le daría vergüenza que alguien se enterara de nuestra situación actual.

—Ven aquí. —Mi voz sonó más disgustada de lo que pretendía. No hubo respuesta. ¿Me sorprendía? Para la siguiente tentativa elegí mejor el tono—: Ven a la cama, amor… Si no tendré que ir a buscarte.

Eso no iba a aceptarlo. Lentamente se acercó arrastrando los pies y se metió en la cama. Aliviado, me quedé dormido un momento. Por fortuna me desperté enseguida.

—Acurrúcate conmigo.

—No —dijo ella, por orgullo.

Con un gruñido, me puse de lado y la abracé, apretándola contra mi corazón.

—Todo esto es por nada, amor.

Los hombres podrían alegar que semejantes situaciones siempre son por nada. Las mujeres dirían que las discusiones por nada son, en realidad, por todo.

Así que allí estábamos, tumbados, Helena aún rígida y resistiéndose. Hasta cierto punto tenía razón. Incluso entonces, cuando la arrullaba para que no sufriera, yo estaba pensando en otra mujer…; de modo que en cierto sentido la traicioné. Pero, ¿cómo no iba a acordarme? Cloris y yo nos habíamos entregado demasiado tiempo a la lujuria y el asunto había terminado mal, todo ello antes de que yo pudiera imaginarme siquiera conocer a alguien como Helena. Si entonces no hubiese dado la casualidad de que fui a Britania estando Helena Justina allí, ella y yo nunca nos habríamos conocido.

Yo era un hombre. Cuando me encontraba con una antigua novia me ponía tierno y nostálgico (¿las mujeres no lo hacen?). Pero era a Helena a quien tenía entre mis brazos esa noche y no tenía ningún deseo de que eso cambiara.

Al final dejé de recordar los viejos tiempos. Antes de sumergirme en el sueño, pensé con cariño en una mujer durante un ratito más. En esa ocasión, si traicioné a alguien, no fue a Helena.

XXVII

Por la mañana, el espíritu combativo seguía estando con nosotros como pesada borra mojada. Helena se levantó sola, se aseó con premura y desayunó en nuestra habitación. Lo hizo para evitar preguntas indiscretas en el bufé común. No me ofreció nada, pero dejó bastante en la bandeja por si lo quería. Enfurruñado, opté por bajar al comedor.

Por supuesto, Maya se había enterado del incidente con Cloris. Estaba en buena forma.

—Siempre he pensado que se trata de una arpía malvada. Y ahora trabaja en la arena…, es una vergüenza. ¿Vas a dejar que una mujer como esa amenace todo lo que has conseguido? ¿Qué te parecería, Marco, si Helena Justina se divorciara de ti?

—¡Es una pregunta estúpida! —La bandeja privada del piso de arriba se volvió cada vez más atrayente; demasiado tarde. Cogí un panecillo de un cesto y le hinqué el diente.

No íbamos hacia el divorcio ni mucho menos. Bueno, todo lo que Helena y yo habíamos hecho para considerarnos casados fue decidir vivir juntos; para ponerle fin, lo único que ella tenía que hacer era dejarme. La ley romana es generosamente razonable en cuanto a esas cuestiones. Injustificadamente razonable, diría más de uno de mis clientes.

Mi hermana sonrió con aire de superioridad.

—Creía que nos habíamos quitado de encima a esa intrigante hacía años. No le digas a madre que la has visto.

—A ver si lo entiendes. Cloris es agua pasada, Maya. ¡Dejaré que seas tú quien le dé la noticia a mamá sobre tu muy obsequioso y nuevo pretendiente, el amante de la música!

—Me ha invitado a su villa, río abajo.

—¡Qué feo método de conquista!

—Tal vez vaya.

—Pues puede ser que te arrepientas.

Helena entró al comedor, elegante y lista para la acción. No cruzó ni una sola mirada con Maya; hay mujeres que se sumen en la reflexión con sus amigas cuando están afligidas, pero Helena rechazaba la conspiración femenina. Por eso me gustaba. Venía a mí con sus problemas: incluso cuando yo mismo era el problema.

—He estado pensando, Marco. Tendrías que hablar con Albia acerca de la muerte de Verovolco. Siempre estaba rondando por los bares, tal vez haya visto algo.

—Buena idea…

—Yo también vendré.

Sabía cuándo tenía que aceptar la ayuda matrimonial.

—Eso estará muy bien.

—No te engañes —dijo ella, sincera como siempre—. Voy a vigilar en qué andas metido.

Hice el peculiar y encantador gesto de levantar una ceja en plan juguetón.

—¿Todo el día?

—Todo el día —confirmó ella con sobriedad.

Sonreí y me volví hacia Maya.

—A propósito, ayer vi a Petro.

—Qué suerte.

Noté que Helena pensó que lo que acababa de conseguir era aumentar la probabilidad de que mi hermana bajara flotando por el río Támesis en busca de pastelitos y fuertes oleadas de seducción en villa Norbano.

Entonces me di cuenta de que el hijo de Maya, Mario, había estado sentado bajo una mesa auxiliar dándole de comer a su perro.

¿Dónde estaba el mío?

—Dejé a
Nux
con Albia para que la consolara anoche –dijo Helena.

—Me lees el pensamiento, Helena. Será mejor que lo afrontemos. Pensamos igual: somos una pareja.

—¡Oh, eso ya me lo conozco! —bramó ella. Causó consternación entre los esclavos que fregaban el suelo del pasillo. Logré darle un buen puntapié al cubo de agua cuando pasamos andando junto a ellos—. Marco…, trata de decidir qué quieres en la vida para que así todos podamos seguir adelante.

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