El manuscrito carmesí (32 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Deben de haberse iniciado las gestiones para mi rescate, quizá apresuradas por mi madre, Ibn Abdalbar y Aben Comisa. Lo digo porque, al solicitar, entre otros utensilios de aseo y vestimenta, unos libros de la Alhambra y algunas manos del papel de la cancillería, me han sido traídos antes de lo que esperaba —si es que lo esperaba, ya que mi padre reina allí—. Por eso puedo continuar escribiendo en los papeles carmesíes, a los que estaba acostumbrado.

Lo que me propongo, para poner en claro mi situación que tan enlazada está con la de mi pueblo, ahora que tengo todo el tiempo para reflexionar, es contarme a mí mismo someramente “la historia de la Dinastía” a la que pertenezco.

Eso quizá me ilumine sobre cómo actuar en circunstancias que, con no haberse visto en ellas ninguno de los sultanes anteriores, no serán tan contrarias que no saque de tal estudio alguna asesoría. Y, en último término, haré un bien a mis dos hijos —cualesquiera que sean los hechos posteriores en que me vea sumido— si les narro lo que hoy anda disperso y deformado, en tono familiar, sin los coturnos en que los cronistas oficiales suelen aupar a quienes los corrompen. No será malo que, después de haber aprendido en Ibn Jaldún qué es y cómo ha de leerse la historia de los hombres, con mi propia voz diga lo que sé; a la manera de aquel pariente mío Ibn al Hamar, hijo de Yusuf II y nieto del gran Mohamed, cuyos escritos son algunos de los que pedí. O, para ser más sincero, quizá a lo que aspiro es sólo a entretener mis días vacíos, y a no desesperarme esperando contra toda esperanza. Porque, en el fondo, la grandeza del ánimo consiste en que la noche nos coja mirando de hito en hito al sol poniente. La ciudad más hermosa, incluida Granada, tiene bárbaros arrabales, y es imposible contar la propia historia sin contar las ajenas, ya que la Historia con mayúscula —si la hay, y no es que se inventa cuando ya ha transcurrido— se compone de las minúsculas, igual que la cubierta de una jaima regia, de retazos y de humildes remiendos.

En el primer tercio del siglo XIII, los andaluces teníamos dos enemigos de muy distinto orden: los cristianos, que arreciaban los ataques y se encontraban fuera, y los almohades, que se debilitaban, pero que se encontraban dentro; los almohades con su ortodoxia, siempre perjudicial, y sus pretensiones de pureza religiosa, a la que los andaluces ni estuvimos acostumbrados nunca, ni llegaremos nunca a acostumbrarnos.

Todas las ciudades de una cierta entidad se sublevaron, aun disgregadas e inconexas como se hallaban ya, cada una por su lado.

Desde la caída de los omeyas, ése fue nuestro mal, si no es que él mismo originó tal caída. Y hasta hoy mismo lo siguió siendo, y lo seguirá siendo hasta mañana, en el caso de que haya. Las ciudades buscaban y elegían caudillos fuertes, que las supieran defender y les otorgaran la seguridad y el estilo de vida anterior a la invasión almohade. (Los almohades, como antes los almorávides, pisaron nuestra tierra como aliados; pero, entre nosotros, los aliados, ignoro por qué terrible sino, siempre acaban por volverse enemigos. Como en el juego, a menudo las cañas se tornan lanzas.) Dos caudillos se repartían el predominio sobre los andaluces, por su impetuosidad y su carisma: uno, de la familia Hud, que era el señor de casi todo el territorio; otro, de la familia de los Mardanis, que se había alzado contra él y dominaba Valencia. El primero se decía descendiente de los antiguos reyes de Zaragoza, e izó con su mano la bandera negra de los abasíes de Bagdad, aquellos que, sublevados contra la dinastía omeya de Damasco, la extirparon de allí. Los hombres siempre pretendemos apoyarnos en alguien más sólido que nosotros, que termina estorbándonos cuando nos juzgamos —en general, demasiado pronto— bastante sólidos por nosotros mismos.

[Algo de eso parece que hubo aquí, según luego he podido leer. Un victorioso general de Abderramán I “el Emigrado” se llamó Aben Omar Ibn Hud. En premio de sus victorias, el emir omeya, ya independiente de Damasco, le concedió el gobierno de Zaragoza, que por entonces creo que llamaban Sansueña. Los cronistas cristianos corrompieron, como siempre, su nombre, y lo llamaron Omar Filius de Omar, lo cual dio origen a Marsilius o Marsilio, que es con el nombre con que pasó a la Historia. Y así gobernaron sus sucesores en Zaragoza hasta que fueron expulsados de ella por los reyes aragoneses, y volvieron a su original suelo granadino. Uno de los postreros representantes conocidos de esa estirpe es este Ibn Hud de que hablaba en mis escritos de Porcuna. De donde se deduce que aquel general, tan importante brazo del omeya, engendró a la larga un abanderado de sus más irreconciliables enemigos: los abasíes.

Nunca se sabe cuál será el final de una historia. Eso, que preocupa al feliz, aplaca al desgraciado.] Como es frecuente entre los andaluces, la ascensión de Ibn Hud fue rápida: era bien parecido y gallardo, bizarro y vigoroso; caldeaba los ánimos. Conquistó con demasiada prisa —o mejor, se le entregaron— las ciudades de la mayor parte de Andalucía. (Pocas enfermedades hay tan contagiosas como la esperanza; quizá la desesperación es una de ellas.) Pero los andaluces —carentes de iniciativa— no estaban todavía preparados sino para obedecer, y obedecer a alguien tangible, presente, o muy bien representado; sin embargo, una organización que inspire confianza y sujeción no se improvisa.

De ahí que el edificio con tanta premura construido, con premura también se derrocara. Alfonso IX de León y su hijo Fernando III de Castilla, al que dicen “el Santo”, triunfaron en Mérida y Jerez; el resto de las ciudades sometidas a Hud, desilusionadas e incapaces de fortalecerse por sí mismas, no buscaban ya sino el medio de salir de su égida, que era enojosa y rígida. Pensaban, como suelen los pueblos cuando piensan, que lo único que habían conseguido era cambiar de tiranía y que para tal viaje no se precisaban alforjas, por lo cual se dispusieron a descubrir otro tirano nuevo. La oportunidad se la brindó, antes de lo previsto, un adalid osado y ambicioso, que buscaba asimismo su oportunidad. Las ciudades andaluzas, como en una subasta de mercado se ofrecían entonces —¿y no hoy?— al mejor postor. De este adalid desciendo yo.

Todo empezó la tarde templada de un viernes de Ramadán en Arjona, no lejos de Jaén. Aún no había comenzado a anochecer sobre las colinas, y los olivos y las vides apenas se estremecían bajo un aire muy leve. Al salir de la oración, desde la mezquita no muy grande, nadie se fue a comer su sopa aquel día. Permanecieron, enardecidos y hambrientos, proclamando a voz en cuello sultán a un hombre que los miraba con ojos de león y los dejaba obrar aparentando desdén. No era guapo, ni alto, ni gallardo; era rudo y sabía mandar con autoridad y, lo que es más importante, ser obedecido. Pero, sobre todo, llevaba en sus manos como un don la medida de sus posibilidades. Su nombre era muy simple: Mohamed Ibn Yusuf. Se decía —o luego los halagadores lo dijeron por él— de la familia de los nazar (por eso nos llamamos nazaríes) y de los Al Hamar (por eso nos llamamos alamares). Todos los que habían comprobado la incapacidad de Ibn Hud para protegerlos requirieron al nuevo caudillo, ya conocido por su genio belicoso y por su pésimo genio personal, que no se andaba con chiquitas. Por eso le apodaron en seguida el Señor de los Invasores —lo cual no era poco en aquellos años—, nombre que lo definía a él como dominante, y como extranjeros a los almohades. Jaén y después Córdoba le abrieron sus puertas; pero ninguna de las dos fue apta mucho tiempo para soportar la estricta dureza de su disciplina.

‘En lugar de ir de mal en peor, bien estábamos como estábamos’, se dijeron. Córdoba volvió con el rabo entre las piernas, igual que un perro famélico y viejo, a Ibn Hud, que la oprimió aún más que antes. En vista de semejante lección, Sevilla prefirió declararse independiente de los almohades y de Ibn Hud, y así continuó, de la ceca a La Meca, hasta su doloroso final, que no tardó.

Mi antepasado tenía muy claro su propósito, y se fabricó una ética y un destino de acuerdo con él. Obró como todo el que emprende una carrera extensa y complicada hacia una meta que lo mismo puede ser la glorificación propia que la salvación de su pueblo, si es que ambas cosas son separables y no conducen indefectiblemente la una a la otra. Mohamed se alió con los almohades frente a Ibn Hud, que, acorralado, pactó con los cristianos una tregua y un costoso tributo de mil dinares diarios, lo que le debilitaba a chorros. Las cuestiones personales, como sucede siempre con los caudillos, se generalizaron, aunque la viceversa también podría afirmarse: las corrientes encuentran siempre un hombre. Ibn Hud fue vencido en Aznalfarache, y Mohamed entró aclamado en Sevilla. Muy breve fue su triunfo; Sevilla nunca ha sido una buena guerrera: su amor por la vida es vehemente y no se sacrifica. Después de un mes, asustada por las exigencias de Mohamed y por la crueldad con que se vengó de los traidores, retornó bajo la espada de Ibn Hud. Mi antepasado había jugado desde el principio demasiado fuerte, y comido más de lo que su estómago de entonces podía digerir. Vacilaba su estrella. No sé si como astuta táctica o como recurso extremo, decidió hacerse vasallo de Ibn Hud, cuyo platillo pesaba más en la balanza andaluza del momento; a cambio recibió el reino de Jaén, con Arjona y Porcuna. (Porcuna, donde esto escribo. No quisiera pensar que, allí donde empezó a reinar por derecho propio la Dinastía —el que la fundó se acababa de reducir a sus primeros límites después de un modesto viaje de ida y vuelta—, allí mismo concluya.

Ojalá Porcuna y su fortaleza sean, como en aquella ocasión, sólo una posada de paso para mí y lo que represento. Por lo pronto, dos siglos y medio después, estoy preso en el castillo que restauró mi antepasado. “Sic transit gloria mundi”, dijeron los latinos. Los tiempos cambian, se nublan, corretean —o cambiamos nosotros, y el tiempo nos mira inmóvil transcurrir—, y cambian las ciudades de dueño y de destino, o nos parece a nosotros que cambian, porque nuestra vida es breve al lado de la suya. Qué relativo es todo: para la rosa, el jardinero que la cuida es eterno; para el jardín, efímero.

Aunque quizá el destino sea siempre el mismo: sentirse triste y solo un poco antes de morir. Con una diferencia entre el Fundador y yo: que, mientras el primer Mohamed tomaba impulso para su salto, yo he aterrado el salto mío aun antes de iniciarlo.) Fernando “el Santo” se lanzó a la conquista de Córdoba. Para ello siguió dos sugerencias: la del camino de agua del Guadalquivir, y la de su impresión personal de que el río, si era prudente al tomarlo, le iba a llevar hasta su desembocadura. El Guadalquivir no ha sido nunca una defensa, sino un cauce de comunicación; no una barrera, sino un lazo. Lo malo y lo bueno que ha visitado Andalucía desde el Norte ha bajado por él; pero no sé si ha sido peor o mejor que lo que le vino a Andalucía desde el Sur. Ahora he de decir algo que quizá escandalice; es mejor decirlo en dos palabras: el Fundador de mi Dinastía ayudó a Fernando III en la conquista de Córdoba. Nuestras crónicas, por supuesto, se abstienen de mencionarlo; quizá no por vergüenza, que es un sentimiento desconocido en la política, sino sencillamente porque nada supieron. El pacto se llevó muy en secreto, en previsión de alteraciones y posteriores conveniencias; pero yo, que he trabajado con algunos secretarios en los archivos de la Alhambra, como premio a mi afición y a mi escrutinio, he encontrado la copia de unas paces en que, tras la caída de Córdoba, el Fundador de la Dinastía se alía con el rey cristiano frente a los musulmanes. El texto, que en un principio me pareció un error de copia, deja traslucir una misteriosa alusión a otras alianzas anteriores. Los musulmanes contra los que se firma ese pacto son, por descontado, los de Ibn Hud, que continuaba malcontentando a todos y perdiendo terreno. No puede discutirse —ya es demasiado tarde— que el fin justificaba entonces —¿y ahora no?— cualquier medio. Y yo he de reconocer algo que se desprende de cuanto leo en estos días: nuestro pueblo —y hasta es probable que tenga la razón— no es muy propenso a heroicidades; aspira a vivir en cada instante lo mejor posible, se dirige a quien para tal fin le sirva, y olvida con facilidad. Quizá la sensatez sea poco más que eso.

Con todos estos hábiles manejos, perdiendo por un lado y ganando por otro, el Fundador se aseguró en Granada un fértil apoyo, y Jaén se le entregó de grado nuevamente. Su carácter se suavizaba por una vida familiar amable, y enamoró a los andaluces orientales con su bandera roja. En Almería, en una conjura a la que yo no podría afirmar que era ajeno mi antepasado, murió asesinado Ibn Hud. Por si era poco, lo asesinó un cliente suyo, de cuyo nombre quiero dejar constancia aquí como recordatorio de la traición, que es poco singular entre nosotros y que es plural al lado de los grandes: Ibn al Ramimi se llamó esta vez el traidor. Desde hacía tiempo, el Fundador era dueño de Baza y de Guadix; ahora se hizo con Almería, la antigua y prestigiosa capital de los beni sumadí, tan rica y codiciada, artesanal y marinera, en cuya alcazaba, si es que salgo de aquí, tendré que ser también un día proclamado. Y Málaga, agotada por las veleidades y deseosa de estabilidad, se le ofreció en seguida. El Reino, pues, iba alcanzando unas fronteras no muy diferentes de las que luego tuvo, y algo más dilatadas que las de hoy.

Mientras, los cristianos se aclaraban también; ni nuestra Historia tiene sentido separada de la de ellos, ni es sólo entre los andaluces donde ocurren las decepciones y los crímenes. Jaime I el de Aragón y Fernando III el de Castilla eran los que se repartían la Cristiandad: poco más o menos como nos había sucedido a nosotros con nuestros dos campeones. Valencia, con Peñíscola y Játiva y Alcira, la conquistó el aragonés; Murcia estaba aún gobernada por el hijo de Ibn Hud; un sevillano fugitivo de los almohades, Ibn Mafuz, se apoderó de Niebla; Jerez constituía un pequeño reino, el de Abu Halid... Así las cosas, los castellanos sintieron por primera vez la pasión por Granada: una pasión devastadora y prolongada hasta hoy. Para conseguir su amor, aspiraron antes al de Jaén. Previéndolo, con un golpe de sorpresa, puesto que estaban distraídos en escaramuzas por Murcia, Mohamed I los atacó en Andújar y en Martos. Allí derrotó al infante Rodrigo, hermano del rey de Castilla. Pero, recuperados, respondieron con violencia, y Nuño González, que luego había de ser muy amigo nuestro, cercó y, en menos de dos meses, nos arrebató Arjona.

Precisamente Arjona, la cuna de esa Dinastía, que, como un niño, apenas empezaba a soltarse de los brazos maternos. Y, por si fuese escasa tal respuesta, el rey Fernando resolvió vengarse sobre Jaén. El Fundador la defendía.

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