—¿Del ahogado? —No se me había ocurrido, aunque era posible. Albia había estado rebuscando en las basuras por los alrededores de la Lluvia de Oro; bien podría ser que supiera algo—. Ni siquiera se lo he preguntado. No, mi esposa la recogió.
—¿Tu esposa, dices? —chilló Cloris. ¡Vaya! ¿Es que al final una bruja infeliz ha cargado contigo? ¿La conozco? –inquirió con recelo.
—No. —De eso estaba seguro.
—¿Cómo se llama?
—Helena Justina.
—Helena es un nombre griego. ¿Es una esclava?
—Sólo en el caso de que su noble padre haya estado contando mentiras durante veinte años. Es un senador. Me he vuelto una persona respetable.
Sabía la clase de estentórea reacción que eso iba a causar. Cuando Cloris dejó de reírse, se enjugó las lágrimas de los ojos. Entonces volvió a la carga, sin poder contenerse.
—¡Caramba, es que no puedo creerlo!
—Créetelo —ordené con ecuanimidad.
El tono de mi voz puso fin a la histeria.
—No te pongas pedante conmigo, Marco, amor.
Le ofrecí una sonrisa. Era una farsa. Igual que lo habían sido un montón de cosas en nuestra relación. Sería una falta de tacto decir que estaba casado precisamente porque, en cuanto ella me dejó, encontré al fin el verdadero amor. Lo más probable es que Cloris, que era una chica expresiva, vomitase.
—¿Y qué me dices de ti? ¿Qué es todo esto? —pregunté.
—Sabía utilizar la espada. —En su número de circo, Cloris las usaba de contrapeso, cuando no andaba agitando parasoles o abanicos de plumas. Al público masculino le había gustado el
frisson
de las espadas, aunque la mayoría prefería los abanicos porque parecía como si no llevara nada debajo. Pero yo sabía —porque ella me lo había contado— que vestía ropa interior de cuero para evitar que la cuerda le quemara en algún punto sensible. Su lema era: mantén tu equipo en perfectas condiciones. Esperaba que todavía lo siguiera—. Quería tener una oportunidad cuando te planté, cariño. Me convertí en una profesional de la pelea. Ya conocía a los organizadores; no tardaron en tomarme en serio. ¡Soy buena!
—Era de esperar.
Un extraño fulgor iluminó su rostro, medio fanfarroneando, medio incitando. Erguida, escarbó en aquellas arenas movedizas de pieles y empezó a intentar sacarse las botas: unas piezas de calzado altas, bien acordonadas, con unas suelas duras para dar patadas y gruesas correas a modo de protección. Con sus femeninos ropajes blancos, casi transparentes, el contraste era perturbador. Ésa fue siempre la atracción: una figura menuda, de niña, en alguien inesperadamente fuerte. Mientras retorcía sus dedos desnudos yo empecé a sudar al recordar nuestros juegos eróticos. Cloris tenía unos pies acostumbrados a agarrarse a cuerdas y trapecios, podía utilizarlos para enroscarse con fiereza en cualquier cosa…
—Háblame de tu situación en Britania.
—¡Oh, Marco! Suena como si yo fuera el objeto de tu investigación.
—Sólo tengo curiosidad: ¿Por qué aquí precisamente?
—¿En Britania? Te oí hablar mucho de este lugar. Formamos un equipo sólo para venir aquí. Un montón de hombres aburridos con muy pocas ofertas de entretenimiento. Un sitio perfecto. Una arena flamante. Y lo mejor de todo: no hay grupos fijos de gladiadores masculinos que acaparen la acción y se confabulen para hacer que dejemos de trabajar.
—¿Quién es tu amañador, tu lanista?
—¡A la mierda eso!
Pregunta equivocada. Debería haberlo sabido. Cloris siempre había sido independiente. Ser presa de los representantes que ignoraban sus habilidades y que robaban el caché de las apariciones en público era algo que también la había sacado de quicio durante la vida circense. La verdad es que tener un entrenador no era su estilo.
—Podemos entrenarnos nosotras mismas —dijo—. Practicamos cada día y todas observamos los progresos de las demás. Las mujeres somos muy buenas analistas.
—Sí, recuerdo que solías emplear mucho tiempo analizando que era lo que me pasaba … ¿Eres la jefa del grupo?
—¡Analizar tus defectos era demasiado agotador, cariño! —interpuso ella.
—Gracias. ¿Eres la jefa? —repetí con obstinación.
—No tenemos líder. Pero fui yo quien reunió al grupo. Me escuchan. Saben que soy la que tengo mejor equilibrio y forma física. Y domino dos estilos, reciario y gladiador, y además estoy mejorando también el estilo tracio.
Solté un silbido. No había muchos gladiadores masculinos que pudieran ofrecer tres estilos de lucha.
—¿Quieres ponerme a prueba? —sonrió.
—No. Ya me han golpeado bastante por hoy.
—Afirmativamente, el niño de mamá se ha cansado y ensuciado mucho con la señora gorda… Acércate y haré que te sientas mejor. —Cloris se estiró a modo de calentamiento, preparándose para pasar una hora de duros ejercicios conmigo. El mero hecho de pensarlo era desalentador.
Lo decía en serio. Creyó que quería lo mismo que ella, tal como hacen las mujeres. Se podría hacer un tratado filosófico sobre ello, pero yo estaba ocupado en mantenerme fuera de su alcance.
—Mira, me molesta mostrarme tan débil, pero estoy demasiado hambriento, Cloris. No te iba a servir de nada. No me podría concentrar.
—¡Vaya! No has cambiado nada. —Creyó que bromeaba. Disfrutó con la idea de un modo peligroso—. ¡Ha llegado la hora de decidirte!
—¡Vamos, Cloris! ¡No vas a decirme que «o jodes conmigo o comes»!
—¡Parece una buena elección! —Dio un salto y se lanzó hacia mí. Apenas pude tragar saliva, pues ella ya se estaba enroscando a mi alrededor de esa manera en que sólo una acróbata puede hacerlo. Me había olvidado de qué se sentía, pero el recuerdo volvió a surgir enseguida—. ¿Y bien? ¿Qué decides, cariño? —preguntó con una carcajada.
Di un suspiro que pudiera pasar por una muestra de un educado pesar.
—Mira, estoy muerto de hambre. ¿Podría cenar un poco, por favor?
Cloris me dio un puñetazo en los riñones, aunque fue un golpe flojo y propinado al azar que sólo me hizo daño a medias. Salió airada de la habitación. Yo me desplomé, sudando. Luego, tal y como yo había pensado que haría, mandó que me trajeran una bandeja. Elijo muy bien a mis antiguas novias. Cloris nunca tuvo malas intenciones.
—¡Después! —prometió de manera significativa cuando se alejó a grandes zancadas.
—«¡Oh, Mercurio, patrón de los viajeros…, sácame de ésta o haz que muera para no saber qué está ocurriendo!» En Roma era Procurador de los Gansos y los Pollos Sagrados. «¡Oh, Mercurio, nunca dejes que Cloris lo descubra!». En ese momento, yo mismo era como una tierna pollita en su jaula a la que están engordando. Me puse a masticar diligentemente. Me iban a hacer falta todas mis fuerzas.
No hay que meterse con un gladiador. Por otra parte, era una criatura maravillosa y sin duda yo lo sabía. En otro tiempo me hubiera dejado convencer sin oponer resistencia. Pero en esos momentos había demasiadas cosas en juego. Yo había progresado… mucho, estaba viviendo otra vida. Al encontrarme cara a cara con lo que se esperaba de la persona que era antes, me sentí incómodo. Ahora necesitaba ser fiel a ciertas cosas; tenía nuevos principios. Tal como Petronio Longo le había dicho a Maya antes: cuando tomas grandes decisiones no puedes volverte atrás. Lo sorprendente es la manera en que otra gente no se da cuenta de lo mucho que has cambiado. Tras la sorpresa acecha el peligro. Cuando esas personas creen que te conocen al revés y al derecho, empiezas a dudar de ti mismo.
Debía de estar impaciente. Apenas había terminado de comerme mis solitarias vituallas cuando dos de las mujeres vinieron a buscarme.
—¡Ah, Heraclea! ¿Vuelve a tener aspecto de estar preocupado?
—¡Sí, estoy asustado! —Sonreí con buen humor, como si pensara que me iban a agarrar para una orgía temática. Heraclea y su compañera intercambiaron unas miradas, sin duda enteradas de que Cloris tenía planes. No sabría decir qué opinaban ellas, pero sabía que no iban a intervenir.
—Tienes un problema —me avisaron. Incluso en ese punto era necesario un temor de lo más reverencial.
Cuando me llevaron de vuelta a la zona cerrada del jardín, Cloris me estaba esperando. Me dio la bienvenida con una sonrisa radiante. Se enroscó a mi alrededor mientras me arrastraba hacia el jardín y me prometía: —¡Te tengo preparada una sorpresa maravillosa, cariño!
Lo mejor era aceptar la promesa con una sonrisa tolerante. Eso fue antes de que me condujera hacia el centro del grupo rodeando una estatua y yo me diera cuenta de lo traicionera que era dicha promesa.
Todas las mujeres estaban allí. Observaron silencio cuando Cloris me llevó ante ellas, aguardando a ver qué ocurriría. En el último minuto, aunque muy tarde ya para cambiar nada, oí otra voz femenina muy familiar. Cloris, colgada de mi brazo, me mordisqueaba la oreja mientras la expresión de mi cara sólo irradiaba pura culpabilidad. Helena estaba allí.
Albia, de pie y a su lado, debía de haberla encontrado de algún modo y haberle dicho que estaba prisionero. Audazmente, Helena se presentó en una casa llena de mujeres. Seguro que había salido hacia allí a toda prisa, puesto que incluso se había traído a las niñas. Había venido a rescatarme, pero sus ojos me dijeron que si hubiera sabido lo de Cloris de antemano me hubiese abandonado a mi suerte.
—¡Vaya, pero si está aquí! —exclamó Helena Justina, compañera de mi cama y de mi corazón. Utilizó la voz de sonsonete que se supone que tranquiliza a los niños pequeños que están inquietos en un entorno desconocido y que temen que uno de sus padres se haya perdido. Era una buena madre. Ni Julia, que estaba sentada sobre la hierba, ni el bebé que llevaba en brazos, percibirían ninguna de las emociones que Helena sentía. Ahora sí que estaba perdido, y lo sabía.
Ella ofrecía un aspecto impresionante. Una mujer alta de pelo oscuro entablando conversación con aquellas luchadoras profesionales, como si continuamente se moviera entre féminas que estaban al margen de la sociedad. Al igual que Albia a su lado, iba vestida de azul pero en varios tonos bien teñidos, y la tela le envolvía el cuerpo con una elegancia indiferente. Unos pendientes de perlas y lapislázuli indicaban que tenía dinero; la ausencia de cualquier otra joya denotaba que no experimentaba la vulgar necesidad de hacer alarde de su riqueza. Parecía una persona directa y segura de sí misma.
—¡Helena, alma mía!
Sus ojos oscuros se clavaron en mí. Su voz sonó cuidadosamente entonada.
—¡Tus hijas te estaban echando de menos, Marco! Y aquí estás tú, como Hércules, divirtiéndote entre las mujeres de la reina Onfale. Ten cuidado. A partir de entonces a Hércules siempre se le supuso un exagerado gusto por los vestidos femeninos.
—Yo llevo mi propia ropa —murmuré.
Me recorrió con la mirada.
—Ya lo veo —comentó en tono insultante.
Con los brazos abiertos y gritando de alegría, Julia Junila se acercó a toda velocidad para verme. Cuando abracé a mi pequeño rayo, ella ideó un escandaloso juego que consistía en bajar por el interior de mi túnica con la cabeza por delante. Ésta presentaba un cuello enorme en el que los hilos ya tenían largas carreras y los ribetes trenzados estaban rotos.
Aquélla fue la humillación final. Yo me limité a quedarme quieto, transformándome en el equipo gimnástico de mi hija de dos años.
—¡Bueno! —exclamó entonces Helena al tiempo que su mirada buscaba a Cloris con resolución—. ¿Has terminado con él? ¿Puedo llevármelo a casa?
—¡Te has casado con tu madre! —me acusó Cloris sin molestarse en bajar la voz.
—No lo creo —dije—. A mi madre puedo manejarla.
Cansado de que me ahogaran, obligué a Julia a ponerse otra vez derecha. En esta ocasión, se calmó y se quedó tumbada mirando a las mujeres, con su cabeza llena de rizos apoyada en mi hombro de una forma particularmente atractiva. Varias manos se acercaron a ella para acariciarla y hacerle cosquillas, en medio de exclamaciones jubilosas.
La situación cambió. Cloris era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que a sus compañeras les había influido el hecho de vernos como familia; separarnos le hubiera causado más daño que otra cosa.
—Ha sido estupendo tenerte aquí, pero será mejor que te vayas a casa, Marco.
Cloris nos acompañó hasta la puerta. Hizo todo lo que pudo para empeorar aún más la situación.
—Bueno, al menos veo que hace buenos bebés. –Ello implicaba que Helena era tan sólo mi yegua reproductora.
Ninguno de los dos mordió el anzuelo—. Espero no haberte causado demasiados problemas, Marco, cariño —dijo dulcemente.
—Siempre fuiste un problema.
—Y tú siempre fuiste…
—¿Qué?
—Bueno… ya te lo diré la próxima vez que estemos solos. —A Helena le hervía la sangre, tal como ella pretendía—. Y ahora vete, cariño… —dijo Cloris articulando maliciosamente con los labios—. No seas demasiado dura con él, Helena, querida. Los hombres sólo son fieles a sus instintos, ya sabes.
Entonces, Helena Justina se esforzó todo cuanto pudo. De pie, en medio de la calle, dijo:
—Claro que sí. —Sonrió. Lo dijo con cortesía. Demostró así el poder de su educación—. Eso fue lo que lo trajo a mí.
Albia se había inclinado para desatar a
Nux
, a la que habían dejado fuera amarrada a un poste de madera. Me lanzó una mirada asustada y luego dejó que la perra la arrastrara un buen trecho por delante de nosotros.
—Gracias por el rescate.
—¡Me dijeron que te habían secuestrado! —replicó Helena—. Si me hubieran dicho que te habías convertido en un complaciente juguete sexual no me hubiese entrometido.
—Cálmate.
—¿Quién era ésa exactamente, Marco, cariño?
—Una gladiadora que atrae mucho público llamada Amazonia. —Confesé—. En su profesión anterior era una funámbula del circo.
—¡Ah, es ella!
Siempre he tenido buen gusto —gruñí—. Por eso di contigo.
Helena Justina, empleando a fondo su educación, me hizo saber que no estaba muy convencida.
Me sentía como un hombre que acaba de tomar una decisión. Por alguna razón, eso siempre deprime.
No era de extrañar que me sintiera abatido. Llevaba a dos niñas cansadas a través de unas calles ensombrecidas de cuyo ambiente no me fiaba, al lado de una esposa sumamente callada.
Llevé a las pequeñas a la habitación de los niños y yo mismo las acosté en sus cunas. Aquello parecía una estratagema. No pude evitarlo. Su madre, de forma harto significativa, se desentendió.