Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
Mi padre había contraído ya matrimonio con Soraya y otorgádole rango de sultana. Una mañana mandó llamar al misuar, que era el guardián de su estado y persona, y su justicia mayor, y le ordenó que se apostase a la puerta de la torre de la joven. Sin necesidad de alharacas, aquello indicaba que una persona real habitaba allí. Por su parte, Soraya recibe los honores y homenajes con la naturalidad de quien, sin haber nacido entre reyes como mi madre, es depositaria de la belleza a la que todos los hombres deben pleitesía. Si esta mujer ha determinado ser reina de Granada —y así lo certifica Nasim, que no sé a cuántas cartas apuesta—, raro será que no lo consiga, a pesar de mi madre.
—Y —agregaba— si ha determinado que sus hijos sean reyes, tu hermano y tú deberíais moveros con precaución extrema. Sólo porque tu madre es hábil y hacendada, y tiene de su parte a la mayoría del ejército, de la nobleza y del comercio, no habéis sido ya desplazados. Tu padre hace tiempo que no ve más que por los ojos de Soraya, y el visir Abul Kasim Benegas atiza cuanto puede tal pasión, remunerado con largueza por la que la suscita.
—Pero, ¿de qué bando eres tú, si es que hay dos bandos?
—Los hay, y no soy de ninguno: ¿qué ha de poder un pobre eunuco?
O estoy quizá en medio de las dos rivales, a la espera de que las cosas tomen un rumbo cierto.
—Pero ¿qué rumbo querrías que tomaran?
—El mío, Boabdil —dijo riendo—. No obstante, ahora que te conozco, quiero que el río no se desborde, y que vaya a moler a tu molino.
Nasim me acariciaba con ternura, y abandonaba, con aparente despreocupación, su mano en mis hombros, en mi cuello, en mi talle.
Por un lado, eso producía en mí un rechazo; pero, por otro, me lisonjeaba, y me excitaba la excitación que demostraban sus caricias. No es que me ofreciera a ellas, pero fingía no notarlas. Qué complicada es el alma de un niño, al mismo tiempo transparente y hermética.
—Eres muy guapo —me murmuró al oído Nasim una templada tarde de mayo—. Más guapo te encuentro cuanto más te veo. Y eso es extraño en mí, que en seguida me canso de las cosas. —Y, después de mirarme largo rato con los ojos húmedos, concluyó—: Si Soraya fuese niño, sería igual que tú.
Un anochecer, cerrada ya la cancillería, subimos a la Torre de Comares. Comenzaba a cerrarse muy despacio la noche. Nasim abrió con una llave prestada —tenía amigos en todas partes— una puerta situada al lado contrario del oratorio, y ascendimos por la estrecha escalera, en lo alto de cuyos descansillos se abren unas menudas y graciosas cúpulas. Estaban abiertas las ventanas de las espaciosas naves donde trabajan los encargados de la secretaría.
—Tu padre —iba diciéndome Nasim— ha agilizado tanto las tramitaciones que hasta los granadinos, que son los súbditos más descontentadizos del mundo, se lo aplauden.
De repente, vi flotar y entrechocarse varias sombras. Se proyectaban agrandadas —Nasim llevaba una luz— sobre los muros. El eunuco apoyaba su mano libre sobre mi hombro, y, al seguir mi mirada, comprendió por qué me había detenido.
—Son murciélagos —dijo con ligereza.
A mí me pareció indecente gritar y descender como una exhalación las escaleras, que era lo que el cuerpo me pedía; pero me refugié en el suyo, y él me estrechó como si lo esperara. Yo entreví vagamente que por eso había avivado mi afán por visitar las salas de la Administración; pero ¿qué podía hacer?: allí estaban los murciélagos. Permanecí petrificado mientras, una vez dejada en el suelo la luz, Nasim me tomó entre sus brazos y me besó con devoto entusiasmo, al tiempo que sus entrecortados susurros me tranquilizaban.
—¿Que qué es un harén? —exclamó ante mi insistencia—. Ya lo sabes, y si no, te lo imaginas: un batiburrillo de mujeres que arden por pasar el mayor número posible de noches con su dueño. No por amor (en un harén no lo hay; si lo hubiera, lista estaría la que lo sintiese), sino por conseguir una preferencia, un favor, o simplemente un tarro de ungüento o de perfume, o un velo nuevo. A la que intriga en contra de la voluntad del amo, se le corta la cabeza, o desaparece una noche sin dejar huella alguna; a la que incordia, se la echa; a la que es repudiada, porque fue una de las cuatro esposas permitidas, se le proporciona una habitación fuera, a no ser que se resigne a su declive. En un harén las únicas contentas son las que aspiran sólo a acicalarse, gulusmear y estar ociosas, sin cuidarse de hijos, ni de comidas, ni de maridos, ni de suegras; las que aspiran sólo a chacharear, a oír músicas y canciones, y a aguardar engordando al dueño o al que traiga sus mensajes.
Era casi de noche cuando me introdujo en el harén. La guardia nos observó con simpatía. Era primavera avanzada, y no sé ahora por qué —y supongo que entonces tampoco— yo estaba triste. Al desembocar en el segundo tramo de la escalera, se me salió una babucha.
Nasim, en cuclillas, la besó y me calzó de nuevo. Con el dedo índice sobre los labios me indicaba que guardara silencio, aunque la barahúnda que venía de arriba era espeluznante: gritos, insultos, risotadas, músicas. Las alcobas de las concubinas daban a un pasillo no muy ancho, cuyo zócalo imitaba con pintura la azulejería de los salones del palacio. Yo veía a través de una ventana moverse los laureles de un patio, y eso me entristeció más aún. A la altura de una puerta, Nasim dijo:
—Ésta era la habitación de Soraya, al principio. Ahora vive una negra.
Salió, en efecto, la negra.
Era alta y flexible, con una boca grande y la nariz aplastada. Me pareció imponente, pero no repulsiva. Llevaba unas cintas de colores prendidas en su pelo arracimado, y sonreía de modo tan total que la sonrisa le rebosaba de la cara y le resbalaba cuerpo abajo.
Se conoce que estaba en connivencia con Nasim, porque éste le dejó en las manos un minúsculo paquete, y recibió a su vez algo que yo no vi. En el patio del harén se erguían dos columnas de mármol muy oscuro que jamás he olvidado. Ignoro la razón; acaso porque las asocié a la concubina negra. A la salida tropecé con una viga atravesada que sobresalía, sin duda el sostén de una de las cúpulas que coronan los salones de abajo. El leve dolor del pie me distrajo de la tristeza, que alguna subterránea relación guardaba con mi madre.
Es cuanto recuerdo de aquella visita. Y el llanto de uno o dos niños de pecho, y el trasiego de nodrizas, criadas, gruesas tañedoras, bailarinas —que quizá no eran tales, sino concubinas del propio harén— y una vendedora, anciana y desdentada, de encajes y abalorios. Al bajar el primer tramo de la escalera, pensaba en la fatiga de mi padre para tener satisfecho a tal hato de hembras; aunque, por mi edad, no me fijaba en otra satisfacción que la del simple y vulgar mantenimiento.
Lo que más me maravillaba de Nasim era su capacidad para eclipsarse cuando alguien respetable aparecía. Mi hermano Yusuf se eclipsaba un momento y más bien por diversión, pero Nasim se evaporaba. No se tenía la sensación de que hubiera desaparecido, sino la de que no había estado nunca. Uno quedaba convencido de haber sido víctima de una alucinación, y de que estaba y había estado a solas.
La primera vez que mostró tal destacada facultad, después de algún tiempo de tratarlo, estaba refiriéndose a las ventanas con celosías de un piso alto, que dan a un armonioso patio con una alberca profunda e indiferente. Me decía:
—¿A que no sabes qué es lo que había ahí? Antes, pero no mucho antes.
—No lo sé. ¿Algunos oficios de la cancillería?
—No. Eso es ahora. En tiempos de Ismail II, el que se peinaba con trenzas que le llegaban hasta la cintura, enredadas con hilos de oro y sedas, ahí había un harén masculino.
—De eso hace más de un siglo —repliqué con involuntario despecho.
—También lo hubo con Mohamed Vi, el que se teñía las canas con aleña y cártamo, y por eso le llamaban “el Bermejo”. ¿Lo sabías?
Y fumaba hachís, y más cosas.
—¿Qué más cosas fumaba?
—No hablo de fumar. Cosas que no debe saber un niño como tú, pero que con los niños como tú tienen algo que ver. No siempre en la Alhambra han gozado las concubinas de tanto auge como ahora. En un pasado próximo hubo concubinos también. —Al notar que yo no aceptaba la conversación, la cortó—. Pero dejemos eso: no es lo que yo quería decirte de Ismail II. Quería decirte que su coronación fue el resultado de las maquinaciones de una mujer sin el menor escrúpulo.
Era hermanastro del gran Mohamed V, y su madre, Mariam, consiguió que una noche de Ramadán, en pleno verano, en mitad del calor, y en mitad de este mismo patio, usurpase su hijito (no tan pequeño: tenía veinte años) el trono de Granada.
—Pues, además de entronizarlo, esa Mariam pudo haberlo educado mejor: Ismail, según tengo entendido, era gordo, grosero, lleno de tics y, aparte de las trenzas, no se cuidaba nada de su aspecto exterior.
Nasim se echó a reír palmeándome la espalda.
—De todas formas, vigila a las madres del harén: son más poderosas de lo que parecen, y tienen demasiado tiempo libre para trapichear.
Aunque, sean ellas como sean, tú serás un buen príncipe heredero.
Apostaré por ti.
Pero antes de que yo dejara de percibir la presión de su mano y percibiera la proximidad del visir Benegas, Nasim se había volatilizado.
Cuando hace un año avanzaba yo por el patio de Comares hacia el Salón del Trono el día de mi boda, intenté ver de reojo el séquito que acompañaba a Moraima al otro lado de la alberca. Tanto me esforcé, que di un tropezón contra uno de los portadores de las pértigas floridas. Entre los invitados brotó un murmullo de simpatía, ya que advirtieron el porqué. En primera fila de los espectadores, a unos pasos de mí, con la misma cara de niño grande de antes, mucho mejor vestido —incluso demasiado—, más erguido si cabe, descubrí a Nasim. ‘Está de Dios —pensé—, que mis relaciones con él vayan de tropiezo en tropiezo.’ Al verlo me invadió una ambigua impresión: él o yo estábamos traicionándonos, no sé si el uno al otro o cada uno a sí mismo. Y pensé también: ‘De no haber nacido príncipe, mi vida habría sido por una parte más aburrida, pero mucho más divertida por otra’. Y concluí: ‘Antes de morir, me gustaría ser una vez yo mismo. Pero qué difícil... O quizá ya lo he sido, en algún momento, y no me he dado cuenta, y ni siquiera guardo la memoria de ello, ni la memoria de cuándo pudo ser’.
Por un instante me conmovió una tristeza anónima similar a la del día del harén.
Nasim se inclinó en una exagerada reverencia. A punto de sobrepasarlo, oí su voz.
—Sigues siendo un magnífico príncipe heredero. No cabe otro mejor. Apostaré por ti.
Hay hombres que nacen con una estrella en la frente. No he conocido a ninguno con una más radiante que mi hermano. Subh juraba que había llorado en el vientre de mi madre, y que nació envuelto en el manto, sin romperlo al salir.
Pero no habrían sido necesarios tales signos, ni que los astrólogos le vaticinasen una larga vida, fructífera, alegre y luminosa. Los horóscopos lo han pintado siempre dotado de hijos, de felicidad, del amor de quienes lo traten y de años interminables. Un motivo más para desconfiar de los horóscopos, tanto al menos como de la propia vida.
Es lógico que sea así, entre otras razones, porque no se me parece en nada. Yo soy en lo físico como la familia de mi padre; él, como nuestro abuelo materno, Mohamed X, según quienes lo conocieron.
Es espigado, rubio, con una permanente sonrisa alumbrándole el rostro, de amabilísimo talante, y, para mayor precisión, zurdo como el abuelo. Sin embargo, en el caso de Yusuf, la zurdería es obligada.
Nació con un defecto en la mano derecha: le faltan los dedos corazón, anular y meñique, y su pulgar y su índice tienen sólo una articulación. Pero nunca le ha afectado esta falta, ni le ha impedido hacer cuantos ejercicios nos han impuesto para nuestra instrucción.
Yusuf y yo apenas nos hemos separado alguna vez, y muy recientemente. Quizá yo he sido más fisgón que él y me he metido en más berenjenales; para salir de ellos, con frecuencia necesité su ayuda.
A sus ojos, el mundo está bien como es: no pretende cambiarlo; ni lo acepta siquiera, sino que se incluye en él con la naturalidad con que una tesela se incluye en un mosaico. Desempeña gozoso su acendrado oficio de tesela en cada instante, sin reclamar más ni menos que aquello que le es dado y que su sino hace coincidir con lo mejor.
Dicen que los hermanos gemelos llevan a tal extremo su compenetración que adivinan todo el uno del otro, o más aún, que no precisan adivinarlo, sino que uno se siente el otro y viceversa. Yusuf y yo no somos gemelos: él es un año menor que yo, y somos casi opuestos; pero tenemos tal confianza, hemos convivido tanto, el vacío de afectos familiares nos ha volcado tanto recíprocamente, que dudo que existan hermanos más unidos. Por ejemplo, si jugábamos al escondite con otros niños, nos bastaba calcular dónde nos habríamos escondido si fuésemos el otro, para descubrirnos yo a él o él a mí. El mundo se dividía para nosotros en dos grupos: uno, Yusuf y yo; el otro, los demás. Y, en el reparto de actuaciones que en una pareja se plantea cuando ha de ser suficiente por sí misma, a Yusuf le ha correspondido siempre la diplomacia con la otra mitad del mundo. Él es el que ha endulzado las acritudes suscitadas por mí; quien ha convencido a los extraños de que nos concediesen un capricho; quien ha suplicado el perdón de los castigos que se nos imponían; quien ha alzado nuestras quejas o nuestras peticiones a los ayos y a los maestros.
Debo hacer constar que la mayor destreza de Yusuf, y más cuando éramos más chicos, consistía en volcar sobre mí la culpa de todos los percances. No de una forma explícita: tenía suficiente con mirarme de soslayo. Y eso sólo al principio, luego las culpas me eran adjudicadas de manera automática.
Sin embargo, en el mismo instante en que yo iba a sufrir las consecuencias de sus tácitas acusaciones, él, con campechanía, daba un paso al frente, se confesaba responsable, y se disponía a arrostrar cualquier sanción; pero con tal tono de inocencia que jamás era castigado. Con lo cual los dos quedábamos exentos.
Yo tiendo a ser menos expresivo con la gente que él, pero a la vez frecuento gente más variada de lo que nos corresponde por razones de sangre, de vecindad o de estudios.
No obstante, a él le basta con aparecer para arrebatarme la primacía de una relación que me ha costado semanas adquirir, y cualquier amigo mío de los que hablo en estos papeles habría preferido sin duda ser amigo suyo; pero él, con la misma simplicidad con que me la arrebata, abdica de tal preferencia como si su interés se cifrara siempre en otra cosa. Es decir, yo, con más dedicación, consigo menos de lo que él abandona una vez que le es dispensado sin esfuerzo.