—¿Y por qué otro lugar anda?
—Río abajo. Posee una embarcación —me dijo Petro—. Fue el barco lo que me alertó. ¿Te acuerdas que vi a alguien en la proa aquella mañana cuando se deshicieron del cuerpo del panadero?
—Dijiste que había algo que te preocupaba.
—No lograba entender qué era. Solté un grito al darme cuenta de que era él. La forma en que estaba ahí apostado, sin hacer casi nada… —Petro puso mala cara—. Seguramente observaba cómo sus hombres arrojaban el cuerpo por la borda. Típico de Florio. Disfruta mirando. Toda la familia es así. Se regodean con el sufrimiento, a sabiendas de que son ellos los que lo han causado.
—La sensación de poder y de misterio. Apuesto a que Florio espía a los clientes cuando están con las chicas del burdel.
—Seguro.
Nos quedamos en silencio. Habíamos perdido a Florio y el tiempo era demasiado deprimente para poder soportarlo. Nada ocurriría porque nos quedáramos sentados a reflexionar tranquilamente.
Aún seguíamos considerando las cosas cuando la puerta se abrió de golpe. Después de que los recién llegados lograran cerrarla de nuevo dando un portazo, el tabernero les dijo amablemente.
—No se admiten mujeres.
Puesto que eran Helena y Albia las que habían entrado dando traspiés, Petronio sonrió y le dijo que aquellas pobres mujeres empapadas venían con nosotros. El camarero supuso que eran prostitutas y que estábamos comprando sus servicios, pero nosotros las tratamos con cortesía de todos modos.
En cuanto me vio, Helena se acercó a mí con la misma preocupación que había mostrado Petronio.
—¡Oh, Marco!
—Estoy bien —mentí. Aun de pie, Helena me rodeó con sus brazos; eso casi acabó conmigo. Contuve las lágrimas.
—Sus amigas se la han llevado. Nadie podía hacer nada. Ya lo sabes.
Cuando me soltó recobré la calma. Ella se sentó a mi lado.
Albia se había tranquilizado de su histeria y en aquellos momentos se mostraba callada y hermética. Helena le escurrió el pelo, luego las faldas. La niña se limitó a quedarse sentada. Helena le puso detrás de las orejas el desordenado pelo a Albia y le secó la cara lo mejor que pudo con la toalla de Petro.
—¿Y Florio? —preguntó Helena en voz baja.
Petronio llenó su jarra con cara de malhumor.
—Lo hemos perdido. Pero ésta es una provincia sin salida situada en el fin del mundo. No tiene adónde ir.
En mi opinión, eso era optimista.
Nos quedamos todos sentados un tanto aletargados, con el cansancio metido en los huesos a causa del clima. Si nos quedábamos ahí mucho tiempo acabaríamos todos congelados. Nuestras ropas empapadas no se estaban secando, sólo se volvían cada vez más pesadas y más frías sobre nuestros cuerpos.
Pero nos quedamos, porque Helena tenía un proyecto urgente. Rodeó a Albia con el brazo y con dulzura:
—Te alteraste mucho cuando reconociste a ese hombre. Quiero que me cuentes (sería lo mejor, querida) lo que sabes de él.
—Sabemos que dirige ese burdel que se llama La Anciana Vecina —expuso Petro en tono sereno, para hacer que la muchacha empezara a hablar.
—¿Tú querías ir allí, para empezar? —le preguntó Helena.
—No lo sé. —Parecía que Albia temiera meterse en problemas con cualquier cosa que decía o hacía—. Yo no sabía adónde me llevaba.
—¿Sabías quién era ese hombre?
—No.
—¿No lo habías visto nunca antes?
—No.
—¿Y cómo te abordó?
—Se acercó y fue amable conmigo cuando estaba sentada allí donde Falco me dejó. —Albia hizo una pausa y luego admitió con vergüenza—: Me dijo algo porque estaba llorando.
Me aclaré la garganta.
—Fue culpa mía. Me había enfadado. Albia tal vez pensó que la había abandonado allí y que no iba a volver.
—Pero volviste, claro está —dijo Helena, más para tranquilizar a la muchacha que para aplaudir mis honestas intenciones.
—Quizá no me conocía lo bastante bien para poder estar segura de que lo haría.
—De modo que Albia parecía una desgraciada jovencita que se hubiese escapado de casa.
—Eso fue lo que me preguntó aquel hombre —saltó Albia apasionadamente—. Le dije que no tenía casa.
Helena frunció los labios. La estaban afectando fuertes sentimientos.
—Bueno, a ver si nos entendemos bien: te estoy ofreciendo un hogar, si es que lo quieres, Albia.
A la muchacha se le inundaron de lágrimas sus azules ojos. Petronio me dio un codazo en las costillas pero no le hice caso. Helena y yo no habíamos discutido sobre el tema en privado. Llevarse a Roma a una niña salvaje y exponer a nuestras propias hijas a una influencia desconocida era algo que requería ser considerado detenidamente. Hasta la impetuosa Helena Justina abogaba por los tradicionales consejos familiares. No obstante, toda matrona romana sabe que los consejos domésticos fueron ideados por nuestras destacadas madres sólo para que las opiniones de la matrona de una casa prevalecieran.
Yo me mostré conforme. Sabía comportarme como un patriarca romano.
Helena se inclinó hacia la niña:
—Cuéntame qué te ocurrió cuando fuiste a La Anciana Vecina con Florio.
Hubo un prolongado silencio. Entonces Albia habló, con una energía sorprendente.
—La mujer gorda me dijo que tenía que trabajar para ellos. Yo nunca pensé que volvería contigo y con Marco Didio. Creí que tenía que hacer lo que me decían.
Helena logró no reaccionar airadamente, pero vi que se le tensaban los músculos alrededor de la boca.
—¿Y el hombre?
—Me hizo hacer lo que se tiene que hacer.
Helena entonces abrazó a la muchacha, medio vuelta de espaldas a mí. Petronio se apretaba las manos con fuerza, no fuera a romper algo. Yo apoyé la palma de la mano en la espalda de Helena.
—¿Ya sabías qué era eso
,
Albia? —murmuró.
—Sabía lo que la gente hacía.
—¿Pero te había ocurrido a ti alguna vez?
—No. —De pronto la niña empezó a llorar. Las lágrimas cayeron, casi sin sollozos. Su profunda pena y amargo desconsuelo eran estremecedores.— Yo hice que ocurriera…
—No. ¡Eso ni lo pienses! —exclamó Helena—. No puedo cambiar lo que te han hecho, pero ahora estás a salvo con nosotros. Te ayudaré a que le cuentes esta historia al gobernador. Entonces se podrá evitar que el hombre y la vieja hagan daño a otras chicas como tú. Sabrás (y tal vez eso te ayude, Albia) que has luchado contra él. Contra él y contra todos los de su calaña. —Al cabo de un momento, Helena, con voz fuerte, añadió—: No todos los hombres son así, te lo prometo.
Albia levantó la vista. Su mirada iba de Helena a mí.
—Los hombres y las mujeres pueden ser felices juntos —dijo Helena—. No lo olvides.
Albia me miró fijamente. Aquella era la comunicación más larga que cualquiera de nosotros había tenido con ella, de modo que lo que vino después era comprensible. Debía de haber estado dándole vueltas durante la mayor parte del tiempo que había estado con nosotros.
—Vosotros encontráis a las personas. ¿Encontraréis a mi familia?
Aquélla siempre fue la pregunta más dolorosa que se le podía plantear a un informante. O bien no podías encontrar a los desaparecidos, y nunca tenías muchas posibilidades de hacerlo, o los encontrabas y todo salía terriblemente mal. Nunca supe de ningún caso que resultara satisfactorio. A partir de ahí me negué a hacerme cargo de tales peticiones por parte de mis clientes.
—No puedo decirte otra cosa que la verdad, Albia. No creo que pueda hacerlo —le dije.
Dejó escapar un grito de protesta.
La hice callar y seguí hablando sin interrupción.
—Ya he pensado en ello por ti. Creo que los miembros de tu familia debieron de morir todos durante los enfrentamientos y el incendio que tuvieron lugar cuando la reina Boadicea atacó Londinium. Por aquel entonces tú debías de ser un bebé. Si alguien hubiera sobrevivido, habría tratado de encontrarte. —Probablemente eso era cierto. Si habían huido abandonando a la niña era mejor que ella no lo supiera.
—Desaparecieron, Albia —dijo Helena—. Ámalos… pero tienes que dejar eso a un lado. Si eliges venir con nosotros te llevaremos lejos y podrás olvidar todo cuanto ha pasado desde entonces.
Sus palabras no surtieron el efecto deseado. Albia no podía estar más decaída.
Petronio y yo dejamos que Helena se ocupara de la niña lo mejor que pudiera. Nos dirigimos a la puerta y nos quedamos mirando la tormenta. Petro dio unos saltitos sobre un pie mientras se volvía a atar una de sus botas.
—Quedará marcada para toda la vida. Os va a costar salvarla.
—¡Ya lo sé! —Y eso si no teníamos que enfrentarnos al hecho de que Florio le hubiera contagiado alguna enfermedad o la hubiera dejado preñada. Eso únicamente lo sabríamos con el tiempo. Helena tendría que observarla detenidamente y con tacto.
En aquellos momentos Petronio Longo quedó sumido en el silencio. A mí ya me absorbía mi propio sufrimiento. Él, yo lo sabía, estaba pensando que de algún modo, en algún lugar, atraparía a Florio.
Al fin, la tormenta cesó de forma repentina.
El dueño o camarero salió a mirar el cielo, que se iba despejando. No era el hombre que yo recordaba. Aquél había sido un galo calvo vestido con una túnica azul y un feo cinturón. Se mostraba tranquilo y profesional. Ese otro era un tipo desaliñado, enjuto y nervudo que había tardado una eternidad en atendernos y que parecía no saber qué tenía en existencias.
Aquel cambio en el personal me dejó preocupado. En el fondo esperaba que reapareciera mi conocido, pero eso no iba a suceder. No me caía bien, pero el pensar que su puesto lo había usurpado aquel incompetente me dejó un mal sabor de boca. Me obligué a hacerlo notar.
—La última vez que vine aquí había otra persona sirviendo.
Los ojos de aquel hombre se vidriaron ligeramente.
—Se marchó.
—¿Era de esos que necesitan ir cambiando de aires? –No era la impresión que me había causado en su momento. El otro hombre, el que me había ayudado a hacerle pasar la borrachera a Silvano, había venido a Britania para iniciar una empresa exitosa. Parecía estar asentado en el bar de los soldados, dispuesto a quedarse como residente a largo plazo. Así, pues, ¿dónde estaba ahora? ¿Quién lo había echado?
El nuevo tabernero se encogió de hombros. Entonces fue cuando me fijé en que habían descolgado el viejo letrero con la cabeza del general de nariz aguileña. Alguien lo estaba repintando.
—¿Te cambias el nombre? ¿Cómo te vas a llamar ahora?
—No lo he decidido —respondió tratando de escaparse por la tangente, como si mi detenido escrutinio le resultara odioso. Entonces me di cuenta de lo que significaba todo aquello.
—Tienes muchos para escoger —repliqué en tono grave—. En un día como hoy, El Relámpago sería un buen nombre.
—Es cierto —terció Petronio, que entendió a qué me refería; habló en un tono amenazador—. Algo que tenga que ver con Júpiter siempre es popular. —Dirigiéndose a mí, dijo entre dientes—: ¡Si se han extendido tan al norte de la ciudad, Frontino ha de tomarlo en cuenta!
Si en verdad se trataba de un nuevo encargado instalado allí por la banda de Florio, sabía que estábamos enterados de la absorción del negocio, pero se limitó a lanzarnos una mirada de desprecio.
Avisé a Helena de que debíamos marcharnos. Ella tenía frío y estaba incómoda, y sugirió que podríamos entrar en calor en los baños de al lado. Si nos esforzábamos en volver a la residencia, habría allí agua caliente y ropa seca, pero teníamos todos demasiado frío como para dejar pasar aquella oportunidad. No sólo se trataba de un capricho. Petronio y yo podríamos planear el próximo movimiento.
Así, pues, decidimos volver por la calle inundada; el alcantarillado estaba tan lleno de agua que había rebosado. Nuestro grupo anduvo en silencio. Yo ya estaba pensando.
Florio no volvería al burdel. No si pensaba que Petronio debía de estar vigilando el lugar. El gobernador podría asaltarlo sin peligro y detener a la vieja bruja, junto con algún adlátere. Entonces podríamos registrar el río en busca de la embarcación de Florio y descubrir cualquier otra guarida que tuviera.
De momento, Florio trataría de pasar inadvertido.
Tal vez.
Cuando entramos a los baños le guiñé el ojo al encargado, quien entonces se vio regateando. Petronio Longo se había hecho cargo de la situación; quería un descuento para grupos, lo cual era algo exagerado tratándose sólo de cuatro personas. Aun así, los vigiles esperan que se respete su posición, igual que hacen los gángsters como Piro y Ensambles. Lo único que el encargado podía hacer era farfullar débilmente sobre la alta calidad del servicio y la cantidad de agua caliente que tenían…
—¡Tienen una noria! —exclamé alegremente—. Y a un esclavo muy cansado que la hace rodar.
—¡Mirón! —replicó el encargado de los baños—. ¡A las piernas de Mirón no les pasa nada! Se mueve a buen ritmo.
No era eso lo que yo recordaba. Traté de no hacer caso, pero el comentario me fastidió. Suspiré.
—Resérvame una almohaza, quiero comprobar una cosa… —No se lo dije a Petro, pero de pronto me di cuenta de que podía haber perdido a Florio por un pelo.
No tardé en volver en una escapada al edificio en cuyo interior había visto la noria. Cuando hacía buen tiempo parecía estar muy cerca. Me detuve en el exterior de la casucha. Aquello era una estupidez. Estaba persiguiendo a alguien peligroso. Debería de haber traído a Petronio conmigo. Desenvainé la espada. Empujé la puerta muy suavemente y entré.
Me di cuenta enseguida de que la noria estaba rodando con mucho más brío que antes. El hombre del molino debía de tener energía de repuesto. Había poca luz, incluso ahora que la tormenta había amainado, pero podía distinguir el mecanismo. El sistema de extracción era espectacular. Lo habían instalado en el interior de un enorme pozo revestido de madera, tan ancho, que dentro hubieran podido meterse dos personas con los brazos extendidos. Aunque podrían haberse ahogado si lo intentaban. No podía ver el fondo del hueco. Recordando pasados terrores, me mareé sólo con mirar dentro. Si a Verovolco lo hubieran arrojado allí habría desaparecido de la vista y nadie lo hubiese encontrado nunca. Hecho que me habría ahorrado un montón de disgustos.
Una cadena de hierro, colocada alrededor de una rueda que la hacía funcionar, descendía a las lóbregas profundidades de ahí abajo y sacaba el agua en una larga línea de cangilones rectangulares de madera. Al lado había un molino de tracción humana, el cual mantenía girando la rueda superior y los cangilones dando vueltas. Alcancé el molino, me agarré a uno de los travesaños y me aferré ahí. El mecanismo tenía unos tres metros de alto y lo accionaba un hombre que, supuestamente, se pasaba todo el día andando con obstinación. Entonces, sacudido por la presión que yo ejercí al frenar su rueda, se detuvo. Era un esclavo con aspecto de insecto palo, con una cinta en la cabeza, que pareció ofendido de que hubiese irrumpido en su soledad.