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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (23 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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Me paré en seco y la hice girar para que me mirara a la cara. El húmedo suelo embaldosado la hizo patinar ligeramente y tuve que agarrarla con fuerza.

—Me secuestraron. No pasó nada. No malgastes tus fuerzas preguntándote qué podría haber hecho. Estoy aquí.

Helena puso mala cara.

—Eso es fácil de decir cuando estás aquí a salvo. ¿Qué pasa cuando desapareces en los antros y barrios bajos?

—Has de confiar en mí.

—Confiar en ti es bastante cansado, Marco.

Sí, la veía agotada. Tenía dos hijas pequeñas, una de las cuales todavía tomaba el pecho. Nuestro intento de contratar a una niñera nos había causado más problemas que no tener ninguna. Pudo tomarse un respiro allí, en casa de su tía, que contaba con un práctico servicio doméstico, pero bien sabía —de hecho yo también lo sabía— que pronto volveríamos a nuestro hogar en Roma. Nuestras hijas, que exigían una atención constante, volverían a ser todas nuestras de nuevo, pues cuando yo salía a trabajar tenía que cuidar de ellas sola. Si alguna vez me ocurriera algo, Julia y Favonia quedarían exclusivamente bajo su responsabilidad. Nuestras respectivas madres la ayudaban, mientras creaban más tensión discutiendo la una con la otra. En última instancia Helena pasaba mucho tiempo sola, preguntándose dónde andaba yo y en qué clase de peligro estaría metido.

Helena era una persona con mucha experiencia. Sabía que cualquier hombre podía apartarse del buen camino. Al ver a Cloris debió de pensar que mi día había llegado.

Sí, admití que debió de parecer como si yo también pensara lo mismo. Difícilmente podía culpar a Helena. ¿Cómo iba yo a prever que M. Didio Falco, un muchacho de triste fama en la metrópolis, acabaría siendo un buen chico?

Albia trataba por todos los medios de pasar desapercibida. No penséis que el hecho de rescatarla de la brutal mazmorra había servido para que la chica quedara agradecida. Durante esa etapa de mi vida de la que nunca hablaba, yo había sido explorador en el ejército. En los contactos directos con el enemigo —el enemigo, entonces, eran las tribus—, había tenido algunos tratos con el elemento de cara de haba de la sociedad britana. Aquella chusma del «no sé, no he oído hablar de ello y no he visto nada» era tan activa allí como en los delictivos barrios bajos al pie del Esquilino, en Roma, y el hecho de ser un pueblo conquistado les otorgaba a los britanos una escasa o nula disposición para la ayuda. Como rutina, hacían la vida difícil a cualquier romano, a menudo de manera muy sutil. Albia había asimilado todo aquello.

—Albia, tú y yo tenemos que hablar. —Mientras yo abordaba a la muchacha, Helena echaba a los críos. Se habían apiñado defensivamente alrededor de su recuperada amiga; yo tenía la esperanza de que aquellos inocentes no supieran nada de su aventura con la red de prostitución.
Nux
, convencida como siempre de que era la alegría de mi corazón, se apartó de Albia y se abalanzó sobre mí. Yo había cometido el error de sentarme. Trataba de ofrecer un aspecto conciliador. Cuando la perra vio que estaba accesible, saltó directamente sobre mí.

Una cálida lengua se puso a lamer unas ranuras anatómicas que tal vez necesitaran un lavado.

Albia no dijo nada.

—No pongas esa cara de asustada. —Fue malgastar saliva. La chiquilla se puso en cuclillas sobre un taburete, inexpresiva—. Basta ya,
Nux
… ¡Baja, perra tonta! Albia, la otra noche… —Daba la sensación de que hubieran pasado dos semanas, aunque sólo habían sido cuatro días—. Mataron a un hombre. Ocurrió en la Lluvia de Oro. Lo empujaron a un pozo, boca abajo. Se ahogó.

Albia seguía mirándome con la mirada dolida y vacía de los indigentes. Su rostro parecía más pálido que nunca y su espíritu aún más abatido.

—Aquí estás a salvo —le dijo Helena.
Nux
me abandonó, corrió hacia Helena y subió a su regazo. Helena dominó a la perra con la misma competencia de que se servía para controlar a nuestras hijas—. Albia, cuéntale a Didio Falco si viste algo la otra noche.

—No. —¿Que no vio nada, o que no iba a contarlo?

Nux
nos iba mirando a uno y a otro, intrigada.

—¿Estabas en la Lluvia de Oro o en algún lugar cercano aquella noche? —repetí.

—No. —Era inútil. Estaba intentando pescar con red la luz de la luna.

Cuanto más lo negaba, más dudaba yo de su palabra. Aunque las personas desesperadas no dijeran mentiras, ocultaban información. Pero si podían salirse con la suya, entonces mentían. La verdad era el poder. Poseerla les proporcionaba un último atisbo de esperanza. Contarla los dejaba expuestos por completo.

—¡Albia! —Incluso Helena intervino de modo cortante—. Nadie te hará daño si hablas. Falco arrestará a las personas que lo hicieron.

—Yo no estaba allí.

Aunque Albia era muy poco comunicativa, una cosa sí que noté: estaba absolutamente aterrorizada.

—Pues bien, no ha servido de nada. —Traté de no regodearme.

—Estoy muy enojada con ella. —Al menos Helena no me echó la culpa a mí—. Albia es una chiquilla estúpida.

—Sólo está asustada. Ha estado asustada toda su vida.

—¡Bueno! ¿Y acaso no lo hemos estado todos? —Viniendo de Helena Justina, eso fue una sorpresa. Me la quedé mirando fijamente. Ella fingió no haberlo dicho.

—¿Ahora puedo salir a jugar? —pregunté quejumbrosamente.

—Hay cosas que hacer, Marco.

—¿Qué cosa, querida?

—Echar un vistazo al abogado, pongamos por caso.

—¿A tu amigo Popilio? —Esperé en vano los halagos por haber recordado cómo se llamaba.

—No siento amistad por él, y no es mío.

—Bien. Puedo aguantar muchas cosas —bromeé—, pero no que te escapes con un letrado, ¡y no hay más de que hablar! ¿me oyes?

—¿En serio? —preguntó en tono desenfadado.

—Claro que sí. —Fruncí el ceño—. Cariño, sabes que no soporto a los abogados.

El día estaba mejorando. Era de suponer que Popilio fuese muy hábil (¿no lo son todos en su ámbito de trabajo?), pero yo lo pillé in fraganti justo cuando lo desplumaban.

Helena tuvo que dejarme salir para celebrar aquella entrevista. No obstante, vino conmigo. Esperé pacientemente a que primero le diera de comer a Favonia, cosa que me proporcionó la oportunidad de hacer comentarios despectivos referentes al deseo de que mis hijas llevaran una tranquila vida doméstica, y no se vieran arrastradas a lugares nada apropiados como les había sucedido la noche anterior. Eso le permitió a Helena decir que, en ese caso, lo que ella deseaba era que yo les diera un buen ejemplo. Pinchándonos de ese modo, aunque sin malicia, salimos a toda prisa una mañana que aún era agradable y cálida hacia una pequeña casa alquilada en la que el abogado había establecido su negocio. A pesar de un llamativo letrero escrito con tiza en el exterior, y que prometía las mejores acusaciones al norte de los Alpes así como unos discursos de defensa diplomáticos y ordinarios, los clientes aún tenían que aprovecharse de los servicios que ofrecía. Busqué un aviso en el que pusiera que no se cobraba si no se ganaba, pero por supuesto no lo encontré.

Popilio se hallaba sentado tomando el sol en un patio donde aguardaba a todas aquellas personas que pidieran una exorbitante compensación por algún agravio. Mientras se hallaba sin nada que hacer, un empresario britano lo había encontrado. Un aspirante, de aspecto tímido, había entrado paseando desde la calle. El cabello le crecía en mechones, tenía unas piernas cortas y muy separadas y había expuesto una gran bandeja plana llena de alhajas de azabache tallado y otras bagatelas.

Había más vendedores de azabache como aquél que pulgas en un gato; siempre los hubo. En realidad los soldados de las legiones, cuando querían regalos para sus novias, se llevaban la mercancía de mejor calidad mientas se encontraban en la frontera. En muchas zonas del sur de Britania existían tantas posibilidades de comprar el auténtico material negro lavado con agua de mar, procedente de Brigantia, como de encontrar auténticos escarabajos de turquesa junto a las pirámides de Alejandría.

Me gustó la labia de aquel vendedor. Reconoció que había falsificadores en el oficio. Su impertinente premisa era que las mejores imitaciones eran tan buenas que valía la pena comprarlas por derecho propio. Le estaba prometiendo al abogado dejarle acaparar el mercado con la esperanza de que más adelante, cuando el material falsificado se convirtiera descaradamente en objeto de demanda, haría un gran negocio.

Helena y yo observamos con calma. Mientras Popilio iba a buscar el dinero para pagar su tesoro, nos colocamos bajo lo que podría haber sido una higuera de haber estado en el Mediterráneo. Allí era un arbusto desconocido. Alguien parecía ser consciente del concepto de patios umbríos con frescas pérgolas, aunque si mirabas con más detenimiento, el patio lo habían utilizado recientemente para guardar animales de tiro. Debían de haberlo limpiado un poco para el abogado cuando quiso alquilarlo.

El vendedor de azabache hizo un leve intento por despertar nuestro interés, indicando que debería comprarle alguna chuchería a Helena. Comprendió su error. Ella misma lo rechazó. Yo le hice un gesto con la mano para que se fuera, con más delicadeza.

—Lo siento, chico; he olvidado el monedero en el dormitorio. —Supo que me estaba burlando, pero se marchó andando tranquilamente con los beneficios que había obtenido del abogado.

Popilio era un tipo muy cuidado, de cabello color rubio rojizo. Treinta y pico de años, quizá. No demasiado joven para ostentar el rango profesional, pero daba la impresión de tener energía y ambición además de una cínica codicia con los honorarios. Hablaba con voz suave, propia de la flor y nata, que era difícil de ubicar. Yo diría que hacía muy poco tiempo que se había convertido en un hombre nuevo, tal vez con unos abuelos que lograron ascender a la clase media, provincianos incluso. Unos parientes lo bastante cercanos como para que, de niño, Popilio hubiese escuchado sus historias sobre la vida en el campo y quedara lo bastante hechizado para enfrentarse solo a una provincia remota. O eso, o se había fugado con los fondos de un cliente y había tenido que abandonar Roma a toda prisa.

—Éste es mi marido, Didio Falco —dijo Helena—. Te hablé de él anoche. —No me dijo que habían hablado de mí. Entonces me quedé atascado al no saber el papel que ella me habría asignado. Sonreí con timidez.

—Buenas, Falco. —Menos mal, Popilio no recordaba su charla con Helena durante la cena. Trataba por todos los medios de acordarse de quién era yo y a qué me dedicaba, aunque de Helena sí que se acordaba. Los celos son un arma de doble filo: esperé que no la recordara demasiado bien. Los abogados andan detrás de las mujeres con el mismo entusiasmo con el que beben. Yo lo sabía; había conocido a muchos en mi trabajo.

Hablamos un poco sobre lo que Popilio esperaba conseguir en Britania. Sugerí que fuera a la caza de esclavos y que demandara a la gente para que devolviera a los fugitivos, o por sentirse tentada de quedarse con las propiedades de otra persona. Él creía que la sociedad britana tenía una orientación no tan esclavista como para reportar un buen negocio de ese tipo. Hay esclavos condenados a trabajos forzados; trabajan duro hasta que se mueren, en lugares remotos. En el ámbito doméstico, si en una casa disponen de un par de insignificantes trabajadores para la cocina, ya es mucho. Los tratan demasiado bien, pues acaban casándose con el amo o la señora. No existe ningún aliciente en escapar, y hasta parece ser que los vecinos no abusan de ellos muchas veces.

—¡Ya sé! Lo que necesitas son grandes propiedades en las que la mano de obra sea dinero; si un tipo se pierde, eso representa una pérdida comercial.

—¡Mejor aún, podría exigir una indemnización por los caros contables griegos, los masajistas y los músicos! —Popilio se rió.

—Entonces, ¿has estudiado las posibilidades? —pregunté.

—Sólo estaba bromeando —mintió—. Mi misión es dotar a la provincia de un servicio legal de primera clase. Quiero dedicarme a ofrecer asistencia individual en el ámbito comercial y marítimo.

Le dije que eso era digno de elogio. No parecía estar acostumbrado a la ironía.

—Perdona, Falco, no recuerdo lo que tu esposa me dijo que hacías.

A veces paso de marcarme un farol.

—Trabajo para el gobierno. Estoy investigando una muerte sospechosa que parece estar relacionada con unos gángsters.

Popilio alzó sus cejas ligeramente coloreadas.

—¿No habrás venido a visitarme por eso? —Si se hacía el ofendido era porque empezaba a calcular lo agraviado que tenía intención de estar desde un punto de vista económico.

—Observo a todo el mundo —le aseguré con delicadeza—. ¡Siento mucho desilusionarte, pero si te elimino de mi investigación no podrás cobrar honorarios por calumnias!

Popilio me dirigió una indiferente mirada de advertencia.

—No me molesto con las demandas por difamación, Falco.

Eso implicaba que si lo molestaba de verdad acabaría conmigo de una manera mucho más expeditiva.

Sonreí.

—¿Cuánto tiempo llevas en la provincia?

—Tan sólo un par de días. —No era tiempo suficiente para que fuera sospechoso… en caso de que fuera cierto.

—¿Alguna vez fuiste a parar a un antro donde sirven bebidas llamado La Lluvia de Oro?

—Nunca. Yo prefiero entretenerme solo en casa, con un ánfora de vino añejo.

—Muy sensato —dije—. Puedes adquirir una buena variedad de italianos, incluso aquí tan al norte. Deja que se asiente bien. Luego lo pasas por un colador de vino dos o tres veces… y lo tiras al sumidero. Los vinos de mesa de Germania y la Galia parecen soportar mejor la marcha de entrenamiento.

—Gracias por el consejo —replicó.

—No hay de qué —contesté.

No tenía sentido quedarnos allí sólo para hablar sobre sus hábitos gustativos. Los abogados son unos esnobs. Seguro que era partidario de cosechas más caras que las que a mí me parecía que merecían la pena de ser consumidas en casa con un salmonete frito. Los grandes vinos del Imperio no tenían posibilidad de viajar hasta Britania en condiciones, pero deduje que costaría mucho disolver sus prejuicios.

No vi indicios de que hubiera algún compañero viviendo allí con él, y si acababa de llegar, ¿qué nuevos amigos podía haber hecho? De manera que el quid de la cuestión era: cuando Popilio servía el precioso zumo de uva por las noches, ¿quién lo compartía con él?

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