Sabía que aquellos artífices formaban parte del personal de las embajadas extranjeras. Me había imaginado que constituían un último recurso. La rapidez con la que allí se tomó la decisión me impresionó.
—¡Amico! —Hilaris me dijo su nombre con un apagado tono de voz. Frontino había aprobado formalmente servirse de aquel hombre, pero nosotros éramos los encargados de darle las instrucciones.
—¿Amico? ¿El amistoso? Me imagino que debe de ser un mote, ¿no?
—No me gusta preguntar. —Hilaris soltó una breve risita, aunque parecía serio—. Siempre tengo la sensación de que involucrarlo a él es como llevarle a un carretero una carreta con un rayo de la rueda roto. Siempre espero que Amico le dé un vistazo a la tarea (a los sospechosos, quiero decir) y luego sacuda la cabeza y me diga: «Procurador, tienes un verdadero problema…»
—¿No rne digas que inspecciona al sinvergüenza que le está esperando en la celda y luego desaparece durante una hora mientras va a buscar el material…?
Hilaris se estremeció.
—Llegado ese punto, lo dejo solo. —Era un hombre bondadoso—. Siempre tengo la esperanza de que la mera amenaza de llamar a Amico les hará dar un grito ahogado y se darán por vencidos.
—¿Y lo hacen?
—Casi nunca. Es bastante bueno.
Así, pues, lo necesitábamos.
En cuanto apareció Amico vi exactamente qué quería decir el tío de Helena, hombre de conciencia sensible. El torturador tenía aspecto de haberse obligado a sí mismo a dejar otro trabajo, uno más interesante, uno que hubiera tenido un horario bien definido, a diferencia del nuestro, problemático y de última hora. Iba arremangado y había manchas en su túnica (¿de qué?). Escuchó nuestra petición con el aire cansino y ligeramente sufrido del que está tratando con idiotas. De haber habido honorarios de por medio, nos hubiese cobrado de más. Como estaba en la plantilla del gobernador, no se dio el caso.
—Los delincuentes profesionales pueden causar problemas —comentó para que nos enteráramos de lo afortunados que éramos de contar con sus habilidades.
—¿Estás diciendo que no puede hacerse? —se inquietó Hilaris, como si el eje de su carreta no estuviera muy bien.
—¡Oh, no, se puede hacer! —le aseguró Amico de forma escalofriante.
Tenía un ayudante alto, delgado y zafio que no hablaba nunca. El joven miraba fijamente a su alrededor con manifiesta curiosidad y de alguna forma daba la impresión de que tal vez fuera un muchacho muy brillante. El mismo Amico tenía que ser inteligente. Los profesionales expertos en la tortura se cuentan entre las personas más agudas del Imperio. Su trabajo les exige cierta experiencia cosmopolita y ser instruidos, si es posible. Fiaos de mí. Yo ya había trabajado otras veces con ellos durante mi época de explorador en el ejército.
—Apuesto a que en su tiempo libre estudia cosmografía —le había sugerido antes a Hilaris.
—Nada tan frívolo como los planetas. Una vez tuve una larga conversación con él acerca de los principios de Demócrito y sobre si las deidades experimentan dolor o placer. ¡No pude seguirle!
En aquel momento Amico dio un resoplido (su única manera de expresar los sentimientos, aunque era probable que incluso ésta fuera provocada por alguna alergia estival).
—Empezaré con los camareros. Me encargaré de ellos esta tarde. —Yo mismo tenía la intención de interrogarlos, pero respeté dócilmente su voluntad—. El barbero puede que aguante. Detesto a los barberos. Son unos miserables alfeñiques que lloriquean en cuanto se vienen abajo… Y en cuanto a vuestros dos matones, me gustaría mantenerlos aislados una segunda noche y si es posible que duerman poco. Y nada de comida, por supuesto. Entonces dejádmelos a mí. Mandaré a Tito para que os avise cuando llegue la hora de venir a ver.
Hilaris y yo intentamos mostrarnos agradecidos.
—¿Qué es lo que queréis saber? —preguntó entonces Amico, como si se le hubiera ocurrido en el último momento.
—La verdad —respondió Hilaris con un amago de sonrisa.
—¡Ah, eres un caso, procurador!
—Alguien ha de tener valores —le reprendí—. Aquí está la lista: queremos información sobre los chantajes a propietarios de comercios; dos asesinatos: un britano ahogado en un pozo por motivos desconocidos y un panadero apaleado hasta morir por resistirse al chantaje; y los jefes de la banda.
—Se cree que son dos —indicó el procurador—. Un solo nombre ya será de ayuda.
Amico asintió con la cabeza. Aquellas trilladas tareas parecían intrigarlo mucho menos que los principios de Demócrito. Se llevó a su ayudante, el desgarbado Tito, con el siniestro latiguillo:
—¡Trae la bolsa, Tito!
Debería haber mencionado la bolsa. Era enorme. Tito a duras penas pudo alzarla para echársela al hombro mientras salía tras Amico andando con aire arrogante. Tropezó con el marco de la puerta de refilón e hizo saltar un pedazo de arquitrabe, con un resonante estrépito que emitieron los pesados instrumentos metálicos que había en su interior.
Amico volvió a asomar la cabeza por la puerta. Flavio Hilaris, que estaba examinando la aplastada carpintería, soltó un fragmento de arquitrabe y dio un paso atrás con aspecto de estar avergonzado de sí mismo por haberse molestado por los daños.
—¿Queréis que lo haga sin dejar marcas? —quiso saber Amico.
Me pareció que Hilaris empalidecía. Encontró las palabras adecuadas:
—Los matones tienen un abogado.
—¡Vaya! —replicó el torturador, impresionado. Pareció alegrarse al saber de ese reto—. ¡Entonces tendré muchísimo cuidado!
Volvió a salir. Hilaris regresó a su asiento. Ninguno de los dos dijo nada. Ambos nos quedamos decaídos.
Helena me encontró estudiando un mapa callejero. Se inclinó por encima de mi hombro para inspeccionar una tablilla de notas en la que yo había escrito una lista de nombres.
—La Lluvia de Oro, Ganimedes, El Cisne… El cisne debe de ser como el de Leda, que fue seducida por Júpiter en forma de gran pajarito blanco. La Lluvia de Oro sería su otra conquista, Dánae. Ganimedes es el copero de Júpiter…
—Sigues mi línea de pensamiento —asentí yo.
—¿Las bodegas que tus bandidos explotan ahora tienen todas nombres relacionados con Júpiter? ¡Vaya un tema! ¡Qué emocionante! —exclamó Helena con su característico estilo de burla distinguida—. Alguien hay que tiene muy buen concepto de sí mismo para habérsele ocurrido esto.
—Como hijo que soy de un comerciante de antigüedades, me gustan las cosas que van en lotes —confirmé secamente—. También es muy útil para sus contables… porque tiene que haber contables en plural, por supuesto: ¡Identificad todas las cauponae enroladas bajo el signo de Júpiter!… Además, los propietarios que quieran resistirse a la presión se darán cuenta de lo poderosos que son los matones cuando vean que cada vez hay más y más bares bajo la férula de Júpiter.
—Podríamos ir a dar un paseo —decidió Helena—. Tenemos tiempo antes de cenar. Podríamos llevarnos el mapa y señalar los lugares. Ver hasta dónde llega el área de acción de los chantajistas.
Nux
ya estaba dando vueltas a nuestro alrededor con excitación.
Pasamos un par de horas entrecruzando la red de calles desde la orilla del río hasta el foro. Nos deprimió a ambos. Figuraban todas las novias adúlteras de aquel dios permisivo: Io, Europa, Dánae, Alcmena, Leda, Niobe y Semele. ¡Vaya con el muchacho! A la siempre celosa reina de los cielos, Hera, no le gustaría nada venir a pasar una temporada de descanso en Londinium tras una festividad y ver que a todas aquellas rivales se les daba tanta importancia. Por la seguridad de aquella ciudad, yo mismo deseaba que el rey celestial hubiera mantenido más en secreto su divino pene. Las hermosas compañeras de cama sólo eran el principio. Había rayos adornando las tiendas de legumbres de inofensivo aspecto y los cetros reinaban en las cervecerías britanas. Los pintores que podían crear atractivos relámpagos debían de estar en el cielo. O más bien estaban gastando sus honorarios bebiendo tinto de la Baja Germania en la Bodega Olimpo que había en la esquina de la céntrica calle del Pez. Con ambrosía caliente o fría servida en un arenoso pan ácimo cada vez que era hora de comer, sin duda.
Los precios eran muy elevados. Bueno, no era de extrañar. La gente que dirigía aquellos jupiterianos mostradores de tentempiés necesitaba financiar sus pagos a la cuadrilla de matones. Había alguien en alguna parte que estaba haciendo mucho dinero en aquella ciudad perdida en el fin del mundo, dinero sucio en grandes cantidades. En realidad, aquel paseo me hizo tomar conciencia de que a los jefes de la banda les iba a enfurecer el hecho de que Piro y Ensambles, que eran los que recogían el dinero, hubieran sido encerrados por el gobernador… a instancias mías.
De vuelta a casa, Helena despachó a la esclava que había venido a rizarle el pelo y en vez de arreglarse se agachó junto a una ventana para aprovechar la luz de la tarde mientras marcaba nuestro mapa con pulcros borrones de tinta roja. Yo regresé de darme un baño templado, vi el aspecto que tenía el mapa y solté una maldición. Los puntos invadían el barrio comercial situado al este del puente y que se extendía a lo largo del Decumano Máximo hasta el foro.
Le hice llegar el mapa a Frontino, para que se deprimiera mientras lo afeitaban. Yo me senté en la silla envolvente. Helena se lavó rápidamente con una esponja, tomó un vestido de su arcón de la ropa y se prendió algunas joyas. Me acarició la mejilla.
—Pareces cansado, Marco.
—Me estoy preguntando en qué me he metido.
Se acercó a mí mientras se peinaba su fina cabellera. Tras un vago intento de sujetársela en lo alto, dejó que todo el recogido se viniera abajo. Como sabía que el peine se engancharía en mis rizos, me los arregló con sus largos dedos.
—Sabes que es un asunto de vital importancia.
—Sé que es peligroso.
—Crees que es lo correcto.
—Hace falta que alguien los detenga, sí.
—¿Pero te preguntas que por qué tú? —Helena sabía que, en ocasiones, yo contaba con que ella me devolviera la seguridad—. Porque tú tienes la tenacidad, Marco. Tú posees la valentía, las facultades intelectuales, la ciega ira que se necesita para enfrentarse a tamaña perversidad.
La rodeé con mis brazos y apoyé la cara en su estómago. Ella se quedó de pie, se agachó un poco sobre mí y deslizó una mano por el interior del cuello de mi túnica para masajearme la espalda. Me oí a mí mismo gemir cansinamente:
—¡Quiero irme a casa!
—Marco, no podemos irnos, no hasta que hayas terminado aquí.
—Pero es que esto nunca se termina, mi amor —me eché hacia atrás y la miré—. El crimen organizado sigue adelante. Un éxito no hace más que acabar con él temporalmente y abre posibilidades para nuevos chanchullos.
—No te desanimes tanto.
Sonreí con arrepentimiento.
—Estoy cansado. Hace dos noches que no duermo. Mi chica se peleó conmigo… ¿Me amas?
Me acarició la frente con el pulgar.
—Si no te amara no hubiese discutido contigo.
Entonces fue cuando opté por decirle… cuando tuve que decirle que era probable que aquella noche viéramos a Cloris en la residencia.
Helena me soltó, pero cuando tomé sus manos entre las mías no se opuso.
—No lo malinterpretes, amor. Cloris tiene que prestar declaración ante el gobernador y también se le ha pedido que eche un vistazo a nuestros invitados a la cena. Esta noche han sido invitados tanto Norbano como Popilio junto con otros recién llegados que podrían ser los jefes de la banda. Se trata de trabajo, Helena. No estoy jugando.
Helena dijo simplemente en voz baja:
—Lo que está haciendo es peligroso.
—Lo sé —fui escueto—. No parece saber que su condición social hace que su declaración como testigo no sirva ante los tribunales.
—Lo está haciendo por ti.
—¡Lo está haciendo porque le gusta sembrar cizaña! —Siempre le gustó. Las mujeres como ésa no cambian—. No estoy seguro de que sea consciente del peligro que arrostra.
—Su profesión está basada en el riesgo físico —señaló Helena.
—Sí, pero eso lo hace porque quiere. Disfruta con las emociones y gana mucho dinero. Ella y las otras chicas han venido a Britania porque pelear en el nuevo anfiteatro las hará independientes de por vida… si es que sobreviven. Pero lidiar con criminales callejeros es otra cosa. Las probabilidades de supervivencia son mucho peores. Si fuera una persona con ética le explicaría con detalle toda la verdad.
—Pero necesitas su información.
—Bueno, yo podría informar a Frontino de lo que ella me dijera, pero él no actuará basándose en habladurías.
—Ella vio lo que sucedió —insistió Helena—. Infame o no, si Frontino la entrevista en privado y la cree, entonces ella dará validez a las acciones que éste emprenda.
—Los veredictos en habitaciones cerradas no son mi escena favorita, Helena.
—¡Eres un republicano resentido! Yo también los desprecio, Marco, pero si tienen que existir prefiero que sea en una causa como ésta.
—Mala política. —Detestaba aquella situación. Los emperadores Claudios eran muy aficionados a ella y sometían a sus enemigos a juicios secretos en el palacio antes que enfrentarse a ellos en el Senado o en audiencia pública. Yo había tenido la esperanza de que, con nuestra dinastía Flavia, dicha práctica cayera en desuso. Se hacía para infundirles pánico a los cabecillas, para eliminar a rivales imaginarios tras un rápido interrogatorio encubierto… con frecuencia basado en pruebas falsas. Los informantes, lamento decirlo, a menudo constituían los asquerosos instrumentos de tales juicios privados. Yo nunca había trabajado de esa manera.
Cuando nos dirigíamos a cenar, el procurador se asomó desde una oficina y me hizo una seña. Había permanecido al acecho de Amico. Helena fue delante, en tanto que Hilaris y yo mantuvimos una apresurada consulta con el torturador.
—Tito está guardando las cosas… —Vi que Hilaris empalidecía de nuevo cuando Amico informó—: Tengo las versiones de los camareros. Todas coinciden; el asunto es sutil y está bien ejecutado. Según parece, los dos hombres a los que tenéis presos dirigen un práctico servicio. Disuaden a los alborotadores y a los rateros que podrían llevarse la recaudación. Todas las bodegas agradecen la seguridad adicional y se alegran de contribuir con modestas sumas de dinero para obtenerla.
Hilaris y yo lo miramos sorprendidos.