En el fondo de la fosa se habían colocado lámparas nuevas y quemadores de incienso, símbolos rituales y de la luz. También se apreciaban unos cuantos tesoros personales y obsequios de sus amigas. Alguien había lavado la estola azul de Helena, y Cloris yacía sobre ella. Si Helena se dio cuenta de ello, no dio muestras de aprobación ni de lo contrario.
Cloris parecía mayor de como yo quería recordarla. Una mujer sana en la flor de la vida que había elegido una profesión dura pero espectacular. Por desesperado que pudiera parecer, quizás ella hubiera esperado ganar sus combates y ser aclamada, gozar de fama y riqueza. En lugar de eso, la habían matado a causa de su espíritu independiente. Aquel día la habían vestido con esmero, ocultando sus horribles heridas. Llevaba un largo vestido oscuro cruzado sobre el pecho, con una valiosa cadena de oro para el torso adornada con una piedra preciosa en el centro. Incluso muerta, ofrecía un aspecto suntuoso, arreglado, sexualmente peligroso, perturbador. Yo no había deseado su muerte, y sin embargo me sentía casi aliviado de dejarla allí.
—¿Quién le compraría la piedra? —me pregunté.
—Nadie. —Helena me miró—. Debió de habérsela comprado ella misma. ¿No te das cuenta, Marco, de que para ella ésa era la cuestión?
Mientras se encendían las llamas sus colegas se colocaron a su alrededor, hermosas y disciplinadas. Algunas lloraron, pero la mayoría permanecieron tranquilas y con expresión severa. Todas ellas sabían que se enfrentaban a la muerte en la vida que habían escogido. Pero aquella muerte había sido prematura; requería un réquiem especial. Heraclea, rubia y escultural, fue la primera en tomar la antorcha y prendió fuego a una esquina de la pira. El agradable y aromático perfume de las piñas se intensificó. Una fina estela de humo ascendió formando volutas y las llamas empezaron a prender. Pasó la antorcha. Una a una las mujeres fueron aplicándola a los troncos, rodeando la pira. Un callado gemido llenó el aire. Se pronunciaron breves palabras de despedida. Incluso Helena se separó de Petronio y de mí y esperó a su turno con la tea. Petro y yo no lo hicimos. No hubiera sido oportuno. Nos quedamos ahí de pie, rodeados por las ráfagas de humo que penetraban sinuosamente en nuestros pulmones, en nuestro cabello y en nuestra ropa.
Las llamas arderían a lo largo de todo el día y toda la noche. Poco a poco las distintas capas de leños se romperían y se hundirían las unas sobre las otras. Al final, los restos carbonizados caerían en la fosa, la carne calcinada, la osamenta quemada hasta la fragilidad y, sin embargo, prácticamente intacta. Nadie recogería las cenizas ni los huesos. Aquél iba a ser su perpetuo lugar de descanso.
Finalmente me adelanté solo para despedirme. Al cabo de un rato, la mujer llamada Heraclea me atendió como una anfitriona.
—Gracias por venir, Falco.
Yo no quería hablar pero la buena educación me obligó a ello.
—Hoy es un día triste. ¿Qué va a pasar ahora con vuestro grupo?
Bajando la voz, Heraclea señaló con la cabeza a la sacerdotisa de Isis.
—¿Ves a la mujer que está con la sacerdotisa? —Había una joven matrona lujosamente ataviada a su lado, una de esas venerables seguidoras que atraen los templos, ostentando joyas de plata que le colgaban—. Es la nueva patrocinadora. Siempre hubo unas cuantas que se mantenían al margen, viudas o ricas esposas de mercaderes. Quieren la emoción de la sangre, pero si nos patrocinan a nosotras pueden evitar que los demás piensen que desean a los hombres. Amazonia decía…
Me lo imaginé.
—Que no había ninguna diferencia entre aceptar su apoyo o el de Florio.
—La conocías bien.
—Sí, la conocía. —Me quedé mirando la pira fijamente—. La conocía, pero eso fue hace mucho tiempo.
Heraclea también estaba triste.
—Amazonia tenía razón. Abandono Britania. Me voy a casa.
—¿Y eso dónde es?
—En Halicarnaso.
—¡Vaya, es el lugar adecuado! —Halicarnaso es el hogar espiritual de las Amazonas en la mitología. Eché una mirada a mis espaldas. Helena estaba hablando con Petronio. A juzgar por la severa expresión de su rostro, aquel funeral estaba afectando a Petro. Pensaba demasiado en aquel otro de Ostia durante el cual sus hijas fueron enviadas con los dioses en su ausencia. Helena lo consolaría. Eso haría que dejara de fijarse en mí durante unos momentos. Me arriesgué—. Heraclea, ¿Cloris dijo algo sobre mí?
La rubia alta se giró y se me quedó mirando unos instantes. No sé qué esperaha oír yo, pero ella no pudo o no quiso proporcionármelo.
—No, Falco. No. Nunca dijo nada.
Pues se había terminado. La dejé entre el agradable aroma de las piñas ardiendo y las ávidas llamas.
De vez en cuando la recordaría en los años siguientes, tratando de no pensar demasiado en el tiempo que habíamos pasado juntos. Podría arreglármelas con el recuerdo.
«Siempre fuiste un problema…»
«Y tú siempre fuiste…»
«¿Qué?»
«Te lo diré la próxima vez que estemos solos…»
Regresé con Petronio y Helena. Parecían estar esperando, como si algo tuviera que terminar.
No nos quedamos hasta el final, pero permanecimos allí un rato más, observando las llamas en silencio. El mal causante de la muerte que llorábamos había sido conjurado, al menos durante un tiempo. Al final Londinium sería presa de los gángsters, y a Petronio le quedaba pendiente la tarea de dar caza a Florio. La mujer que había muerto y sus amigas, cuyos rostros apenados estaban iluminados por el fuego, eran unas marginadas, lo mismo que los delincuentes; ellas, sin embargo, eran sinónimo de habilidad, talento, compañerismo y buena fe. Representaban lo mejor de todas las personas que acudían allí, al fin del mundo, con ilusiones. Habían acabado con Cloris, pero fue en su propio terreno, mientras utilizaba sus mejores aptitudes, con una actitud desafiante, siendo admirada y, al menos así lo creía yo, sin arrepentirse de nada.
¿Quién podía decir que eso era poco civilizado? Todo depende de lo que uno entienda por civilización, tal como dijo el procurador.
Cuando decidí situar a Falco y a Helena en el Londres romano, en parte fue debido a que ya se encontraban en Britania tras su aventura anterior, y los problemas de desplazamiento del mundo antiguo no les permitirían regresar demasiado pronto. Sin embargo, fue oportuno. Durante los últimos años han tenido lugar hallazgos espectaculares que han mejorado enormemente nuestros conocimientos de la ciudad romana. En ocasiones ha dado la impresión de que el Servicio Arqueológico del Museo de Londres, así como los comisarios de las exposiciones de dicho museo, hayan estado trabajando a toda máquina para encontrar material de fondo para una de las tramas de Falco. Estoy especialmente agradecida a Nick Bateman y a Jenny Hall por su ayuda, sobre todo cuando las fechas y el emplazamiento de los edificios eran inciertos.
Pero mi retrato de Londinium es personal. A los autores de ficción nos está permitido inventar. (¡Sí, felizmente!) De modo que el pozo hecho con toneles de vino está inspirado en uno que se encontró cerca del Decumano y que figuraba en la exposición
High Street, Londinium
, pero el mío está situado en un lugar distinto. La Lluvia de Oro y todos los demás bares mencionados en esta historia son, claro está, de mi invención.
Asimismo, el entierro del último capítulo no es el sepelio en el
bustum
de Southwark, que tanto revuelo armó entre los medios de comunicación como posible descubrimiento de una gladiadora femenina (una conclusión que probablemente es errónea); mi entierro tiene lugar en el conocido cementerio romano que hay en los alrededores de Warwick Square, la zona donde podía haber estado originariamente situado el famoso monumento a Julio Clasiciano, antes de que sus piedras se volvieran a utilizar cerca de la Torre. De haber existido mi muchacha, yacería bajo la Corte Criminal Central (el Old Bailey). ¡No esperéis que la encuentren!
El fuerte de piedra romano cerca del Barbican data del año 80 d.C. En Fenchurch Street se han encontrado pruebas de la existencia de unas defensas más antiguas con murallas de turba, tal vez levantadas a toda prisa tras la Rebelión de Boadicea, pero parece más probable que en esta fecha los militares ocuparan la colina oeste de forma irregular (a la espera quizá de que algún agente del gobierno sugiriera que les construyeran un fuerte como era debido…). El anfiteatro, que se ha identificado hace muy poco tiempo, se encuentra bajo Guildhall Yard. Cerca había unos baños al estilo militar, en Cheapside, y la planta de extracción de agua de Mirón se descubrió recientemente en una esquina de Gresham Street.
El foro se hallaba por encima de lo que actualmente es Gracechurcli Street, al norte de Lombard Street. El Decumano Máximo atravesaba la ciudad allí, siguiendo las Cheapside y Newgate Street modernas. Había otra carretera principal bajo Cannon Street, y el camino que salía del foro en dirección al río estaba alineado con Fish Street Hill.
En aquella época el río Támesis era mucho más ancho que ahora. Se construyó un puente desde una isla en Southwark, más abajo del actual Puente de Londres; y las pruebas con las que contamos sugieren que entre la Invasión y el siglo II hubo muchas versiones del mismo que fueron evolucionando desde los puentes de madera hasta el permanente de piedra, que llegaba hasta la orilla donde había un extenso sistema de muelles. Quizás hubiera un embarcadero del transbordador a un lado, y al otro hay indicios de un magnífico edificio de piedra, tal vez con una columnata, que ha sido identificado como una posible aduana para el puerto.
El palacio del gobernador, construido durante las últimas décadas del siglo, se encuentra en parte bajo la Cannon Street Station. ¿Quién sabe dónde vivía el procurador? ¡En algún lugar decente, dado que era él quien controlaba el presupuesto para las obras!
En Southwark sí que había una posada, que debía de ser nueva, y un templo de Isis.
Greenwich Park contaba con un complejo de templos al estilo de Vespasiano, que The Time Team volvió a investigar y que quizás habrían podido verse en la cima de la colina en la que estaban situados desde la casa donde terminé esta novela… No creo que los promotores de la villa romana hubieran dejado de explotar Greenwich, pero el «nido de amor» con embarcadero es una pura invención de mi cosecha.
Lindsey Davis.
Londres, 2002
LINDSEY DAVIS, nació en Birmingham en 1949 y estudió Literatura inglesa en Oxford, aunque como la arqueología le había fascinado siempre, estuvo a punto de estudiar historia. Una de sus novelas románticas fue finalista en 1985 del Premio Georgette Heyer, lo que le animó a desechar cualquier posibilidad de buscar un trabajo más convencional y apostarlo todo para convertirse en escritora. Le llevó tres años. Sobrevivió gracias al programa gubernamental de subsidios para los emprendedores. Fue cocinera de una empresa de asesores fiscales. Le sigue divirtiendo mucho investigar, documentarse y buscar el detalle histórico que aporta colorido a la ambientación de la época. Le divierten los rasgos de humor que se manifiestan en la Roma imperial del Siglo I d. C. y que aspira a transmitir al lector en sus novelas. Su más célebre creación es el investigador privado Marco Didio Falco, del que ya lleva escritas veinte novelas.