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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (18 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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—¡Ah, pero seguro que los vigiles no tienen jurisdicción en las provincias!

—¡Exactamente! —la interrumpió Petro con aspereza—. Cállate. Estoy fuera de los límites. Nadie debe saberlo.

Maya bajó la voz, pero no lo iba a dejar correr.

—Entonces, ¿te mandaron aquí?

—No preguntes. —Su misión era oficial. ¡Vaya, ese canalla se lo había tenido muy callado! Me oí tomar aire, más enfadado que sorprendido.

—Bueno, a mí eso no me interesa. Tengo que hablar contigo.

Entonces Petronio cambió su tono. Habló deprisa, con voz queda y afligida.

—Tranquila. No tienes que contármelo. Sé lo de las niñas.

Estaba tan cerca que noté la tensión de Maya. No fue nada con la emoción que percibí en Petronio. Algún vecino venía andando por la calle.

—Siéntate —dijo Petro entre dientes, pensando sin duda que de pie frente a él, agitada, Maya estaba llamando la atención. Creí oír el chirrido de las patas del banco. Había hecho lo que él le había dicho.

Cuando el hombre hubo pasado de largo, Maya preguntó:

—¿Cuánto hace que lo sabes? —La acústica había cambiado. Tuve que aguzar el oído para enterarme de lo que decía.

Se la veía más claramente trastornada ahora que el asunto había salido a la luz—. ¿Te llegó una carta?

—No, me lo dijeron.

—¿Marco te encontró?

—Antes lo vi. —Petronio hablaba con frases entrecortadas—. No le di oportunidad. Supongo que por eso me ha estado buscando.

—¡Todos nosotros lo estábamos haciendo! Así pues, ¿quién te lo dijo?

Petro emitió un leve sonido, casi una risa.

—Dos chiquillos.

—¡Oh, no! ¿No te referirás a los míos? —Maya estaba enfadada y avergonzada. Yo no me sorprendí. Sus hijos habían estado muy preocupados por saber dónde estaba su héroe; se habían enterado de la tragedia; formaban un extrovertido grupo siempre dispuesto a actuar de forma independiente. Petronio se quedó callado. Al final, Maya dijo con arrepentimiento—: ¡Y eso que les dije que no te molestaran! Oh… ¡lo lamento muchísimo!

—Me pillaron totalmente desprevenido… —Petronio pareció distante cuando empezó a hablar, de la forma en que lo hacen los afligidos, sintiendo la necesidad de recitar la manera en que se había enterado de la horrible noticia—. Vi a Mano. Estaba sentado en una piedra del bordillo con aspecto de estar deprimido. Anco debía de haberse alejado de él y me vio…

—¿Anco? ¿Te lo dijo Anco?

La voz de Petro se suavizó, aunque no mucho.

—Antes de que pudiera gritarle que se largara, se acercó corriendo. Yo pensé que se alegraba de verme. De modo que cuando subió al banco lo rodeé con el brazo. Él se puso de pie y me lo susurró al oído.

Maya se atraganto levemente. Yo mismo estaba acongojado. Anco tenía tan sólo seis años. Y Petronio no habría tenido ni idea de lo que se avecinaba.

—No tenías que haberte enterado de esto por los niños.

—¿Y eso qué importa? —bramó Petro—. ¡Dos de mis hijas han muerto! Tenía que saberlo.

Maya dejó que se aplacara el arrebato. A ella, lo mismo que a mí, debía de preocuparle lo que Anco había soltado, porque se cercioró de contarle como es debido los detalles a Petronio.

—Pues bueno, eso es, precisamente. Has perdido a dos; los muy estúpidos no nos dijeron a cuáles. La gente está intentando enterarse para decírtelo. Varicela. Supongo que ocurrió poco después de que abandonaras Italia. La carta no lo decía.

—Debí de contagiarme cuando me despedí de ellas. Y contagié a tus hijos —admitió Petronio—. Me siento culpable…

—Ellos sobrevivieron.

—Y yo también. —No era la clase de persona para decir que ojalá hubiera sido él el muerto, pero sonó muy parecido a eso—. ¡Así que tendré que vivir con ello!

—Lo harás, Lucio. Pero créeme, es duro. —Mi hermana, que como la mayoría de madres había visto morir a un hijo, habló con amargura. Se hizo un silencio y luego Maya repitió: —Lamento lo de los chicos.

—No tuvo importancia. —A Petronio no le interesaban sus disculpas—. Anco me lo dijo, entonces llegó Mario y se sentaron junto a mí, uno a cada lado, y se quedaron ahí, callados.— Al cabo de unos instantes añadió, obligándose a mostrar un poco de amabilidad en su voz—: Y ahora eres tú la que está sentada a mi lado y en silencio.

—Perdí a mi primer hijo. Sé que no hay nada más que pueda hacer por ti.

—No. —Raras veces había visto a Petronio tan abatido—. Nada.

Hubo un silencio bastante largo.

—¿Quieres que me vaya? —le preguntó Maya.

—¿Ya quieres irte? –A juzgar por su tono hostil supuse que Petro estaba encorvado sin moverse, con una sombría mirada fija hacia delante. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo Maya. Nunca había visto a mi hermana consolar a los afligidos. Especialmente a alguien al que, al menos por un breve espacio de tiempo, había acogido en su cama.

Eso ya no parecía ser relevante, y sin embargo ella había persistido en su búsqueda. Era la vieja desgracia de los Didio: ella se sentía responsable—. Tengo que llevar a cabo esta misión —explicó Petro, en un tono educado que no significaba nada—. Más vale que la termine de una vez. No me queda nada más.

—¡Te queda una hija! —exclamó Maya bruscamente—. Y está Silvia.

—¡Ah, Silvia! —La voz de Petro adquirió un nuevo deje. Al fin demostraba algún sentimiento, aunque no estaba claro si su tono compungido era una reflexión sobre su ex mujer, sobre él mismo o incluso sobre el destino—. Creo que tal vez quiera que volvamos juntos. Ya lo noté cuando la vi en Ostia. Ese novio que se echó es un perdedor, y ahora… —se desahogó, luego se contuvo—. Ahora tenemos una hija a la que consolar.

—¿Y qué es lo que tú quieres? —le preguntó Maya calmosamente.

—¡No puedo hacerlo! Forma parte del pasado. —Ya sabría cuántos hombres habían decidido permanecer firmes en semejante actitud sólo para acabar siendo disuadidos. El dolor y la conciencia se habían alineado para hacerle caer en la trampa. El rostro lloroso de su hija superviviente lo perseguiría.

—Entonces Silvia ha salido perdiendo en todos los sentidos. —Me sorprendió que mi hermana pudiera ser tan imparcial. Había sido ella, incluso, la que le había recordado que Arria Silvia lo necesitaba.

—¿Crees que debería? —preguntó entonces Petronio con brusquedad.

—No voy a decirte lo que pienso. Eres tú quien tiene que decidir. Pero —tenía que añadir Maya— no cometas un error por el hecho de sentirte culpable.

Petronio emitió un leve resoplido como respuesta. Si aquello lo ayudaba a tomar una decisión, no iba a revelar sus pensamientos. Siempre había sido muy reservado con su vida privada. Cuando compartíamos una tienda en el ejército había cosas que no podía ocultarme, pero desde entonces yo lo había tenido que adivinar. Se guardaba para él todos sus sentimientos, creía que el hecho de no darles rienda suelta ayudaría. Quizás esa actitud fuera la causa de no pocos problemas cuando vivía con Arria Silvia.

Maya debió de considerar que había hecho todo lo que estaba en su mano. Oí movimiento. Debía de haberse puesto de pie otra vez.

—Ahora me voy. —Él no dijo nada—. Ten cuidado.

Petronio se quedó clavado en el banco, pero debía haber levantado la vista.

—¡Bueno, Maya Favonia! Entiendo a los niños. ¿Pero tú… por qué has venido?

—¡Oh… Bueno, ya me conoces!.

Salió otro breve rugido de forzado regocijo.

—No —replicó Petronio, en tono rotundo—, no te conozco. Y sabes muy bien que yo quería hacerlo… pero eso ya ha terminado, ¿no es cierto?

Mi hermana se marchó.

Cuando Petronio se levantó dando un salto brusco y entró en los baños yo también me dispuse a marcharme.

Hubiera ido tras él. Estaba sufriendo. Pero mi presencia allí sería demasiado difícil de explicar. Yo nunca había querido que se juntara con mi hermana, ni que ella lo hiciera con él, pero me inquietaba la escena que acababa de escuchar.

Mientras estaba ahí, indeciso, una tercera persona intervino.

—¡Por favor! —Un súbito susurro apagado que casi me pasó por alto—. ¡Por favor, Falco! —No estaba de humor para intromisiones. De todos modos, oír tu nombre en algún lugar donde no te lo esperas siempre te hace reaccionar.

Salí a la calle y levanté la vista. Por encima de mí, en una ventana de aquel vertedero que se llamaba la Anciana Vecina, vi el pálido rostro de Albia. No hizo falta que me explicara que tenía graves problemas. Y estaba apelando a mí para que la sacara de ellos.

Entonces me sentí atrapado. Nunca había oído hablar a Albia. No había duda de que estaba aterrorizada. Yo la había arrojado a las calles aquel día. Helena Justina le había prometido un refugio y sin embargo yo volví a poner en peligro a esa niña. No había más remedio. Tenía que entrar a buscarla en aquella oscura y lóbrega casa. La vieja desgracia de los Didio golpeaba de nuevo. Albia era responsabilidad mía.

XXIII

En cuanto crucé el umbral supe lo que era aquella casa. El pasillo de entrada seguía vacío. Una pequeña y gastada mesa auxiliar que aguantaba la puerta abierta me obstaculizó el paso. Un lugar en el que dejar el sombrero… si querías que te lo robaran. Sobre ella, un plato agrietado y sucio osaba pedir propinas. No había ninguna. Ni siquiera los habituales
quadrans
rotos para que la gente captara la idea. Sólo un clavo oxidado que algún gracioso había dejado de regalo.

La parte delantera de la casa debía de haber sido diseñada como tienda, pero las puertas plegables al estilo romano del frente estaban firmemente cerradas y trabadas. Miré adentro a través de un arco. Estaba desocupada y sólo se utilizaba para almacenar escombros y viejas camas de caballos. Fuera lo que fuese lo que allí ocurriera sería en el piso de arriba. Me moví con cautela por el pasadizo interior hacia un sombrío tramo de escaleras que subían y se adentraban en la oscuridad. El suelo era de tierra prensada. Choqué contra un trozo de mueble roto. Parte de un armario. Iba caminando despacio, de manera que me dio tiempo a sujetarlo a expensas de clavarme una astilla en la palma de la mano derecha. Logré amortiguar el ruido. Arriba debía de haber por lo menos dos habitaciones. Eso sería lo habitual en una tienda con vivienda. Aunque escuché, no obtuve noción alguna de cuántos ocupantes podría haber allí.

Las escaleras eran de madera. Crujieron y se balancearon al subir por ellas, como si la casa fuera poco sólida. La suciedad le daba un aspecto sórdido a aquel destartalado inmueble, aunque no podía ser anterior a la Rebelión. No estaba mal: abandonado y en ruinas después de diez años. El techo no debía de ser muy alto; la estructura del edificio había estado todo el día absorbiendo el calor, así que fui hacia arriba y me sumergí en una atmósfera sofocante y mal ventilada. La primera estancia, con aspecto de buhardilla, formaba una antecámara sin duda utilizada para los propósitos que yo me temía. Aunque los camastros que había en el suelo estaban desocupados, un ligero olor a sexo contaba su historia. Tropecé con una lámpara, apagada, por supuesto. Quien quisiera examinar a su compañero de cama tendría que pagar un suplemento. Apuesto a que nadie se molestaba. La única luz era la que se filtraba desde las escaleras; no había ventanas.

Apenas podía respirar. Allí el comercio debía de ser rápido. Llamarlo burdel sería un ultraje lingüístico. Aquello era un albergue al cual las repugnantes prostitutas callejeras traían a sus poco exigentes clientes. No estaba nada claro cuál de los participantes en aquellos horrendos apareamientos sería el personaje más rudo, ni quién engañaba más a quién. Sabía que había violencia. Creía que había habido muertes. Tenía que rezar para que en aquellos momentos no hubiera ningún proxeneta dormido, con los brazos alrededor de un ánfora y un largo cuchillo a mano. Él me vería antes de que yo me percatara de su presencia.

A tientas, descubrí dos puertas. Calculé cuál de ellas daba a la habitación con la ventana en la que había vislumbrado a Albia, Habían atrancado la puerta desde fuera, dejándola encerrada. No me sorprendió.

Sin hacer ruido, saqué el pesado travesaño de madera que mantenía la puerta cerrada. Con más cuidado todavía, empujé para entrar. La luz se filtraba por la ventana, pero a duras penas pude ver dónde estaba ella. Se había acurrucado hecha un diminuto ovillo, aun cuando sabía que yo iba a buscarla. Supuse que confiaba en mí, sin embargo el miedo la había paralizado.

Di un débil silbido.

—Vamos. Estás a salvo. Date prisa. —Fue como liberar a un gorrión atrapado. Primero la criatura se quedó inmóvil, luego echó a correr desesperada hacia la luz—. jShh! —La niña huyó a toda prisa, abriéndose paso a empujones entre la jamba de la puerta y yo. Ya había desaparecido escaleras abajo. La dejé marchar. Cuando me giré para seguirla, la otra puerta se abrió de golpe. De pronto hubo más luz, la de una lámpara que humeaba terriblemente y que sostenía en alto una vieja bruja de un metro de alto con un mal aliento atroz y una feroz manera de gruñir. Creo que era una mujer, pero me sentí como un héroe que hubiera despertado a una asquerosa bestia mítica.

—¿Qué quieres?

—Vine a por una niña —respondí sinceramente. Tiré de la puerta tras de mí, como si Albia estuviera aún dentro—. La vi mirando por la ventana.

—Esa no.

—Me gustan jóvenes.

—¡Ella no!

—¿Por qué no?

—Pues porque no está enseñada. —Bueno, eso era sobre todo un alivio.

—Sabré cómo tratarla.

—¡He dicho que no!

La vieja era horrenda. Una enorme cara redonda con unos rasgos que parecían haber sido modelados por un mal alfarero que hubiera bebido demasiado con la comida. Unos brazos pálidos y fofos, trémula adiposidad en el cuerpo, cabello graso y gris. Sus sucios pies planos estaban descalzos. De un cordón que llevaba a la cintura colgaba un monedero repleto. Iba envuelta en varias capas de harapos mugrientos cuya tela endurecida se enrollaba alrededor de todo su cuerpo como los envoltorios del queso. Aquella envoltura parecía haber atrapado en su interior suciedad, excrementos de pulga y olores. Estaba marinada en mugre. Y la asquerosa madama desprendía el aroma de su inmundo negocio.

—¿Por qué no? —insistí—. ¿Qué tiene ésa de especial?

—El Captor la acaba de traer hoy.

—¿Quién es el Captor? Seguro que se trata de una persona razonable. ¿Puedo hablar con él?

—¡Por todos los dioses! ¿Tú de dónde sales? No hablará contigo. Márchate —ordenó.

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