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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (20 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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La situación cambió sin previo aviso. Había llegado más gente. Tiraron de mí bruscamente para apartarme y recibí un aluvión de porrazos para dominarme. Vi que a la vieja la arrastraban hacia atrás, calle arriba, sujeta por sus piernas separadas. Ahora le tocaba a ella gritar; aquello sí que era tratar a alguien con dureza. Tras sacármela de encima a mí me lanzaron de cabeza, aunque había recuperado mi cuchillo. Fue inútil: un pie calzado con bota me pisó la muñeca enérgicamente y me la inmovilizó. Tenía otro pie en el cuello que aplicaba la presión suficiente para amenazar con rompérmelo.

Me quedé tumbado en el suelo sin moverme.

—¡Levántate! —Sé reconocer la autoridad femenina. Me puse en pie de inmediato.

—¿Qué ocurre?

—¡No hables! —El viejo tópico.

Todavía tenía el cuchillo; nadie hizo ningún intento para quitármelo. Por mi parte tampoco hubo ningún intento de utilizarlo…, no con un par de espadas que me pinchaban la espalda a través de mi rota túnica y una tercera arma, que brillaba justo delante de mí apuntándome al corazón.

Ya sabía qué podía esperar de todo aquello; había oído las voces. Una mirada a mi alrededor confirmó lo peor. Albia se había esfumado. La vieja estaba ahí tendida fuera de combate, tirada en el suelo cerca del burdel. Y a mí me capturaba una eficiente banda de jóvenes muchachas bien vestidas y peligrosamente armadas.

Mientras me obligaban a ir con ellas, vi a Petronio Longo en el porche de la casa de baños. Estaba observando cómo se me llevaban con una sonrisa sardónica apenas perceptible.

XXIV

La casa a la que me habían llevado las gladiadoras parecía pequeña, pero intuí que eran muy pocos sus ocupantes. La habitación en la que me dejaron estaba casi a oscuras. Se hacía de noche. Los débiles sonidos domésticos y los leves olores indicaban que la gente andaba atareada con la cena. A mí no me trajeron nada de comer. Para los informantes, el pasar hambre era la lacra de su oficio.

No me habían atado, pero la puerta o bien tenía el cerrojo echado o estaba atrancada. Mantuve la calma. Bueno, al menos de momento. Tras la captura, no habían ejercido ningún tipo de violencia sobre mí. Aquellas mujeres eran luchadoras, pero mataban de manera profesional: para engordar el monedero del ganador. Si me habían llevado allí por alguna razón, no parecía ser una que me requiriera muerto.

De todas formas no me fiaba. Eran luchadoras, y eran muchas.

Cuando llegó la fase de entretenimiento de su velada, en la que algunos de los comensales podrían haber llamado a unos volatineros, unos enanos ocurrentes o a unos flautistas, ellas vinieron a buscarme. La casa era elegante. Debía de contar con un comedor; pensé con nostalgia en sobras de comida. Pero ellas estaban esperando para divertirse conmigo en un pequeño jardín con columnatas. Llegué allí pasando por silenciosos pasillos de nivelado mosaico. Desde algún lugar llegaba la evocadora fragancia de las humeantes piñas de pino usadas en el ritual de la arena. Desde algún otro punto provenía un exasperante y ligero aroma de cebollas salteadas, utilizado con el fin exclusivo de torturar a hombres hambrientos.

Mis captoras se apoyaron con distinción contra las columnas mientras yo permanecía de pie en el centro como un chiquillo que ha hecho de las suyas. Si oyeron cómo me sonaban las tripas, aquellas chicas no hicieron ni caso, demostrando así que los gladiadores son inmunes a la crueldad. Debía de ofrecer un espectáculo lamentable: sucio y magullado, deprimido, desconcertado, exhausto y oliendo mal. Tales cualidades son habituales en mi oficio, pero puede que un grupo de luchadoras femeninas no lo considerara tan pintoresco. Pertenecían a una clase que era legalmente infame, excluida de todos los derechos de la sociedad. Los informantes tal vez sean vilipendiados, objetos de burla que nunca llegan a cobrar sus honorarios; no obstante, yo era un hombre libre. Tenía derecho a votar; a hacer trampas con mis impuestos y a fastidiar a mis esclavos. Esperaba que esas mujeres al margen de la sociedad no envidiaran demasiado todo aquello.

Estaba intranquilo por otro motivo. Todos los hombres saben desde la pubertad que las mujeres en la arena son depredadores sexuales que te agarran por los huevos.

A simple vista ocultaban cortésmente ese aspecto. Aunque las dos a las que había visto por primera vez en los baños habían tenido el aspecto de mujeres de vida alegre a la espera de algún cliente, al estar relajadas en casa con todo el grupo —en aquel momento allí habían cinco o seis— parecían ninfas de los bosques que no pensaban en otra cosa que no fuera perfeccionar ecos difamatorios. Vestidos blancos lavados y planchados, melenas peinadas hasta la saciedad, dedos de los pies cuidados que asomaban en unas zapatillas para estar por casa bordadas con cuentas. Podrías hablar de poesía con aquellas bellezas… hasta que percibieras su arrogancia, sus músculos y sus cicatrices ya cerradas. Constituían un grupo curioso y variopinto. Altas o diminutas, rubias o de piel negra como el ébano: una buena variedad de taquilla. Había una de ellas que destacaba: una chica que pensaba que era un chico, o un chico que creía ser una chica.

Al principio no pregunté por qué no estaban encadenadas en unos barracones para gladiadores. ¿Cómo podían permitirse llevar una agradable casa de proporciones considerables? Entonces lo entendí. Sí, sus colegas sin formación debían de estar sometidas a desastrados lanistas en las escuelas de entrenamiento, pero aquéllas habían logrado independizarse. Aquéllas eran las luchadoras que habían triunfado. Las que habían fracasado estaban muertas.

—¿Estáis pensando en dejarme ir? —les pregunté mansamente.

—Amazonia ya viene para acá. —Fue una muchacha de color sumamente alta y delgada la que me habló primero.

—¿Y ésa quién es?

—Ya te enterarás.

—Suena alarmante.

—¡Pues asústate! ¿Y tú quién eres?

—Mi nombre es Didio Falco.

—¿Y a qué te dedicas, Falco? —La clara insinuación me hizo pestañear. ¿O se trataba de pura sugestión? Abandonando el impulso de bromear diciendo que no era más que un haragán que andaba con niñas, se lo expliqué sin rodeos: que trabajaba para el gobernador y estaba investigando la muerte de Verovolco. Me pareció mejor ser sincero. Tal vez ya supieran quién era yo.

Intercambiaron unas miradas. No sabría decir si eso significaba que estaban impresionadas por mi posición social o si el nombre de Verovolco era significativo.

—¿Qué se siente al ser rescatado? —dijo con desdén una robusta morena.

—Da asco.

—¿Porque somos mujeres?

—No necesitaba ayuda. Me estaba defendiendo bien.

—¡Pues desde donde yo estaba no lo parecía! –exclamó ella, riendo. Todas soltaron una carcajada. Yo sonreí—. Bueno, está bien, señoras. Dejadme entonces que os dé las gracias.

—¡Déjate de encantos! —clamó el chico que creía ser una chica (o la chica que pensaba que era un chico).

Yo me limité a mirarlo (o mirarla) y a encogerme de hombros.

—¿Sabéis qué ha sido de la adolescente que estaba arrastrando esa arpía?

—Se encuentra a salvo —intervino una pulcra rubia de estilo griego. Tenía una nariz salida directamente del peristilo de un templo ateniense, pero una voz tan corriente como la de un pescador de buccinos del puerto.

—No la asustéis; hoy ya ha soportado bastantes cosas. Estaba bajo la protección de mi esposa.

—¡Pues tendrías que haberla dejado con tu mujer, pervertido!

Ahora empezaba a entender por qué me habían atrapado: lo que esa dura asociación de mujeres había hecho era defender a Albia. Eso era estupendo… pero no estaba claro si me veían como a alguien que profesaba un trato injusto.

—No traté de convertirla en una joven prostituta. Lo que yo quería era sacarla de eso.

Tal vez se habían dado cuenta de ello. (Pero quizá no les importaba.) La griega apoyó el pie en una balaustrada, dejando al descubierto un buen trozo de magnífica pierna bien frotada con piedra pómez bajo una falda sin coser. Aquella acción, por lo visto inconsciente, me hizo tragar saliva conscientemente.

—Ahora está con nosotras. —Sería dificil explicárselo a Helena.

—Bueno, mi consejo es que os lo penséis dos veces. Albia no es una esclava. Convertir a un ciudadano libre en un gladiador de manera ilegal es un asunto grave. Podríais acabar todas despedazadas con los criminales. —Ése era el acontecimiento matutino en una arena, cuando a los convictos se les infligía un sangriento castigo: golpes y cuchilladas sin posibilidad de indulto. Los vencedores pasan directamente a otra pelea y al último lo mata el cuidador de la pista sobre la empapada arena roja—. Además —probé a decir—, ya la habéis visto, no es en absoluto idónea. No posee ni la complexión ni el cuerpo adecuados. También puedo deciros que no es veloz, no tiene inteligencia combativa, ni suavidad de movimientos…

Mientras yo repartía halagos a diestro y siniestro, desde algún lugar a mis espaldas me llegó una irónica salva de aplausos. Una voz dijo en voz alta: —¡Vaya! ¿Por qué no añades que tiene los pies planos, mala vista y que las tetas le estorban?

¡Roma! El acento, el lenguaje y la actitud me llevaron de regreso al hogar. La familiaridad me provocó un nudo en la garganta. Hasta me dio la sensación de que conocía esa voz.

Me di la vuelta. Hasta el momento había durado lo bastante en aquella confrontación como para sentirme completamente relajado. Eso estaba a punto de cambiar.

—Amazonia —me informó una de las chicas a mi izquierda. Al menos esas fuertes doncellas eran bien educadas. Cuando terminaban de aporrear gruesos postes de madera con sus espadas de entrenamiento, alguien debía de secarles el sudor con una esponja y someterlas a una hora de lecciones de diplomática etiqueta.

Cuando mis ojos se encontraron con la recién llegada me quedé atónito. Unos ojos marrones muy abiertos me miraban alegremente. Amazonia iba vestida de blanco como las demás, lo cual destacaba su piel morena y sensual. Llevaba el cabello peinado hacia la parte superior de la cabeza y atado allí en una serpenteante cola de caballo de unos sesenta centímetros de largo; unos capullos de flor adornaban el recogido. Yo me esperaba una jefa de grupo altanera y sin sentido del humor, con planes para humillarme. Me encontré con un pequeño tesoro de cuerpo flexible, cálido corazón y un natural muy atractivo. ¿Era un instintivo reconocimiento masculino de una buena compañera de cama? No. Ya conocía a esa mujer. Dioses, hubo una época en mi turbio pasado en que la conocí bastante bien.

Había cambiado de profesión desde la última vez que la vi, pero no en muchas más cosas, supuse yo. Presentaba unas finas arrugas de más alrededor de los ojos y un aire de curtida madurez, pero todo lo demás estaba exactamente igual a como yo lo recordaba, y tal y como yo lo recordaba estaba todo en su sitio. Un destello en su mirada me dijo que ella también se acordaba de todo. Era una funámbula de Tripolitania. Creedme, era la mejor funámbula que hayáis visto jamás: una acróbata de circo magnífica … e igualmente buena en otras cosas. De ninguna manera podría explicarle a Helena aquel encuentro casual.

Dudaba que la llamada Amazonia estuviera sorprendida de verme. Debía de haber estado escuchando un rato. Tal vez sabía exactamente quién era el lamentable cautivo al que iba a inspeccionar.

—Gracias por cuidar de él. Para todas vosotras… ¡éste es Marco! No es tan corto de entendederas como aparenta.

Bueno, no del todo. Marco y yo somos viejos, viejos amigos.

Me defendí débilmente.

—¿A quién se le ocurrió el
num de guerre?
¿Amazonia? Hola, Cloris.

Ella se ruborizó. Hubo otra que se rió con disimulo, aunque en voz baja. Noté el respeto que le tenían. No había duda de que era su líder … Bueno, eso era de esperar; hubo una época en la que ella hubiera podido conducirme por las praderas en flor durante todo el camino hasta el Elíseo.

—Ha pasado mucho tiempo, Marco, cariño —me saludó con una sonrisa rapaz la chica que yo conocía como Cloris.

Entonces sentí el miedo cerval de un hombre que acaba de encontrarse con una antigua novia a la que consideraba tan sólo un recuerdo… y descubre que ella aún está interesada en él.

XXV

—¡Vaya, vaya! ¡Esto sí que es todo un placer! —exclamó con una radiante sonrisa.

—¿Me has echado de menos?

—¿Por qué razón? ¿Es que te conocía o algo por el estilo? —bromeó.

—Ni te diste cuenta de que me había ido —repliqué incondicionalmente.

—Pero si fui yo la que te dejé, Marco, cariño. Si ella quería pensar eso, pues muy bien—. En realidad, a quien estaba abandonando era a tu malvada y anciana madre.

—Cuidadito, mi madre es una mujer maravillosa y te tenía muchísimo cariño.

Cloris me miró fijamente.

—No lo creo —dijo, con un tono peligroso. Ya estamos, pensé yo.

Me habían llevado a un recinto privado en el que había, desparramadas, unas pieles de animales muy caras. La mayor parte de ellas bastante aplastadas, lamento decir. A Cloris siempre le había gustado tener muchos sitios en los que tumbarse. Ysiempre que se dejaba caer en una posición reclinada, su intención no era precisamente la de descansar. Aquella habitación había sido testigo de mucha acción de la que a ella le gustaba, si es que yo era quién para juzgar.

Estaba pintada con mucho dramatismo: paredes de un rojo oscuro salpicadas con detalles negros. Si te atrevías a mirar con detenimiento, las ilustraciones mostraban mitos violentos en los que personas infelices eran despedazadas o atadas a ruedas. La mayoría de aquellas pinturas eran diminutas. No me inquieté demasiado al mirar a los toros que arremetían fieramente a las víctimas enloquecidas; era una imprudencia apartar la vista de Cloris.

—¿Qué le ha pasado a la muchacha?

—Se ha vuelto a escapar. –Al menos Cloris nunca fue una chica que recurriera a subterfugios. Ése era el problema en los viejos tiempos: siempre le había gustado que mi madre supiera sin rodeos lo que estaba pasando. Mi madre siempre se escandalizaba puesto que yo, sabiamente, nunca le contaba nada.

—¿Has dejado marchar a la niña? —Demostré mi irritación—. Mira, si alguna de vosotras la ve otra vez, ¿la retendréis, por favor? Es una golfilla metida en problemas. Se llama Albia. No quiero que le suceda nada malo.

—Lo más probable es que corra derecha al burdel, esa pequeña idiota. —Me imaginé que, por desgracia, Cloris estaba en lo cierto—. ¿Por qué te interesa, Falco? ¿Es una testigo de tu caso?

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