El manuscrito carmesí (24 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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La conquistó, repentina y dolorosamente, Ponce de León ayudado por otros capitanes, antes sus enemigos; el cambio de las actitudes individualistas por las solidarias era un feroz presagio. Mi perdición, tramada por mi padre, se detuvo ante la perdición común, más visible e impuesta. Durante cuatro días mi padre enloqueció: lloraba, rugía, caminaba sin descanso por los adarves, daba órdenes incoherentes y rompía nuevamente a llorar. El golpe recibido era tan fuerte que hubiese resucitado a un muerto: Alhama era decisiva en las comunicaciones entre Granada y Málaga, y la clave hasta Ronda.

(Para mí era además el lugar sosegado donde transcurrieron muchos meses de mi infancia y de mi adolescencia.) Pasados esos cuatro días, mi padre se dirigió a Alhama y la sitió. Trataba de impedir su avituallamiento de agua y leña con la pretensión de que se rindieran los cristianos, más necesitados cuanto más numerosos, pues parece que no bajaban de dos mil quinientos caballeros y de tres mil infantes. Yo permanecí en la Alhambra con el alma enlutada y el cuerpo enfermo por una muerte que me afectó tanto como si hubiese muerto el mundo entero. (Lo que ahora narro lo supe luego, porque en aquellos días no tuve oídos sino para mi desesperación.) Mi padre mandó en busca de Soraya cuando vio que el sitio de Alhama se prolongaba. Soraya se había ingeniado para hacerle creer que corría peligro, desprovista de su protección, en la Alhambra, donde se la odiaba. Quizá estaba en lo cierto; quizá hubo de elegir entre el riesgo de su vida, más o menos ficticio, y el de ser, en su ausencia, sustituida por mi madre.

Sin embargo, mi madre no contó con la reacción del pueblo, que, transtornado por la gran pérdida, comprendió no obstante que comenzaba una agonía acaso larga, pero encaminada a la muerte; lo comprendió con todo fundamento. En consecuencia, se apiñó otra vez junto al único capaz de preservarlo de mayores y muy próximos reveses, es decir, mi padre, a quien absolvió de sus pecados.

Desfallecido nuestro ejército por su empobrecimiento y por su falta de ejercicio, el primer sitio de Alhama hubo de levantarse a los veinticinco días. El sultán pronunció la orden sollozando. El hostigamiento corrió a cargo de las mesnadas del duque de Medina Sidonia —a despecho de su visceral enemistad con Ponce de León, lo que para nosotros significaba un pésimo augurio— y del Conde de Cabra, cuya familia tenía fama de ser aliada nuestra. El tiempo de los señores levantiscos e independientes había concluido.

Mi tío, aprovechando la concentración de las fuerzas cristianas en Alhama, corría algaradas por las tierras contiguas, esquilmándolas para que no pudieran prestarle a los sitiados auxilio alguno, y los rondeños se apropiaban de cuantiosos ganados del enemigo y destruían sus cosechas. Pero también otra cuestión quedaba clara: que la guerra de escaramuzas y guerrillas, en la que los andaluces éramos invencibles, había evolucionado hacia la guerra de sitios.

Primero, porque se ha reducido la extensión del Reino; segundo, por el choque moral que supone la conquista de las grandes ciudades; y tercero, porque la técnica es ya otra, y la artillería empieza a relevar a la secular preeminencia de la caballería.

El 14 de abril mi padre sitió de nuevo Alhama. (Yo me recuperaba después de mi enfermedad, que, originada por una pasión menos física que ella, me había tenido cerca de dos meses contemplando los almocárabes del techo, casi extraviada mi razón y extraviada sin casi mi razón de vivir.) Pero el rey Fernando le obligó a levantar también ese segundo sitio, como le ha obligado a levantar el tercero, que comenzó en los primeros días de junio, muy poco antes del día en que esto escribo. Con este tira y afloja, el desánimo ha cundido en Granada. Si soy sincero, no porque los granadinos se preocupen por la desventura de sus hermanos de Alhama, cuya esclavitud o mortandad han sido totales, sino porque se ven retratados a sí mismos con antelación en aquellos acontecimientos, y porque temen que, ante tales quebrantos, aumente la exacción de prestaciones y de impuestos. Y, en definitiva, porque comprueban la ineptitud de un ejército cuya decadencia se les presenta como irrevocable.

Ha transcurrido casi un año desde la última vez que escribí en estos papeles carmesíes: un año denso y concluyente, que ha mudado a su antojo las posiciones de todos los personajes de esta historia.

Escribo en el anochecer del día 20 de abril de 1483. Mañana saldré al frente de una expedición que nos dará gloria —me cuesta aún escribir que me dará gloria, pero a eso se dirige— amén de un gran botín. Aún estoy boquiabierto, y no niego que instruido por la prisa con que los hechos —que jamás dependen de los hombres, aunque ellos así prefieran creerlo— se han atropellado. Cuando más honda era la desmoralización de los andaluces, Dios vino a alzar su ánimo, y a proclamar cuál era su voluntad más cierta. (Me figuro que mis enemigos opinarán exactamente lo contrario.)

Envanecido el rey Fernando por su éxito en Alhama, y asegurada la sumisión de la nobleza, tomó dos transcendentales resoluciones: sitiar Loja —porque si Alcalá es la puerta de la Vega por la sierra de Parapanda, Loja lo es por el valle del Genil— y cortar los posibles auxilios africanos, situando una flota en el Estrecho.

Alertado por nuestros espías, pero debilitado ante sus propios ojos, mi padre envió a Aliatar a defender Loja. Él, entretanto, se sirvió de la distracción de las fuerzas cristianas para hacer una algara por tierras de Tarifa (que finalizó con la captura de un rebaño de tres mil bueyes, lo cual divirtió a los granadinos, porque las vacas, por muchas que sean, no ennoblecen la aureola de un sultán). Pero antes de salir de Granada, fija su mente en el tema que le traía sin sueño, fue a la prisión en la que me encontraba con mi madre y mi hermano, y me pidió que nos perdonásemos mutuamente en aras del peligro común, y que colaborara como príncipe heredero y yerno de Aliatar. Lo que me propuso —y yo acepté— era que esa misma noche saliese al frente de una tropa que trataría de romper el cerco de Loja de acuerdo con mi suegro, que estaba dentro de ella.

Era el 9 de julio de 1482.

Sin embargo, las ideas de mi madre transitaban por otros caminos.

—De ninguna manera irás a Loja. ¿No te das cuenta de que lo que tu padre quiere es hacerte matar en la refriega, para que nadie piense que se manchó las manos con tu sangre? Las cosas ya han ido demasiado lejos. Ni es un perdón lo que te otorga, ni tiene de qué perdonarte, ni él es capaz de pedir perdón a nadie; sencillamente es una trampa. ¿Por qué él, si no, se ha largado a otro sitio? Su mente perturbada tiene el convencimiento de que los cristianos tomarán Loja, y pretende sacar ganancia de ello: librarse, al mismo tiempo, de Aliatar y de ti. Y, en último extremo, si no ocurriese lo que él espera y teme, habrá mandado a un ballestero de confianza y buena puntería que te mate de un ballestazo en la garganta.

Yo, aun no del todo persuadido, obedecí su sugerencia. Para mí representaba un menor peligro y, desde luego, una mayor comodidad.

Las súplicas de Moraima hicieron el resto: mi esposa, al enterarse de las presunciones de mi madre (o quizá no lo eran, porque tenía muy buenos servidores al lado de mi padre), no sólo se opuso a que yo marchase con el ejército auxiliar, sino que se apresuró a enviar a su padre minuciosa noticia de cuanto recelábamos.

—Esta noche —concluyó mi madre entre animada y hermética— vas a tener además mucho que hacer.

El caso es que Loja, con su caudillo tradicional, resistió la embestida cristiana. Los asediados, en dos o tres salidas, castigaron a los sitiadores, que ni estaban preparados para ese tipo de ataques desconcertantes, ni contaban con suficiente artillería por la improvisación del sitio. Los contingentes de las distintas comunas cristianas, no bien trabados entre sí, fueron presa del pánico, y unos a otros se contagiaban de él. Al huir tropezaron con el pequeño refuerzo que mi padre —más como excusa para enviarme a mí que por otro más sólido motivo— había enviado con bastimentos desde Granada. Aliatar se apoderó de los cañones cristianos y de sus municiones, de sus armas, de sus víveres y de una gran cantidad de harina que abandonaron en las tiendas. El sitio, que el rey Fernando previno largo, duró apenas cinco días. El 14 de julio Loja fue liberada de su cerco, y el gozo de sus habitantes no tuvo límites.

Mientras tanto mi padre había vuelto de Tarifa y se reunió en los Alijares con Soraya. Se hallaban celebrando el triunfo, un tanto menor y de intendencia, de su botín de bueyes, cuando, ya bebido, demandó noticias de Loja. Alguien le dijo que yo no había sido visto entre los soldados del refuerzo, con lo que se puso en guardia. No tuvo tiempo de beber mucho más antes de recibir noticias más concretas. Dos fueron las que le llevaron a la vez: los cristianos habían sido derrotados, y a mí me habían proclamado en Guadix nuevo sultán. Su ira fue indescriptible; pero, por fortuna, tardía. Dicen que hirió con la copa en que estaba bebiendo al servidor que le comunicó la nueva, y que, irritado por las recriminaciones de Soraya, que le echaba en cara no haber seguido al pie de la letra sus consejos, la volcó de un empujón sobre los almohadones del diván. Luego corrió por el palacio gritando alarma con una antorcha en la mano, con la que estuvo a punto de incendiarlo.

Y es que una conspiración había sido urdida tiempo atrás por mi madre y Aben Comisa, en connivencia con un tal Abrahén de Mora, un mudéjar de esa villa, que está en el reino de Toledo. So color de vender cobre labrado, Abrahén obtuvo autorización para entrar algunas veces donde nos tenían recluidos, que era en la parte baja de Comares. El de Mora, hombre bueno y muy experto en cosas de guerra, remitía las cartas de mi madre entre unas calderas que enviaba a Guadix a través de un mancebo llamado Abrahán Robledo, natural de Guadalajara, cuyo oficio era traficar con metales por el Reino. [Es el mismo mozo que luego hizo campo por la Vega con Fernando del Pulgar.] En Guadix recibían los mensajes y acuerdos dos valerosos caballeros, Abenadid y Abenecid, que mañana partirán conmigo a la expedición que emprendo.

El último concierto que se hizo fue que la noche del mes de julio más arriba indicada, a las diez, comparecerían seis hombres con nueve caballos junto a una acequia en la falda del Generalife. Abul Kasim Benegas, sospechando que, a instancias de mi madre, me negaría a ir a Loja, montó una guardia especial esa noche ante las puertas de nuestra forzosa residencia, lo que dificultaba nuestra fuga. Los conspiradores se acercaron a pie, tras Abrahén de Mora, hasta el adarve exterior que se correspondía con nuestras ventanas, e hicieron la señal, que era un canto repetido de codornices. Mi hermano Yusuf y yo lo escuchamos, preciso e insistente, entre el clamoreo de los grillos. La noche era espesa y parada. No corría el aire. Subía hasta las ventanas el denso olor de los jardines. Mi madre entró en la alcoba con un apresuramiento desacostumbrado. Le brillaban los ojos, y había una tensión en su boca cuando me dijo:

—Esas aves cantan hoy para ti; mañana todo el Reino será tuyo.

Arroja por la ventana un cabo —me alargaba un cordel fino enrollado—: ésta va a ser la escala por la que subirás al trono que te pertenece.

Yo, sin entender lo que decía, la obedecí. Sentí que alguien tironeaba del cordelillo desde el pie de los muros.

—Tira de él ya —gritó impaciente mi madre.

Lo hice. Habían atado a él una potente y gruesa soga.

—Con ella ahorcarás a tus enemigos; pero ahora descuélgate por ella hasta unas manos que te conducirán sin riesgo a Guadix.

Se volvió a mi hermano:

—Tú lo acompañarás.

Mi hermano Yusuf lanzó una carcajada; la novedad y la aventura aleteaban por la estancia como pájaros inauditos. Aún se oía, casi perdido, abajo, el canto de la codorniz. Entre Yusuf y yo anudamos al parteluz de mármol la soga y la dejamos caer al vacío. Fui a despedirme de mi madre.

—Ve ya —me dijo—. La próxima vez que te vea, veré al rey de Granada.

No comprendo todavía cómo pude decidirme a saltar al espacio agarrado a una cuerda que me desollaba las manos, ni cómo pude resistir sin soltarme. Quizá el temor de herir a Yusuf, que me precedía, fue lo que me impidió abandonar la empresa, y dejarme caer y terminar.

Yusuf y yo fuimos recibidos por los conspiradores con acatamiento y reverencia. Al llegar al sitio donde aguardaban los caballos nos entregaron armas y adargas. No era aún medianoche cuando partimos hacia Guadix a galope tendido.

Apenas había pasado la hora en que tenía que salir para Loja; mi padre y sus esbirros habían sido burlados. Aben Comisa, cómplice de mi madre, permaneció junto a ella, atando bien los nudos para que en el tapiz que planeaban se dibujasen sus deseos.

Siempre he sentido hacia Guadix una especial inclinación.

Bajo sus abiertos cielos se yergue la alcazaba, en el centro de lo que hace mil años fue un lago circular, cuyas riberas son hoy naturales murallas recamadas. En ellas viven felices trogloditas, gentes de sonrisa franca y expresivos ojos, rodeados de una vegetación exuberante con que verdean y se enriquecen hoy los fondos que ayer fueron el sostén de las aguas.

Llegamos a Guadix mientras amanecía. Desde la azotea de la alcazaba vi una vez más sus rojas tierras, sus cuevas, su paisaje cercado de estribaciones dentadas, en las que la naturaleza ha construido torreones labrados por la erosión del tiempo, casas reales, cubos de murallas bien trazadas.

Allí vino el alcaide a rendirnos pleitesía y a ponerse, con los suyos, a nuestras órdenes.

—No me gusta —le comenté en voz baja a Yusuf—; tiene la mirada huidiza.

—Tan huidiza que le falta un ojo —me contestó.

Se acercó recatado a nosotros y, confundido quizá, fue a besar primero la mano de Yusuf. Mi hermano, inexplicablemente más agotado que yo por la noche sin sueño, ojeroso y pálido, le dirigió una pequeña sonrisa y lo detuvo con un gesto; luego dobló su rodilla derecha y me besó él a mí la mano.

La reverencia de Yusuf fue la primera que recibí como sultán. Se me saltaron las lágrimas. Yusuf, que lo notó, para librarme de una emoción inoportuna, me enseñó riendo su mano derecha deformada como dándome a entender que no era digno de que se la besasen. Calculó mal su gesto: la emoción, duplicada, me desbordó los ojos y sentí que se mojaban mis mejillas. Le apreté aquella mano con mi mano izquierda, y, con la derecha, le acaricié y alboroté el pelo, aún más claro que de costumbre por el polvo de la cabalgada.

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