Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
El alcaide tuerto nos tranquilizó. Hablaba sin cesar, acaso rebasado él mismo por la solemnidad de las circunstancias en que se veía inmerso. La conspiración de mi madre se hallaba mucho más avanzada y su urdimbre era mucho más meticulosa de lo que creíamos; casi todas las ciudades del Reino habían sido advertidas y tomado nuestro partido.
—La sultana Aixa —decía el alcaide con admiración— ha sido una heroína previsora: qué gran madre tenéis. Y probablemente será tan inflexible como previsora con quienes no la acaten —agregó de buen humor—: sin duda a una mujer le resulta más difícil que a un hombre no ejercer el poder cuando lo agarra. ¿Será ésa la respuesta a su hábito de subyugación? Les sucede como a los tímidos —¿me miraba a mí con su único ojo?—, que pasan de la cortedad al desenfreno apenas se les proporciona el pretexto.
El calor asentaba, a cada instante con más peso, sus doradas manos sobre las cosas. La mañana era interminablemente pura e interminablemente azul, demasiado como para perderla escuchando los ingenios sobados de un alcaide. Fui hacia el pretil de la azotea. Miré el ancho mundo que se me ofrecía.
Me flotaba la cabeza, tras la noche de viaje, como si la hubiese pasado bebiendo. Pensé aturdidamente: ‘Al hombre le gusta hacerse la ilusión de que es poderoso y de que es libre.’ Apenas oía el murmullo del alcaide aburriendo a mi hermano. No me sentí ni libre ni poderoso en aquella suntuosa mañana. Y no sólo en aquella mañana; quizá no lo fui nunca, ni nunca lo sería. Ni deseaba serlo... Acaso nadie lo desea de veras, y se conforma sólo con la ilusión, más llevadera que la realidad. Y acaso, lo que es peor, el hombre actúa bajo esa misma confusión que él se provoca. [Luego —debo confesarlo— los acontecimientos me arrastraron, y yo incurrí también en tal error.] Me volví hacia la torre de la fortaleza, recortada contra el profundo azul.
Desde ella, moviendo las ancas y las colas, dándome a su vez la bienvenida, más sinceros, por descontado, que el alcaide, se me acercaron unos alanos que había visto corretear por el patio. Miré sus dorados e inocentes ojos; uno era tuerto, lo mismo que su dueño.
Miré el subido de color de la tierra, el terso cielo. Miré las flores que decoraban con su magia un macizo. Pensé: ‘Las flores son la sonrisa de Dios, la mejor prueba de su bondad; la belleza que, al ser superflua, es doblemente bella. Quizá se nos anticipan como testigos de los colores que tiene el Paraíso. Ellas son el único testimonio indiscutible de que podemos tener esperanza.’ Me pareció imposible, en aquella insondable y sencilla mañana de verano con que una vez más se inauguraba el mundo, que estuviésemos los hombres tratando de matarnos unos a otros por algo que hemos dado en llamar poder o religión. Me pareció imposible que, por vivir mejor —aunque ignoremos qué sea lo mejor—, seamos capaces de perder la vida.
Al llegar tenía un hambre como desde antes de mi enfermedad no había tenido; pero ahora me habría sido imposible tragar ni un bocado: se me cerró el estómago como una bolsa de cuyas cintas alguien hubiese tirado bruscamente. Agradecía a quienes me invitaban a comer a la suave sombra de un emparrado; di un poco de comida a los perros, que continuaban meneando su incansable cola embebidos en mí; acaricié sus majestuosas y dóciles cabezas, y pedí retirarme a descansar.
No descansé. El amasijo de mudanzas era excesivamente complicado. Sin querer —o peor aún: cuando menos quería, más—, mi imaginación volaba hacia mi tío Abu Abdalá. ¿Dónde estaría ahora?
Con antelación había salido de Granada hacia Málaga para planear unas defensas en el puerto y prevenir las posibles ayudas magrebíes. Ignoraba, por tanto, lo que había sucedido. Su elección entre mi padre y yo aún estaba en el aire; pero yo sabía qué partidario era de la legalidad. Me venían a las mientes, desgranados, gestos suyos de lealtad y amor, su hombría y su rectitud. Y me reiteré cuánto habría ganado el Reino si, en lugar de proclamarme a mí sultán, lo hubiese proclamado a él.
Fue entonces cuando me embargó por primera vez la tentación. Era como una presencia corporal y creciente; me rodeaba y me oprimía; me habría bastado alargar un poquito la mano para tocarla. Abrí los ojos para librarme de ella. El sol, cada vez más alto, calentaba en demasía; se filtraba por la cristalera; iba a estrellarse contra el suelo casi ruidosamente, como un vidrio que se hace trizas, en aquella mañana, la primera aún no sabía de qué. ¿Tuve la tentación? No, la tentación me tuvo a mí. Y luego me ha tenido muy a menudo. ‘Abdica en el emir Abu Abdalá. Él está mejor preparado que tú para los graves días que se avecinan: la inmediata reacción de tu padre, la desalmada última guerra con los cristianos. Él es más fuerte y más sereno. Tú has sido educado como un príncipe; para ser príncipe, no para ser rey. No tienes su vigor, ni sus recursos.
No estás dispuesto para que se descargue sobre tus hombros el gobierno en el instante de la mayor dificultad y del mayor temblor. Tú acaso habrías sido un buen rey en un tiempo de paz, de desarrollo, de cultura y de artes; pero no en los trágicos tiempos tan expresamente vaticinados. Abdica, ahora que puedes, en el emir Abu Abdalá.’
Miré la mano que Yusuf y el alcaide habían besado: elegante y bien delineada. La vi tan lejana de mí mismo quizá por el cansancio, tan ajena a mí mismo, que me estremecí. La vi como si se tratara de un objeto venerable que tuviese que devolver en un momento próximo.
Vi sus uñas, pulidas y almendradas; vi, en la del dedo corazón, una minúscula selenosis. (Subh, señalándola, había dicho: ‘Has mentido, has mentido.’) Vi el rasguño que una rama de acebuche había dibujado sobre el dorso, muy cerca del pulgar. ¿Había examinado antes con tal detenimiento aquella mano?
¿Era aún la mía, a pesar de haber sido besada? La levanté para contemplarla al trasluz; dentro de ella, el color de la sangre y la opacidad de su esqueleto. Levanté la otra mano. Miré sus palmas, en las que las oscuras rayas de la vida trazan la red de sus caminos.
Cerré los ojos para intentar dormir, para intentar huir. Pero lo que veía con los ojos cerrados era más tenebroso. Los volví a abrir.
Crucé en alto las manos, ante la luz del sol; las separé; las miré unirse y desunirse, como si estuviesen dotadas de una vida que no fuese la mía. Fingí que una de ellas, la izquierda, era la de alguien idolatrado que había muerto —que había muerto sin presenciar ni desear esta mañana—, y supe que la muerte es contagiosa... Fingí que una de ellas, la derecha esta vez, era la mano de mi tío Abu Abdalá, y supe que no son contagiosos el poderío y la serenidad... Fingí que una de ellas —cualquiera, sí, cualquiera— era la mano mutilada de Yusuf, o era la mano de uno de aquellos seres que me quisieron en la infancia. No, no eran de ellos aquellas manos, pero tampoco mías.
Si Yusuf estuviese aquí conmigo... Pero hacía rato que había salido hacia Almería para confirmar en persona la obediencia de la ciudad. Si hubiese estado por lo menos “Din”, mi perro, entre los alanos del patio, que misteriosamente se alegraron al verme... No había nadie conmigo. Ni el sueño.
Nadie... Miré con compasión, una vez más, las rayas de la mano, y leí claramente en ellas la fatalidad, el desorden y la ruina que mi horóscopo había profetizado.
Por fin, solo en mitad de la mañana de mi exaltación, insomne y solo, acerqué las dos manos a mi rostro, y rompí a llorar entre ellas, igual que habría llorado entre las de mi madre si me lo hubiese permitido.
Esa misma tarde, desde las primeras horas, empezaron a llegar los representantes de las ciudades, de los pueblos, de las aldeas, para reconocerme y homenajearme. El alcaide de Guadix me obsequió ropas de un lujo semejante al que un día vi entre los tesoros de la Alhambra.
—Agradezco al Altísimo la oportunidad que brinda al más humilde súbdito de proporcionar al Emir de los Creyentes las ropas de su aclamación —dijo.
Aquella noche el cansancio me venció. Al segundo día, colmado y aturdido por los agasajos, volví a tener la sensación que me había asaltado con frecuencia en los últimos meses, cuando me vi forzado a ocultar los destrozos de mi corazón: la sensación de que representaba a otro en una ceremonia de la que podía ser eliminado sin que ella cesase. Nada me dolía de veras, ni me regocijaba de veras; no sangraba, o aquella que corría no era mi sangre. Si pensaba en mi padre, me agredía desde el fondo la certeza de que lo estaba suplantando. Yo era como un mal imán llamando a deshora a la oración, un actor que recita su papel en una historia falseada y contingente.
La gesticulación era la apropiada, adecuadas las postraciones, aprendidas de memoria las alabanzas, exactos el vestuario y la intensidad de las miradas y el tono de las réplicas; pero no era mi vida verdadera, ni yo era aquél. Mi verdadera vida se agazapaba y se escondía, se afinaba hasta desaparecer —menuda y gris, pero palpitante como un animalillo— debajo de tanto derroche de palabras y tantos oropeles.
Al cuarto día recibí correos de Granada. Los abencerrajes, que acudieron con presteza a la llamada de mi madre y Aben Comisa, me habían aceptado; al pueblo extenuado lo ilusionaba la aparición de una intacta esperanza. ‘El que a hierro mata, a hierro muere’, decían de mi padre entre jolgorios y celebraciones. [Yo me planteaba por entretenerme, sin resolver la cuestión, qué estarían haciendo las concubinas del harén, acostumbradas en los destronamientos a cambiar sólo el nombre de su amo; los chismes, las banderías, las peleas que entre ellas se habrían provocado; cómo recibirían a la nueva sultana, mi mujer, a la vez que a la antigua, restituida en su honor de sultana madre; qué haría Soraya, cuyas ambiciones, de momento, parecían naufragar... Y, en ese imaginado batiburillo del harén, veía los gruesos labios y la espigada estatura de la negra que conocí en la visita con Nasim. ‘Aunque quizá haya muerto —me decía—, o si sigue allí, por su edad, se habrá convertido en una servidora de las otras.’] Mi padre, desde los Alijares, con unos pocos fieles, se había lanzado a recuperar la Alhambra.
El dueño de ella se convierte en el del Reino al ser dueño del símbolo; hasta el punto de que las cartas africanas dirigidas al sultán granadino se inician con la invocación de ‘Señor de la Alhambra’. Aben Comisa, en mi nombre, se había apoderado de ella, y, desde las murallas de la fortaleza, rechazó la embestida del sultán legítimo. Luego, desde la Torre de Armas, con los suyos —quiero decir con los míos— consiguió sin mucha dificultad explulsarlo de la Sabica. Tras una lucha sangrienta, pero breve, en las calles de la ciudad, con los tradicionalmente turbulentos habitantes del Albayzín a mi favor, el triunfo de mis partidarios había sido completo.
Según los correos, el pueblo ardía en deseos de contemplar a su nuevo rey; en la historia de la Dinastía era anormal que el caudillo de una insurrección no se hallase al frente de sus secuaces.
—¿Qué se sabe de mi tío Abu Abdalá? —había preguntado.
Llegó a tiempo, desde Málaga, de presenciar la derrota de mi padre, pero no de intervenir en la contienda. Los dos hermanos, a uña de caballo, se habían refugiado en Málaga de nuevo, la ciudad predilecta de mi tío, de la que él era asimismo predilecto. Para mí, pues, era ya ineludible retornar.
Entré por el Albayzín, entre vítores. Mi madre me esperaba en la Puerta de Fajalaúza, más radiante que nunca; tanto que parecía casi hermosa: acaso el poder embellece. ‘No a mí’, pensé. Moraima, sin embargo, me recibió sin aspavientos, con una digna naturalidad.
Sus ojos, indagadores, buscaban los míos. Yo la besé en los párpados, y ella reclinó un instante su cabeza en mi hombro.
—Todo sucede para bien —murmuró—. Sea lo que sea.
Bajo arcos de flores entramos en la Alhambra. Mi madre y Aben Comisa habían designado a quienes, en adelante, serán mis hombres de confianza. Por debajo de ambos, el que ostenta mayor poder es Yusuf Ibn al Adalbar, el cabecilla de los abencerrajes. Acepté: ni deseaba llevarles la contraria, ni habría servido para nada hacerlo.
La única condición que impuse, aunque no creo que pueda llamarse así, fue habitar el palacio de Yusuf III, en lugar del que mi padre había habitado, que era el de los últimos sultanes; aún para eso me costó trabajo obtener la aprobación de Aben Comisa, que consideraba más demostrativos de la majestad los palacios más suntuosos. Mientras le exponía mi voluntad de no transigir en ese extremo, vi junto a él al eunuco Nasim, que me saludaba y me alentaba con los ojos.
—Nasim será quien se ocupe de mi casa desde ahora —dije, y me sorprendió oírmelo decir.
Él, como si lo estuviese esperando, se adelantó, besó mi brazo, y me invitó a seguirle hacia el palacio de Yusuf III.
—Como conocía tu preferencia, he mandado disponerlo para ti.
Al descender por la calle Real, después de una vacilación, me anunció:
—Tu perro “Din” ha muerto hace dos días. Era muy viejo ya: no ha resistido tu separación. Es una pena que no haya sido el perro del sultán.
—A él no le interesaban estas majaderías. ¿Dónde lo han enterrado?
—Pretendían quemarlo; yo lo impedí. Está enterrado no lejos del lugar donde tuve el honor de bautizarte —contestó sonriendo de una manera ambigua.
—La muerte de mi perro, más aún que mi proclamación, me demuestra que una época de mi vida se ha cerrado; quizá toda mi vida.
Pero, sin duda, esa parte de ella, irresponsable y gozosa, en la que un niño musulmán pudo persuadir a un eunuco de que lo bautizara.
Nasim, entendida la reticencia, doblegó con gravedad su cabeza. El resto de aquel día lo pasé sentado junto a la tumba de “Din”. A duras penas le perdoné su deserción.
Las mezquitas, en la oración, ya habían comenzado a pronunciar mi nombre. Solicité que las fiestas de la coronación, dadas las circunstancias, se abreviasen. Había —pretextaba— demasiado que hacer, mucha correspondencia y documentos que firmar, concertaciones, recepciones, demasiados asuntos que despachar con urgencia. No sabía hasta qué punto el pretexto era cierto.
El rey Fernando, no bien empezó agosto, devastó la Vega, y prendió fuego a cosechas y alquerías al socaire del desarreglo ocasionado por el conato de la guerra civil. Me enteré de que mi padre había conseguido un socorro, no grande, de algunos voluntarios magrebíes que desembarcaron en Málaga burlando en el Estrecho los navíos cristianos. Y a principios de otoño, mi padre y mi tío —también él: ya tomó partido—, para no reconocer que habían sido derrotados del todo, corrieron por Setenil y por Cañete, arrasando sus guarniciones. Cañete fue reconquistada en seguida por el adelantado de Andalucía, Pedro Enríquez, que la fortificó y la repobló; por el contrario, a pesar del ataque del marqués de Cádiz, Setenil quedó en manos nazaríes.