El manuscrito carmesí (28 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Debe de haber sido entonces cuando inexplicablemente me derramé de nuevo; porque me he despertado más alicaído que ayer y húmedo aún.

Acaso el final de la agonía no sea otro que un orgasmo ya póstumo, como dicen que les sucede a los ahorcados.

Despierto sí que sueño: en todos los cautivos junto a los que he pasado sin fijarme; en los cristianos de las mazmorras de la Alhambra, cuyas condiciones de muerte —me niego a escribir de vida— jamás me preocuparon; en los cientos de pájaros exóticos encerrados en jaulas de plata, devorándose cada noche entre sí, enloquecidos por la contradicción de tener alas inservibles (con sus trinos y con sus plumajes me embelesaban y me cautivaban: me cautivaban los cautivos)... No un ensueño, sino una pesadilla son todos para mí, hoy que sólo veo el cielo por la estrecha tronera de esta torre.

Esta mañana ha entrado por la tronera un gorrión. Aleteaba aterrado y se golpeaba contra el muro, me daba ejemplo de lo que tendría que hacer yo. Con la paciencia de todo prisionero, cuyo tiempo se dilata y no corre, y agradece cualquier distracción que lo distancie de sí mismo, he conseguido cansarlo y apresarlo (yo, el preso). Su pequeño corazón palpitaba, perdido el ritmo, entre mis dedos. Y el miedo me ha invadido a mí también.

Delante de una vida que nada tiene que ver con la mía y que puedo extinguir, delante de su terror a mí, reflejado en sus ojos minúsculos con los que me pedía perdón por estar vivo, me aterré yo. He afinado mi puntería y, a riesgo de estrellarlo, lo he lanzado como una piedra a la tronera. ‘Tu muerte —le dije— es preferible a tu tenebrosa vida aquí. Sal. Inténtalo.

Para que vivas, es preciso este ensayo de muerte.’ Con limpieza pasó entre las dos aristas del estrecho orificio. Me embargó la primera alegría desde que fui apresado.

Y sueño despierto en las criaturas que me acompañaron, silenciosas, hasta ayer mismo, y que no es improbable que me añoren.

Mis inquietos perros de caza y mis halcones, a los que las caperuzas oscurecen el día. Les estará dando su pitanza, si lo hace, una mano distinta; ¿no me echarán de menos?

Acaso la comida les oculte la mano... Y las flores, que clamarán con su aroma en los jardines alborotados de la primavera. Sueño con los paseos de arrayán, con el azahar ya desprendido (no hay estaciones para los cautivos: para ellos, en la libertad del exterior, es siempre primavera), con las lozanas huertas del Albayzín, con los almendros que, despojados de su manto blanco o rosa, comenzarán a endurecer la almendra bajo el estuche tierno de la alloza. Y sueño con el sol que, al arreciar, con caricias ardientes, disipará poco a poco la nieve de la sierra.

Pero quizá más que con nada sueño con mis libros, los fieles obedientes que se dirigieron tanto tiempo a mí con voces disponibles.

Cuando en mis manos la soledad era como un verdín; cuando sólo los desprovistos me asistían y los demás me habían desechado; cuando una y otra vez el amor se hizo el desentendido, me persiguió mi padre, me fustigó mi madre; cuando todos, quizá excepto Moraima, requerían de mí lo que no tuve nunca...

Ellos, inconmovibles, han sido mi soporte y mi certeza. Por eso los echo de menos en esta hora acongojada en que alargo la mano y no los toco.

Ayer me atreví a preguntarme: si no me liberaran, ¿cómo escapar de aquí? ¿Y qué rescate pedirán por liberarme? ¿Es que un rey se rescata? ¿No pagará con el resto de su vida la torpeza de dejarse aprisionar con ella? Antes de que me reconocieran los cristianos, me habían comunicado algunos oficiales la voz que sobre Aliatar corría.

Cuando se persuadió a nuestra destrucción, el anciano, sobre el que pesaba la responsabilidad del ataque a Lucena, entró a caballo en el río Genil, y, al llegar a una poza, saltó de la silla y se hundió por el peso de su armadura.

Pensaría que un general que fracasa en la primera batalla de su rey ha de asumir que ha sido para él mismo la última. ¿O pensó que más vale sofocarse en el légamo de un río que caer en manos de enemigos a los que tanto se ha sobrepujado? Pensara de una u otra manera, yo le doy la razón: abrir con mano fría las puertas de la muerte, antes de que ella las abra, es justo en ocasiones. ¿No es esa misma idea la que, como un pertinaz tábano, me ronda y me perturba?

Porque un reino, cuyo rey está preso, vacila y se detiene; es como una persona cuya actividad interrumpe un vahido. Demasiadas cuestiones afligen a Granada como para agregarle la cárcel del sultán.

¿No puede ser utilizado aquí como la más mortífera arma contra ella?

¿No sería prudente que un voluntario punto final cerrase el puntiagudo párrafo de la Historia que soy, y que, por pernicioso, convendría abreviar?

Bajo la desabrida luz —del Sol o de la Luna, ¿qué me importa?que desciende casi invariable por la aspillera, me planteo cómo ha podido suceder. ¿No estaban desmoralizados los cristianos? ¿No era Lucena una ciudad indefensa?

¿No había de ser imprevisto nuestro ataque? ¿No salimos de Granada, mi alegre hueste y yo, como a una cacería? Hernando de Argote, el alcaide de Lucena, que me visita por lo general acompañado de su señor —un joven no muy alto, robusto y de mirada poco firme—, me ha contado algo en mi idioma. (Yo a nadie he dicho que hablo el suyo, lo cual me permite escuchar por dos veces, disponer de más tiempo para la respuesta, y comprobar si yerra el trujamán al traducirme.) Con ello, con lo que vi yo mismo y con lo que llegó a mis oídos en los días que pasé entre los oficiales, he podido saber cómo los acontecimientos se opusieron a mi fortuna.

¿Tendré que atender en adelante a los augurios y las supersticiones? Al cruzar gozosos la Puerta de Elvira entre el entusiasmo de los granadinos, recejó mi caballo, y se partió contra una de las jambas el astil de mi lanza.

Yo, que conozco a mis súbditos, miré a los más próximos y vi la alarma en sus rostros; pedí otra lanza riendo. ‘Yo sé cómo vencer al destino’, grité con insolencia para confortarlos, y espoleé a la cabalgadura. Pero a un tiro de ballesta de Granada, al salvar la rambla del Beiro, una zorra de pelo reluciente y espesa cola enmudeció a los que cantaban, atravesó las filas y pasó a la carrera junto a mí. Ni flechas ni jabalinas la abatieron; desapareció ilesa, tan veloz como había aparecido.

Algunos principales me alcanzaron y, entre bromas y veras, me pidieron que aplazáramos la acometida a los cristianos. Yo me burlé en sus barbas, maldije sus aciagos vaticinios que ponían en entredicho la juventud de nuestros hombres, y continué al trote. Al anochecer llegábamos a Loja; allí la impavidez de mi suegro tranquilizó los ánimos de todos.

El ejército constaba de tres cuerpos: uno, mandado por Hamed Abencerraje; otro, por Aliatar, y el tercero, por mí. Consultado mi suegro, mandé a Hamed con trescientos hombres a una operación de hostigamiento y distracción por tierras de don Alonso de Aguilar, ocupado aún en enjugar y lamentar la derrota de la Ajarquía. Había de obtener allí trofeos y despojos.

Fue el domingo 20 de abril. Tardaré en olvidarlo.

Mi suegro y yo partimos con el jubiloso ejército hacia Lucena.

Grande fue nuestro asombro al encontrárnosla bien pertrechada y protegida; el efecto de la sorpresa se había venido abajo. He sabido que un lucentino cautivo en Granada, Bartolomé Sánchez Hurtado, se enteró de nuestro propósito y avisó a sus paisanos a través de un arriero de los que tienen paso franco por la frontera, y que son casi todos espías dobles. Desde las almenaras del camino se levantaron ahumadas para denunciar nuestra avanzada, y tiraron por las atalayas, en la dirección de Lucena, cinco hachos encendidos, lo que indicó que era yo quien capitaneaba la ofensiva. Además, los atajadores de Aguilar, a los que había soliviantado Hamed Abencerraje, sembraron la alarma por todos los señoríos del contorno. De ahí que nos encontrásemos barreadas las calles con maderos y fajina, provista la plaza con víveres y bastimentos, y reforzada la débil guarnición con caballeros llegados aprisa desde Córdoba. De forma que nos fue imposible entrar por su arrabal y poner fuego a la puerta de la villa como era nuestro plan.

En consecuencia, establecí el cerco y di orden de talar viñedos y olivares.

Al día siguiente, vistas las dificultades del asedio, y ratificado por Hamed, que no logró imponerse a un enemigo más cauteloso y reforzado que nunca después de lo de Málaga, opté por levantar el cerco y retirarnos a nuestros confines. Concebí, sin embargo, una última intentona muy rápida, por temor a que llegasen refuerzos cristianos desde las villas próximas. Hamed había tratado al alcaide de los Donceles, el joven señor de Lucena, en casa de su tío el de Aguilar, cuando se refugió allí huyendo de la matanza de los abencerrajes que decretó mi padre; mandé, pues, a Hamed que se entrevistase con el alcaide y le ofreciera unas aceptables condiciones de rendición total. Dudé, no obstante, que fuesen aceptadas.

La plática se entabló en uno de los postigos de la muralla. Servía de trujamán este Hernando de Argote de que hablo. El alcaide de los Donceles discutía con prolijidad cada una de las propuestas de la capitulación con la idea, según supe luego, de ganar tiempo y dárselo a los socorros que esperaba.

El primero, el de su tío el señor de Baena, cuyo nombre y apellido coincide con los suyos, al que había advertido de su situación el día anterior. Pasaban de una hora las discusiones, cuando mis atalayas me indicaron que, por el lado de Cabra, se avecinaba una tropa de grosor incierto. Mandé, desengañado, suspender la entrevista, recogerse los taladores, y reagruparse los tres cuerpos de ejército para retirarnos en orden por el mismo camino que habíamos traído.

Mientras nos alejábamos, oíamos ya las trompetas y los tambores del refuerzo, y los tambores y las trompetas con que los recibían los sitiados.

Juzgando concluido el incidente, aunque mortificados, nos detuvimos hacia el mediodía en una campa para distribuir el rancho. No lejos hay un arroyo que llaman de Martín González. Comentaba pesaroso con Aliatar y Hamed el sesgo de los sucesos, y, mirando mis tropas, según estaban de animadas, aunque era el día bastante neblinoso, más parecía que las habíamos sacado de Granada para invitarlas a una fiesta campestre.

Fue entonces cuando escuché el grito: ‘¡Santiago, Santiago y a ellos, que hoy es nuestro día!’

Aliatar, cabizbajo, me aclaró que era el grito de guerra de su viejo amigo el conde de Cabra y señor de Baena. A pesar del imprevisto, se rehicieron mis soldados al instante. Dispusimos los tres cuerpos en orden de combate, y resolvimos encarar a los que, de atacados, se habían convertido en atacantes. De los seis escuadrones de jinetes, mandé juntarse cinco en sólo un batallón, y dejé otro de trescientos cincuenta caballeros, apartado unos trescientos pasos, como refresco. A los costados de la batalla gruesa situé toda la infantería, y la abrigué a su vez con dos mangas de sesenta jinetes para apretarla y evitar que así se rezagara. Era una estrategia que creo haber visto aconsejada en algún libro, y que agradó a mi suegro. La niebla de por medio, nos encontrábamos frente a frente con el enemigo, tan cerca de él que unos cuantos de los míos, desobedientes, no fueron capaces de resistir su ufanía, y salieron de las filas con alharacas y voces y gestos con que echaban en cara a los contrarios la matanza de Málaga.

Nos hallábamos a lo largo de una ladera, abajo de una cuesta, y me preocupó la situación y la cantidad de nuestros perseguidores. Al observarlos, vi sobre ellos una enseña que yo desconocía y pregunté a Aliatar, muy ducho en ellas.

—Desde aquí me parece que es un perro, señor. Y ése es el escudo de Úbeda y Baeza. Quizá nos convendría seguir viaje a toda velocidad; por lo que veo, se ha reunido buena parte de Andalucía en contra nuestra. Puede que quieran vengar en nosotros sus últimos desastres.

(Ya demasiado tarde, supe que no era un perro la divisa de la enseña, sino una cabra, muy poco conocida porque el señor de Baena no solía luchar con el escudo de su condado, sino con el de su señorío, y hacía bastantes años que no sacaba aquél, pero acuciado por la urgencia, olvidó su enseña habitual de Baena y, al pasar por Cabra, recogió su divisa.) Llegados a este punto, la sugerencia de mi suegro no era admisible sin desdoro. Mandé tocar añafiles y melendías, y dar la grita común entre nosotros. Respondieron con otra no menos nutrida los cristianos, con lo que el campo entero daba voces. Salieron ellos a buen paso fuera del monte que los encubría; avanzaron en orden. Gozábamos nosotros de mejor posición para la lucha. De repente, volvieron las espaldas. Creí que huían. Ordené atacar. Lo que intentaban era, sin embargo, trepar por la ladera, de modo que, al romper, se equiparasen a nosotros y trabajasen menos sus caballos. Sin más, el primer choque se produjo.

Entre el polvo y el griterío, el tiempo se detuvo; creo que así sucede siempre en las batallas. Ya no existía el paisaje, verde, florido y aromado. Ni la niebla ni la polvareda permitían ver al enemigo, más numeroso en apariencia que nosotros. Descendía con rapidez desde su posición, que había abierto mucho, y nos cercaba. Tuve un presentimiento; lo rechacé. La confusión era terrible, y, pese a mi inexperiencia, percibí que perdíamos terreno. No sé cuánto llevábamos luchando, cuando tronaron unas raras trompetas. Corrió hacia mí Aliatar.

—Pienso, señor, que hay tropas extranjeras. Aquí no se usan tales instrumentos. Cubro tu retirada.

Sálvate.

Pero era tarde ya. Mis hombres reculaban sin orden ni concierto.

Yo, fuera de mí, les grité para que se detuvieran.

—Teneos. Sepamos antes de quién huís. Es gente que siempre hemos vencido.

No me hacían caso. Huían. No todos, pero huían.

—La salvación está en vuestras manos —gritaba yo—, no en vuestros pies ni en las monturas. Teneos.

Los que quedaban a mi alrededor se batían con nobleza. Bajaban por la cuesta nuevos refuerzos enemigos. Eran los retrasados: Alonso de Aguilar, el alcaide de Luque, el de Doña Mencía, los peones de Santaella, los auxilios venidos de La Rambla, de Montilla, de Castro del Río, de la Puente de don Gonzalo y hasta de Antequera.

Habían respondido ahora a las almenas de rebato. Todos estaban dispuestos a desquitarse del desbarato de los montes de Málaga, con encono y resolución. Mis pocos caballeros fieles se desmandaron y me arrastraron en su huida.

—¿Es que no vais a defenderme?

Tornad por vuestra fama. Teneos, teneos —seguía yo gritando inútilmente.

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