El manuscrito carmesí (23 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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El placer que los jóvenes amantes encuentran uno en otro se instaló entre tú y yo como un nuevo invitado.

Yo era tan joven como tú; quizá algo menos joven.

¿O quizá yo era igual que el anciano maestresala, que danza con el rostro y el corazón marcados por el tiempo?”

4

“En la canción que entonas, lo mismo que en la vida, la alegría y la tristeza son una sola cosa, la desesperación despierta el hambre, y también el deseo despierta el hambre del pan que no lo sacia.

Cantor, amigo mío, no sé si comeremos.

Es la noche tan larga y se acaba tan pronto que debemos, al menos, beber juntos.

Puede que así yo olvide mi hambre.”

5

“No recuerdo una noche semejante: distintos son la bebida y el asiento.

Aunque sea tu brazo mismo el que rodea mi cintura, y la misma la luna, como el asiento y la bebida yo soy otro también, y diferentes mi temor a la vida y mi ansia de la vida...

La noche, no; pero el amanecer siempre es idéntico cuando acaba la fiesta.

Para todos, copero.

La luna no es eterna ni en Bagdad, ni en Granada: cuando amanece se disuelve en tu copa.”

6

“En toda guerra tiene que haber victorias; pero hasta el final no sabremos quién será el vencedor.

Acogido a las manos de la noche, yo me defiendo de tus ojos y te miro.

¿El duelo no es a muerte? ¿No habrá sangre?

Si la hay, ni el vaso manchará, ni los manteles.

El denostado de antemano soy yo.

Entretanto, le robo a la amistad tus besos, y con el codo empujo mi soledad a un lado.”

7

“Tú me provocas con gestos halagüeños y con los mismos gestos me rechazas.

Eres una cadena que me detiene y que no se termina.

Entre tus manos se devana una madeja de todos los colores; hemos bebido tanto que ya no los distingo.

Sólo me guío por la luz de tus ojos, que no sé adónde me conduce, ni si me orienta, copero, o me extravía.

Al Rachid se retiró, borracho, hace ya tiempo.

Bagdad no es ya Bagdad, sino tú y yo entre la música, las risas, la alborada y los dulces.”

8

“Fuera, llueve sobre Granada.

La noche da de beber a los jardines lo mismo que tú a mí; pone sus manos mojadas sobre el polvo; abrillanta las azules palmeras; decapita con mimo los pacíficos, los altos alhelíes, los jazmines, las malvas reales, los claveles, las anchas rosaledas, las caléndulas.

Los decapita y llora.

Sí, a pesar de mi herida, tarda en fluir la sangre, no me culpes: tus ojos secaron, cuando llegué, mi corazón.”

9

“El amor no es un huerto, ni un palacio.

Ni es la gloria, ni el oro, ni el olor de las flores.

No es la puerta del Paraíso, ni la canción risueña de los días felices, si es que hubo alguno.

El amor no es un oasis, ni una torre de plata, ni una alegre palmera en medio de la noche.”

10

“Tu voz es mi casa, cantor: mala o buena, es mi casa.

El alba junto a ti es lo mismo que un niño que pela una naranja.

Sus mondaduras es lo único que tengo para vivir de ahora en adelante.”

11

“Tu amor está tan ajeno del mío como un califa en su fortaleza mirándose a sí mismo en espejos de oro.

Una vez más, veo al enemigo frente a mí y el mar detrás de mí. ¿Adónde iré?

Y, si permanezco quieto, ¿quién se acercará antes: el mar o el enemigo?”

12

“Tus abrazos se encarnizan con mi debilidad.

Cuánto calor emana de tu cuerpo.

Voy hacia ti igual que quien camina de espaldas y tropieza.

Te miro, y eres como arena en mis ojos; te toco, y se desprende de mis dedos la piel.

Al verte comprendí que mi amor no iba a ser más pequeño que yo.

Y yo soy mucho más grande que tú, copero, amigo mío, porque te llevo dentro y no puedo encontrarte.”

13

“Dicen que eres buen soldado, y que, entre lanzada y lanzada, escribes bellos versos.

No me sorprende: en ti se alían la hermosura y la fuerza.

Contra mí, contra mí.

Pero en el lecho, la batalla de amor a los dos nos derrota.

Ni un disparo se escucha, ni un poema.

Aquí no es el dolor quien gime, sino el gozo; ni el odio tiraniza, sino sólo el deseo.

¿Por qué los pueblos no aprenden de nosotros en este cuerpo a cuerpo que a los dos nos derrota?”

De una manera brumosa, como supongo que los peces ven desde sus abismos la claridad del sol, adiviné ásimultáneamente a los hechos que acabo de relatarú que mi hora se acercaba. Y que nadie, ni yo mismo, podría oponerse a ello. El Reino se había quedado sin cabeza, y los miembros sufrían diariamente las consecuencias del desgobierno.

A la autoridad la sustituyó una tiranía arbitraria y ciega; las delaciones, justificadas o no, se multiplicaban; las represalias estaban a la orden del día. Para evitar las murmuraciones y censuras contra tal anarquía —cortándolas, sólo en apariencia, de raíz— se ejecutaba a muchos hombres de dirección y de consejo, a los caballeros y a los maestros más ilustres del Reino. Mi padre había perdido la seguridad en sí mismo con que abrió su reinado, y necesitaba afirmar el fantasma que la sustituía. La sultana Soraya, más próxima a su meta que nunca, intervenía sin recato en la administración y en la justicia. Aspiraba a sentar en el trono a uno de sus hijos, o a fortalecer tanto su economía que, sucediese lo que sucediese, quedase situada con holgura. Para conseguirlo no reparaba en medios. Había hundido a mi padre en los albañales de la lascivia: una lascivia torpe y enigmática que mi padre, menos potente que antes, sólo con dificultad satisfacía, y que le impulsaba a disfrazar sus fallos o carencias con la subordinación a los caprichos de su compañera.

La disciplina del ejército, ni considerado ni pagado, se extinguió; los negocios del Estado se descuidaban; las informaciones que nos llegaban de los reinos cristianos eran desatendidas; la corrupción se propagaba como una mancha de aceite en los escalones de la jerarquía; aumentaba la ruina, y, para remediarla, Benegas sobrecargó de impuestos a una población abrumada por ellos. Acordó resucitar el injusto sistema de ingresos que había emprendido mi abuelo, y que descontentó al pueblo hasta el punto de sostener a mi padre en su rebelión; consistía en requisar los bienes que sus antecesores habían vendido. Contra este proceder, las alquerías y sus habitantes reclamaron. ‘Se nos hace un doble agravio —decían ante los jueces— porque ni siquiera los compramos en su momento por nuestra voluntad, sino obligados por los sultanes, que marcaron el precio y mandaron sus conminatorios alhariques a cobrarlo’. El Reino se alteró con tales reclamaciones, que atañían a muchas colectividades. Y los jueces, entre la espada y la pared, resolvieron que el rey tomase la mitad de las propiedades y de las rentas, y que los súbditos se resignaran a ser desvalijados.

Pero algo se había roto, acaso para siempre, entre la cabeza, que ordenaba en propio beneficio, las manos de la justicia, que actuaban sin libertad de juicio, y los otros miembros, a quienes tocaba tan sólo obedecer sin el recaudo de la una ni de las otras. Y, para colmo, como recurso último, se depreció la moneda, lo que siempre inflige perjuicios que los súbditos no perdonan jamás. Porque no creo yo en la moralidad de los súbditos, ni opino que las revueltas, al menos entre nosotros, se originen por la inmoralidad privada de los príncipes.

Toda protesta tiene su raíz en el desgaste de las economías personales. Si un rey garantiza la vida próspera de sus súbditos, los gobernará sin riesgos por grandes que sean sus iniquidades; es cuando sus decisiones afectan al bienestar y al egoísmo de ellos cuando se sublevan los súbditos. Y eso ocurría en Granada. Hasta yo, también sumido en un problema personal, me percataba de ello.

Por si fuera poco, Soraya se afianzaba por los medios, reales o imaginarios, que tenía a mano. Uno fue la leyenda sobre la veleta de la Alcazaba Cadima, la más antigua de Granada. La llamábamos el Gallo de los Vientos. Se decía que estaba hecha de siete metales, y tenía grabada la siguiente inscripción: ‘El palacio de la bella Granada es digno de alabanza.

Gira su talismán de acuerdo con las vicisitudes de los tiempos. A este jinete, a pesar de su solidez, lo rige el aire, pero no sin misterio. Porque, en verdad, después de subsistir un breve ciclo, habrá de azotarlo un terrible infortunio que destruirá el palacio y a su dueño’. Por su deterioro, fue necesario reparar el edificio y apear su veleta. Soraya, astuta, atribuyó a esta coyuntura del Gallo derribado el cumplimiento de la profecía, y amargó las lujuriosas noches de mi padre con sus siniestras predicciones. Le convenció de que mi madre lo envenenaría para no darle tiempo a rectificar mi designación como heredero, aún no oficial. Y le urgió a publicar su voluntad de que fuesen sus hijos los elegidos, ya que mi sangre estaba inficionada por la sangre enemiga de mi madre. Exhibió los horóscopos hechos cuando mi nacimiento, y sacó a relucir sus siniestros pronósticos. áTambién yo los consultaba de cuando en cuando, y por entonces les daba la razón sobre algún extremo: por ejemplo, el de que, al tener Venus en Virgo, mi unión amorosa se realizaría con alguien de condición social inferior; aunque me preguntaba, con desconsuelo, a qué llamaron “unión” los astrólogos, y a quién calificaron de “inferior”.

En efecto, por mi ascendente en Tauro, los estrelleros habían certificado el fracaso, debido tanto a mi falta de aptitudes y de adaptación a las nuevas ideas como a una obstinación no adecuada a mis capacidades. Y habían profetizado otros muchos desastres: por el Sol en cuadratura con Saturno, el enfrentamiento con cualquier autoridad, y en especial con la paterna, contra la que se anunciaba mi rebeldía, confirmada por la situación de Marte en Virgo; por la Luna en Géminis, interminables indecisiones perniciosas, que acabarían con la pérdida del Reino, ratificada por la estancia de Marte en la Casa V y por la de Júpiter en la Casa VIII, que prevén además el acabamiento y la muerte muy lejos del lugar en que se nace.

El signo de Saturno me era adverso, ya que, en Acuario, manifestaba reveses irremediables y, en la Casa X, una ineludible caída; mientras que, al entrar en conjunción con el Medio Cielo, advertía, de modo categórico, enemistad dentro de la propia familia, una mala ventura contra la que serían vanas todas las precauciones, y una decadencia que acarrearía el mayor duelo.

Entre la alarma y la incredulidad, yo había leído a mi vez tales cartas astrales, y estaba de acuerdo con ellas en que mi vida habría de navegar siempre entre procelosas incertidumbres, desde la decepción a la traición, de suerte que lo mejor para mí (y así me lo sugería Marte en semicuadratura con Neptuno, por emplear el lenguaje de los astros, que sólo confirmaban lo evidente) era permanecer aislado, puesto que de los demás ya saltaba a la vista que nada bueno podía recibir.

Mi padre, manejado por Soraya, creyó en lo que antes descreía, o fingió creer por no contradecirla.

Y, para suplir su debilidad con puntales superiores e imposibles de rebatir, pues no eran racionales ni palpables, se rindió a los oráculos y a las agorerías. El ser humano, cuando trata de justificar decisiones erróneas, acostumbra acudir a argumentos de tejas para arriba implorando con ello el auxilio de sus divinidades; de ahí que las religiones y las ciencias hayan acabado por convertirse en una rentable prostitución de lo que fueron. Cuando mi padre dejó de confiar en sí mismo, dio palos de ciego procurándose apoyaturas esotéricas, y se redujo a la violencia, huyendo hacia delante en un desesperado itinerario sin futuro.

Por todas estas razones yo suponía que iba a sonar mi hora, y en el peor momento.

Por su parte, mi madre no se resignó a esperar pasivamente los sucesos previstos, sino que suscitaba los contrarios. Confió en un miembro de una alta familia granadina, Aben Comisa, y lo opuso a Abul Kasim Benegas, pintándolo a los ojos del pueblo como un compendio de desinterés, de lealtad y de virtudes. Por medio de él solicitó, con sigilo y ardides, la intervención de los abencerrajes, que acechaban tras de la puerta los avatares del Reino.

Algunos de ellos, convertidos al cristianismo, tenían también sus móviles secretos —¿quién engañaba a quién?—: aspiraban a fundar un dominio en que la importancia de la religión se diluyese poco a poco, y que se transformase en una región de Castilla, con una administración más o menos peculiar, para que, a la vuelta de unos años, se hubiese producido la total incorporación de una forma insensible.

Esta idea no era en absoluto contraria al procedimiento que los primeros musulmanes habían utilizado para penetrar —a través de la cultura y las formas de vida, no a través de las armas— en la Hispania de los godos; pero ahora el recorrido era el inverso—

A pesar de hacer oídos sordos al plan de los abencerrajes, y simulando ignorarlo para obtener su alianza, mi madre era muy consciente de cuánto importa la religión en los días atribulados. Por eso se ganó, con sobornos y falsas devociones, a los imanes y a los alfaquíes, y en la oración de los viernes, dentro de todas las mezquitas, se predicaba a gritos contra la obscenidad de las costumbres, contra la lubricidad y la rijosidad de los ancianos, contra los excesos de la carne y del poder, contra la degradación de los hábitos tradicionales, y contra las nefastas influencias de los renegados fingidos. Todos los fieles entendían contra quiénes iban dirigidos tales dardos, y todo se encarrilaba, con cautelosa firmeza, hacia la sublevación.

Pero el otro partido no permaneció ocioso. Subrepticiamente, para no provocar las iras de nuestros simpatizantes —de acuerdo con la doblez del visir Benegas, que era la norma en la política de la Alhambra—, mi madre, mi hermano Yusuf y yo fuimos puestos en prisión relativa. En un principio, como por protección, nos vedaron salir del recinto amurallado; pero, poco a poco, los límites de nuestra libertad se estrecharon. Dado que yo entonces me hallaba cautivo de más recias cadenas y envuelto en mi desdicha, no echaba de ver —o no me afligía— tal acoso. Pero mi madre, no sin causa, suponía que el propósito de mi padre era que el pueblo nos olvidara a fuerza de no vernos; y, más tarde, simulando un motín o con cualquier otra artimaña, eliminarnos y dejar en el poder sola a Soraya. Sin embargo, el destino se empeñó de momento en protegernos: aún no había resuelto nuestra destrucción, proyectada con mimo para más adelante. La pérdida de Alhama fue su treta.

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