Al otro lado de la calle, enfrente de los bares, un cerrajero va hasta su puerta para hablar con un vecino. Tal vez estén hablando también de la muerte del panadero. Dirigen la mirada hacia el grupo de camareros que chismorrean, pero no se unen a ellos. Tras unas contenidas palabras, el cerrajero sacude la cabeza. Su vecino no se entretiene más.
El cerrajero vuelve a su barraca y un hombre se dirige hacia el Ganimedes. Es un hombre de mundo, seguro de sí mismo, que camina con aire desenvuelto. Cuando se acerca al bar, un pequeño grupo de soldados surge de la nada. De inmediato ponen al hombre contra la pared, con las manos arriba. Él deja que lo registren, riéndose. Ya lo ha hecho otras veces. Sabe que no pueden tocarlo. Hasta cuando se lo llevan sigue lleno de brío. Los camareros, que han visto lo sucedido, regresan deprisa a sus bares respectivos.
En el Ganimedes, los soldados les salen al paso y los arrestan. Un hombre —alto, de anchos hombros, cabello castaño, tranquilo— entra para registrar el tugurio. Otro —fuerte, eficiente, de pelo oscuro y rizado, apuesto— se identifica ante los soldados y sigue al primero hacia el interior del bar. Más tarde vuelven a salir, sin nada. Decepcionados, se enzarzan en una breve discusión, por lo visto sobre cuestiones tácticas. El bar se precinta. Un soldado se queda montando guardia.
La calle está tranquila.
En otro lugar, en una barbería, un cliente está sentado en la silla a medio afeitar. Dos hombres vestidos de paisano pero con porte militar se acercan sin hacer ruido y le hablan. Él escucha cortésmente. Se quita el paño de debajo de la barbilla al tiempo que se disculpa con el barbero, el cual retrocede con aspecto preocupado. El cliente se encoge de hombros. Le pone unas monedas en la mano a su barbero rechazando sus objeciones con un ademán y luego se va con los dos oficiales que han ido a buscarlo. Ofrece el aspecto de persona influyente que se ha encontrado con que es víctima de un grave error. Su porte afligido indica que es demasiado sofisticado y tal vez demasiado importante para crear un escándalo público por dicho error. Ya se solucionará. En cuanto su explicación haya sido aceptada por las personas que ostentan la autoridad, habrá problemas. Existe la ligera impresión de que algún idiota prepotente lo pagará muy caro.
El desconcertado barbero vuelve a su trabajo. El próximo cliente se yergue con calma pero no toma asiento para afeitarse. Pronuncia unas palabras. El barbero pone cara de sorprendido, luego de asustado; se va con aquel hombre, que tiene el cabello oscuro y rizado y un paso firme. El establecimiento también se cierra y es precintado.
Ahora hay otra calle que está tranquila. De momento la operación ha salido bien: Piro y Ensambles, y algunos de sus socios, han sido puestos fuera de circulación por orden del gobernador.
Estuve mirando cómo detenían a los dos hombres. Petronio y yo habíamos registrado el Ganimedes: no hubo suerte. Si alguna vez habían guardado dinero o cualquier otra cosa, lo habían sacado de allí recientemente. En la habitación en la que Ensambles y Piro se alojaban tan sólo encontramos unos cuantos objetos personales.
Maldiciendo, hicimos planes. Petronio Longo presionaría al barquero para conseguir información sobre la embarcación que había arrojado al panadero al Támesis. También conseguiría la ayuda de Firmo para tratar de descubrir dónde tuvo lugar la agresión hecha al panadero. Teníamos la impresión de que debió de ocurrir cerca del río …, probablemente en un almacén. Habría manchas de sangre.
Yo me encargaría de ver qué ocurriría con Ensambles y Piro. Los hombres del gobernador supervisarían los interrogatorios, pero yo esperaba ocuparme de los subordinados: dos camareros y un barbero, además de cualquier otro adlátere que trajera el ejército. Los soldados estaban arrestando al personal del bar en el que murió Verovolco. También se había mandado avisar a Cloris para que acudiera a prestar declaración ante el gobernador.
Seguí a los grupos de arresto de vuelta a la residencia. Los matones fueron colocados en celdas separadas. A ninguno se le explicó el motivo de su detención. Dejamos que sufrieran un rato. Se les interrogaría al día siguiente. Ninguno de los dos sabía que el otro había sido detenido —aunque podrían haberlo deducido— y aparte de las personas que vieron cómo se los llevaban, nosotros no informamos a nadie de que teníamos a Piro y a Ensambles bajo custodia. Los camareros y el barbero fueron sometidos a interpelaciones preliminares esa misma noche. Todos se negaron a decirnos nada. Podría ser incluso que el barbero fuera inocente.
La noticia debió de llegarles a toda velocidad a los jefes de la banda. El abogado de los matones vino a importunar al gobernador a media tarde, sólo unas pocas horas después de los arrestos. Ya conocíamos al abogado: se trataba de Popilio.
Frontino tenía consigo a Hilaris para solucionar aquella confrontación; yo me cercioré de estar también presente. Tuve la sensación de que Popilio había llegado demasiado pronto y de que exageraba el asunto. Frontino debió de pensar lo mismo y le pidió explicaciones:
—Son un par de delincuentes comunes, ¿no es cierto? ¿Por qué quieres verme?
—Me han dicho que los mantienen incomunicados, señor. Tengo que consultar con mis clientes.
Cuando le conocí, Julio Frontino parecía un tipo afable interesado en las crípticas ramas de las obras de ingeniería públicas. Cuando le otorgaron el gobierno de una provincia y de su ejército, se acostumbró enseguida a su papel.
—Tus clientes están bien alojados; se les dará comida y agua. Tienen que esperar el procedimiento habitual de interrogatorio.
—¿Puedo saber de qué se los acusa?
El gobernador se encogió de hombros.
—No está decidido. Depende de lo que ellos mismos confiesen.
—¿Por qué están detenidos, señor?
—Un testigo los ha identificado en el escenario de un grave delito.
—¿Qué testigo, por favor?
—Lo sabrás a su debido tiempo.
—¿El testigo los acusa de cometer ese delito?
—Me temo que sí.
—No obstante, no está bien retenerlos toda la noche, pues necesitan tener la oportunidad de preparar su defensa. Yo he venido para pagar la fianza, señor.
Frontino miró al abogado con indulgencia.
—Joven… —Había una década de diferencia entre ellos, una década en años y un siglo en autoridad. Julio Frontino tenía el aspecto de general competente y de persona que trata de extender su influencia, cosa que significaba que también causaba impresión como magistrado superior—. Hasta que no lleve a cabo un examen y evalúe el caso no puedo fijar los términos de la fianza.
—¿Y cuándo concluirás el examen? —Popilio intentó parecer seco.
—Tan pronto como me lo permitan los asuntos de esta provincia —le aseguró Frontino con calma—. Nos encontramos entre los bárbaros. Mis prioridades son mantener segura la frontera de Roma y fundar una infraestructura decente. Cualquier civil que interfiera en ello habrá de esperar su turno.
Popilio supo que había perdido un terreno crucial, pero se había guardado su gran lanzamiento para la última tirada:
—Mis clientes son ciudadanos romanos libres.
—¡Es una cuestión de seguridad! —bramó Frontino. Nunca lo había visto gritar. Parecía disfrutar con ello—. No quedes como un idiota. Estos hombres permanecen bajo custodia.
—Gobernador, tienen todo el derecho de apelar al emperador.
—Cierto. —Frontino no iba a cambiar de opinión—. Si haces valer ese derecho, se irán a Roma. Pero no se van a ir antes de que yo los haya interrogado… y si descubro un caso del que hayan de responder, irán encadenados.
Cuando Popilio se fue, Hilaris rompió su silencio. Comentó pensativamente:
—No tiene experiencia en estos asuntos… pero aprenderá con rapidez.
—¿Pensamos que está detrás de todo esto? –preguntó Frontino.
—No, creo que no tiene la profundidad de razonamiento suficiente como para dirigirlo todo él solo.
—Hay dos agentes principales, asociados —tercié yo—. Aunque por lo visto Popilio se ha mostrado demasiado para ser uno de ellos.
Hilaris sonrió.
—Veo que has hablado con Lucio Petronio acerca de los jefes de la banda, ¿no? —De modo que la tapadera de Petro se había echado a perder.
—Es justo el hombre que necesitáis para esto —dije lealmente. Ninguno de los dos oficiales superiores pareció molestarse. Ambos tenían suficiente sentido común para darse cuenta de que Petro era una persona muy valiosa. La nimia cuestión de si los vigiles tenían derecho a mandarlo allí se consideraría más adelante, si es que se llegaba a considerar. Si realizaba una colaboración importante a la acción no habría represalias. Claro que, si no lográbamos hacer progresos, se le echaría la culpa a la secreta intromisión de Petro.
Frontino me miró.
—Averigua quién contrató a Popilio, si puedes.
Me apresuré a seguirle cuando se iba.
Me mantuve a distancia y seguí a Popilio durante todo el camino de vuelta a su casa, alquilada cerca del foro. Se me había ocurrido que esos asociados podrían aguardar para encontrarse con él en el exterior de la residencia, pero no se le acercó nadie. A pie, caminando con paso seguro, regresó directamente a su casa. Yo di dos vueltas a la manzana dando un paseo para darle tiempo a que se relajara y luego entré.
Estaba sentado a solas en el patio, en la misma mesa que ocupó la mañana del día anterior, escribiendo afanosamente en un pergamino.
—¡Falco!
Cogí un taburete y lo puse a su lado, aunque él no me había invitado a sentarme.
—Tenemos que hablar —le dije de manera informal, como si fuera uno de sus colegas abogados que hubiese acudido allí para negociar una reducción de cargos. Popilio apoyó la barbilla en una mano y escuchó. No era un joven idiota. Yo todavía no había decidido si Hilaris tenía razón, que a Popilio le faltaba presencia. El aspecto de persona de poca monta podía ser un simulacro; podía tratarse de un individuo de lo más corrupto.
Lo miré.
—Ésta es una empresa nueva para ti. ¿Me equivoco? –no hubo respuesta—. Te estás metiendo hasta el cuello. Pero, ¿sabes en qué te estás involucrando?
Popilio fingió sorpresa.
—Dos clientes retenidos bajo custodia, sin cargos.
—Vergonzoso —contesté. Entonces me puse más firme—. Es un asunto rutinario. Lo que no es habitual es la rapidez con la que apareciste gritando que era un ultraje. Un par de sinvergüenzas han sido detenidos. Eso es todo. Cualquiera diría que se trata de un gran espectáculo judicial político que implica a hombres famosos de brillantes carreras y arcas repletas. —Popilio abrió la boca para decir algo—. No me vengas con la dulce historia —dije— de que todos los romanos libres tienen derecho a la mejor defensa que se puedan permitir. Tus clientes son dos matones profesionales que explotan a la sociedad y que están a sueldo de una banda organizada.
La expresión del abogado no cambió. Sin embargo, se sacó la mano de debajo del mentón.
—No exagero, Popilio. Si quieres ver una horrible muestra de su trabajo, hay un cadáver destrozado en el embarcadero del transbordador. Ve y echa un vistazo. Entérate de la clase de gente que te ha contratado. —No alteré mi tono de voz—. Lo que quiero saber es: cuando aceptaste representar a Ensambles y a Piro, ¿sabías lo que se traían entre manos?
Popilio bajó la vista hacia sus documentos. Piso y Ensambles debían de tener auténticos nombres formales. Serían los que él utilizaría.
—¿Acaso eres un asalariado cualquiera que trabaja a jornada completa para unos mafiosos? —pregunté.
—¡Ésa es una pregunta morbosa, Falco!
—Te encuentras en una situación morbosa. Supongamos que es cierto que viniste a Britania para dedicarte a la inofensiva jurisprudencia comercial. —Le metí prisa—. Hoy alguien te contrató y tu has aceptado los honorarios. En este caso se trata simplemente de librar a alguien de la custodia. Justicia para los que han nacido libres. Una ejemplar cuestión de derecho; sus principios morales no cuentan. Los tuyos quizá debieran hacerlo. Porque la próxima vez que tus jefes se sirvan de ti, que lo harán, el trabajo será más turbio. Después de eso ya les pertenecerás. No estoy sugiriendo que te hagan trabajar cometiendo perjurio, deformando la justicia o sobornando a los testigos en tu primer mes, pero créeme, todo llegará.
—Son acusaciones disparatadas, Falco.
—No. Tenemos como mínimo dos asesinatos muy desagradables. Tus enchironados clientes están estrechamente relacionados con una de las dos muertes; nuestro testigo vio cómo lo hacían. Yo mismo puedo situarlos en el establecimiento de la segunda víctima (una panadería que fue objeto de extorsiones) justo antes de que ésta desapareciera y mientras le prendían fuego a su edificio.
Popilio me miró calladamente, aunque creo que se lo estaba pensando muy bien. Me imaginé que los asesinatos eran una novedad para él.
Había recibido una formación muy completa. Era inescrutable. Me hubiese gustado arrebatarle el pergamino para ver qué había escrito en él. ¿Anotaciones sobre cómo lo había rechazado Frontino? ¿Sugerencias sobre cómo podía resultar el examen formal? ¿O sólo confeccionaba una lista de sus honorarios por horas para el cabrón adinerado que fuera a pagarle por su tiempo?
Así que, ¿era Popilio un aficionado al que habían tenido que contratar apresuradamente, lo mejor que Britania podía ofrecerle a un rufián que se había topado con un problema inesperado? ¿O lo habían traído hasta allí y lo habían colocado como su representante legal? Y lo peor de todo (y que mirando a ese callado cerdo todavía parecía una incógnita), ¿era él mismo uno de los jefes de la banda?
—Ya te he escuchado, Falco —declaró Popilio con un tono de voz tan firme como lo había sido el mío.
Me puse en pie.
—¿Quién te paga para representar a Piro y Ensambles?
Sus ojos, de color avellana tras unas claras pestañas, parpadearon ligeramente.
—Me temo que eso es confidencial.
—Unos criminales.
—Eso es una calumnia.
—Sólo si no es cierto. Hay más celdas a la espera de otros asociados, recuérdalo.
—Sólo en el caso de que hayan hecho algo malo, ¿verdad? —dijo con sorna.
—Entonces te dejo con tu conciencia.
Hice lo que había dicho. Presupuse que tenía conciencia. Yo no vi ni rastro de ella.
Para los señores del crimen organizado la mayoría de las cosas obraban a su favor. En aquel mundo cínico en el que Petro y yo habitábamos, sabíamos que los señores del crimen ganarían siempre. Tenían el dinero de su parte. En Roma, los vigiles y las cohortes urbanas batallaban constantemente para mantener una paz precaria. Sin su ayuda, incluso en las provincias, el gobernador tenía una sola manera de luchar contra ellos. La utilizó. Nada más empezar, Frontino decidió traer al torturador oficial.