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Authors: Antonio Gala
En los papeles carmesíes que empleó la Cancillería de la Alhambra, Boabdil —el último sultán— da testimonio de su vida a la vez que la goza o la sufre. La luminosidad de sus recuerdos infantiles se oscurecerá pronto, al desplomársele sobre los hombros la responsabilidad de un reino desahuciado. Su formación de príncipe refinado y culto no le servirá para las tareas de gobierno; su actitud lírica la aniquilará fatídicamente una épica llamada a la derrota. Desde las rencillas de sus padres al afecto profundo de Moraima o Farax; desde la pasión por Jalib a la ambigua ternura por Amín y Amina; desde el abandono de los amigos de su niñez a la desconfianza en sus asesores políticos; desde la veneración por su tío el Zagal o Gonzalo Fernández de Córdoba al aborrecimiento de los Reyes Católicos, una larga galería de personajes dibuja el escenario en que se mueve a tientas Boabdil el Zogoibi, el Desventuradillo. La evidencia de estar viviendo una crisis perdida de antemano lo transforma en un campo de contradicción. Siempre simplificadora, la Historia acumuló sobre él acusaciones que se muestran injustas a lo largo de su relato, sincero y reflexivo. La culminación de la reconquista —con sus fanatismos, crueldades, sus traiciones y sus injusticias— sacude como un viento destructor la crónica, cuyo lenguaje es íntimo y apeado: el de un padre que se explica ante sus hijos, o el de un hombre a la deriva que habla consigo mismo hasta encontrar —desprovisto, pero sereno— su último refugio. La sabiduría, la esperanza, el amor y la religión sólo a ráfagas le asisten en el camino de la soledad. Y es ese desvalimiento ante el destino lo que lo erige en símbolo válido para el hombre de hoy. Esta novela obtuvo el Premio Planeta 1990.
Antonio Gala
El manuscrito carmesí
PremioPlaneta 1990
ePUB v1.0
Polifemo705.11.11
“A C.”, sin cuya contradictoria ayuda no se habría escrito este libro
En 1931, Francia encargó a una comisión de técnicos y de eruditos el estudio, en el Protectorado de Marruecos, de las construcciones y la historia de Fez.
De ellos, dos arquitectos se dedicaron a uno de los más trascendentales edificios de la ciudad: la mezquita la Karauín. Es el mayor templo de Marruecos y de todo el Magreb. Su origen fue un pequeño santuario que, en los inicios del siglo IX, construyó Fátima, la rica heredera de Mohamed Fihri, fugitiva de Kairuán en una de las habituales conmociones de entonces.
En la primera mitad del siglo XII, el almorávide Alí Ibn Yusuf construyó la actual mezquita, que tiene diez mil metros cuadrados, y que durante varios siglos fue la sede de la Universidad de Fez, el centro intelectual más prestigioso de Marruecos. Su biblioteca, fundada en el XIII, conserva valiosísimos e irrepetibles ejemplares.
Los dos jóvenes arquitectos franceses comenzaron su trabajo con el levantamiento de los planos de la Karauín. Después de meticulosos cálculos, al plasmar en el papel las dimensiones perfectamente comprobadas, no cuadraban en cierto lugar las medidas externas con las interiores, aun descontando el grosor importante de los muros.
Repitieron sus mediciones, y volvió a producirse el mismo desajuste. Esto les hizo pensar que aquella diferencia de superficie debía de corresponder a un espacio que, con el tiempo, se clausuró por alguna razón ya olvidada. Por medio de tanteos y prudentes perforaciones lograron hallar la cámara prevista. En ella se encontraba un cúmulo de manuscritos y libros preciosos, los más recientes con cerca de cinco siglos de existencia, en un estado de conservación mejor de lo imaginable, gracias a la virtual ausencia de agentes erosivos, si se exceptúan algunos insectos y alguna humedad acaso anterior al siglo XVI.
Entre ellos estaban -y hago alusión porque la Historia es muy amiga de las simetrías- las memorias de Abdalá, el último rey zirí de Granada, destronado por el almorávide Yusuf -predecesor del constructor de la Karauín-, y muerto en Agmat en circunstancias semejantes a las del rey de Sevilla Almutamid. Hubo algo, sin embargo, que llamó especialmente la atención de los arquitectos, personas curiosas, pero no expertas en materia de paleografía. Se trataba de unos manuscritos que destacaban de los demás por dos razones: por estar encuadernados a la perfección, como si una mano cuidadosa los hubiese depositado allí con esmero, y por su color carmesí, que el tiempo no había apenas empalidecido.
La ordenación de los hallazgos de la Karauín duró mucho, y no todas las manos que en ella intervinieron fueron tan honradas como habría sido de desear. Desaparecieron numerosos manuscritos de valor histórico incalculable. Algunos de ellos han reaparecido, con los años, en bibliotecas públicas o privadas europeas, e incluso en poder de anticuarios y libreros más o menos desaprensivos. El manuscrito carmesí, que formaba un tomo de grosor considerable, había sido hurtado ya antes de la segunda visita de los arquitectos. Por avatares que el hombre no es quién no sólo para descifrar, sino ni siquiera para plantearse, llegó a mi conocimiento su paradero en una conocida biblioteca de Rabat.
Cuando lo tuve en mis manos, admiré primero su elegante caligrafía, que variaba con morosidad como si quien escribió todas sus páginas lo hubiese hecho a través de una vida entera, y me sobrecogió una extraña impresión que, al conocer su contenido, comprendí. El manuscrito reúne las memorias de otro último rey; pero éste, definitivamente último. Son las memorias de Boabdil, el sultán en cuyo tiempo se extingue de hecho el Islam en España: el que entregó Granada a los Reyes Católicos el 2 de enero de 1492.
Con la ayuda de numerosos peritos tanto marroquíes como españoles, a quienes doy desde aquí las gracias en conjunto, he procurado transcribir el -bellísimo de color- manuscrito carmesí. (Carmesíes fueron los papeles de la cancillería de la Alhambra). Ha sido precisa, para llegar a una tolerable confirmación, la consulta de numerosos textos, archivos, crónicas, referencias e historias.
Al final de todos, para completarlos o para contradecirlos, se hallaba este relato, frío a veces, y a veces lleno de ardor.
He optado por trasladar la cronología, los nombres de personas y lugares, las fechas y otras remisiones a un lenguaje más inteligible para los lectores occidentales de hoy. La traducción, por mi culpa, no es todo lo fiel que los estudiosos habrían demandado; a cambio de tal sacrificio, creo que el texto resultará más asequible a nuestros ojos y a nuestros oídos.
Así y todo, a pesar de mis apasionadas investigaciones, no he obtenido una conclusión taxativa en cuanto a la veracidad del manuscrito. Ignoro si lo que cuenta Boabdil es todo cierto, o se desvía a su favor. No sé si lo escribió íntegramente él, o lo dictó a uno o a varios secretarios -lo que parece improbable por la similitud de la grafía-; ni siquiera si se trata de una obra apócrifa, aunque contemporánea suya. Sorprende en ocasiones la madurez de sus testimonios, hasta provocar la duda de si Boabdil redactó todas estas memorias en Fez, después de cumplir los treinta años, y es una ficción atribuirlas a épocas distintas; se oponen, sin embargo, a esta opinión la persistencia y la mudanza que coexisten en el transcurso de la caligrafía, así como algunas reiteraciones, y el cambio del estilo a medida que pasa el tiempo, y las incoherencias existentes entre las decisiones expresas y la realidad. En cualquier caso, del manuscrito se desprende una no pequeña aptitud para la reflexión y una mejor memoria de la que su autor afirma poseer.
Sobrepuestos al apretado cuerpo del manuscrito, se hallaron unos cuantos papeles, carmesíes también, y uno solo bajo él, como si fuesen el prólogo y el epílogo de los que constituyen las memorias en sí; memorias que me he atrevido a dividir en cuatro partes para facilitar su lectura. Hay además unos cuantos apuntes marginales, agregados evidentemente con posterioridad, que he incorporado al texto situándolos entre corchetes.
A cuantos historiadores y escritores han tratado, de cerca o de lejos, este triste y evocador asunto, comenzando por el propio Boabdil “el Zogoibi”, les doy fraternales gracias. Ellos lo amaron como yo lo he amado. Ojalá haya conseguido yo, igual que ellos, que mi amor sea correspondido. Al fin y al cabo, la Historia, como viene a decir el autor del manuscrito carmesí, no es más que una larga carrera de relevos: sabemos de dónde viene y por dónde transcurre, pero, en último término, no adónde se dirige, ni cuándo concluirá.
Escribo en los últimos papeles carmesíes de cuantos saqué de la cancillería de la Alhambra. Quizá sea un buen motivo para no escribir más. No estoy seguro -no lo estoy ya de nada-, pero creo que hoy cumplo sesenta y cuatro años. Desde que llegué a Fez mi vida ha transcurrido como un único día largo y soñoliento. Y además nunca supe con exactitud la hora en que nací; de ahí que los astrólogos no pudiesen establecer sin errores mi horóscopo. (Para un rey, eso tal vez sea deseable.) Por tanto, cuanto se ha dicho sobre mi destino trazado en las estrellas son imaginaciones. A veces he pensado que de ahí vino todo: andar a tientas nunca conduce a buenos resultados.
Aunque quizá, por otra parte, la vida sea precisamente andar a tientas. En la mía, las certidumbres -y no he tenido más que dos o tresme han llevado en general a lo peor.
He despertado temprano -ahora duermo muy poco-, y no he llamado a nadie. Amín y Amina se retiraron pronto anoche al notarme cansado.
Amina había estado cantando una canción que quería ser liviana y divertida.
—¿Dónde la has aprendido? -le pregunté.
Me contestó riendo:
—Tú me la has enseñado.
Se conoce que pierdo la memoria. Para evitar que volviera a olvidárseme, aunque no va a darme el tiempo la oportunidad, la anoté, mientras miraba a Amina, maliciosa, sonreír y tañer. Se trataba de una canción de adivinanzas.
“Soy un fruto lascivo y redondeado que alimenta las aguas del jardín.
Ceñido por un cáliz rugoso, parezco el corazón de un cordero en las garras de un buitre”.
Amín soltó una risotada.
—La berenjena -dijo.
Estábamos bebiendo el vino oscuro y denso, lleno de madres, de esta tierra. Sin darme cuenta, yo llevaba el ritmo de la canción con mi copa. Pensaba en otra cosa, como suelo, y en otras circunstancias.
“Crezco o decrezco entre los comensales, y, en mitad de la sombra, las lágrimas resbalan por mi cuello.
Si me duermo, alguien corta mi cabellera, y permanezco insomne hasta mi muerte”.
—Insomne hasta mi muerte -repetí.
No lo adivinábamos. Acaricié el rostro de Amina, idéntico al de Amín.
—La vela -gritó ella, y tomó un sorbo de mi copa.
Volvió a cantar:
“Soy delgado, y tan pálido y frágil que me dejo acuchillar fácilmente.
De vez en cuando bebo, y de mis ojos luego brota el llanto”.
Qué desgarradoras sonaban todas las letras. Era el cálamo; tampoco lo adivinamos. Amina palmoteaba.
“Lo mismo que la espada nos portamos.
Inseparables somos.
Si algo entre las dos gemelas se interpone, de común acuerdo lo despedaza- remos”.
Esta vez fui yo el que acerté.
Veía a Amín y a Amina, gemelos, ante mí. Si algo se interpusiese...
—Las tijeras.
Amina me besó entre halagos.