Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
¿Y cuáles eran éstas? Sospecho que, tanto las nuestras cuanto las de los adversarios, eran involuntarias y movidas por idénticas causas. Nuestra persistencia en no ceder se fundaba en lo mismo que su persistencia en asediarnos: ambos estábamos convencidos de que, con el invierno, se imposibilitaría la resistencia del contrario. Ellos, de que nosotros nos veríamos, por hambre, forzados a capitular; nosotros, de que ellos se verían forzados a abandonar el sitio, como en las campañas anteriores. Pero el tiempo corría, se ennegrecían las circunstancias, y ni unos ni otros nos supeditábamos a ellas, aunque en Granada los partidarios de resistir eran cada vez menos: una parte no mayoritaria del ejército, los alfaquíes, mis familiares y yo: quizá los que más teníamos que perder, si es que aún nos restaba algo no perdido. Imposible expresar qué violencia me hacía, ante la ilusa esperanza de que se alzara el cerco, para no atender las razones del pueblo; un pueblo espantado de que, si la rendición se hacía como consecuencia de la guerra, sólo la muerte o la esclavitud le aguardaban. Se necesitaba un sutil y enorme don de la oportunidad para acertar hasta qué momento podrían mejorarse las condiciones de la capitulación, y a partir de qué momento serían destructivas. Y era justamente yo quien tenía que tomar, en definitiva, esa resolución, insoportable en especial para unos hombros como los míos, no hechos a cargas semejantes.
Fueron estas consideraciones, que se hospedaban despóticamente en mis noches, las que pronto me movieron a iniciar contactos imprecisos que facilitasen, llegado el caso y la hora, las pertinentes diligencias. Esos contactos constituyeron la segunda vía de que hablé.
La impaciencia de Fernando lo hizo precipitarse. Apenas comenzada la construcción del segundo campamento, me envió un mensajero, no personalmente a mí, sino a través de Abrahén el Caisí. Se llamaba Juan de Bazán. Ya había recibido yo por medio de él hacía meses, antes de que se interrumpieran los últimos contactos, varias cartas del rey. En ellas —aparte de reiterarme su gran amor y sus muchos deseos de hacerme mercedes, y excusarse por los daños que nos causaba, atribuyéndolos sólo a los escasos deseos de servirle que teníamos mi ciudad y yo, y a nuestro afán de alteración y discordia— insistía siempre en llevar a cabo lo pactado; pero en ninguna de sus cartas explicaba sus flagrantes incumplimientos. En la ocasión de que ahora trato, Juan de Bazán permaneció unos días en Granada. Fue alojado en el Albayzín, en una casa por bajo del Castillo del Aceituno, con el más riguroso sigilo. Los vigilantes que le puse me informaron de que muchos palaciegos y ministros míos —muchos, en relación con los que poseía— acudían de noche y disfrazados a entrevistarse con él. Conociendo ya cómo se las gastaba el rey cristiano, imaginé las ofertas que les haría por traicionarme o persuadirme. Y para darle una lección, sin duda inconsecuente, me negué a recibir la carta. El Caisí, puesto de acuerdo conmigo, la devolvió cerrada a su portador; un secretario mío se había esmerado en cerrarla y sellarla de nuevo, después de leída por mí. [En ella se me repetían los ofrecimientos de costumbre, quizá algo acrecentados si entregaba sin más dilaciones la ciudad; pero no se refería sino a mis ventajas personales. Yo, del mensaje y de la actitud del mensajero, deduje dos consecuencias: la primera, la urgencia que, pese a sus baladronadas, tenía el rey de resolver cuanto antes el tema de la entrega; la segunda, que trataría de segarme la hierba bajo los pies empleando toda clase de ardides.] Ya antes habíamos tenido alguna correspondencia el rey Fernando y yo, a través de personas interpuestas. El marqués de Villena se dirigió con insinuadas promesas a algunos nobles de mi corte poco escrupulosos, o fáciles de abordar, o destacados por su enemistad hacia mí. Otros nobles cristianos —no don Gonzalo Fernández de Córdoba, ni don Martín de Alarcón, mis más allegados— habían esgrimido discretas amenazas, sugeridas más que enunciadas, ante los padres de aquellos muchachos que permanecían en Córdoba como rehenes. Y el mismo Abrahén el Caisí, so capa de sus andanzas comerciales, había llevado algún despacho mío en el que, aparte de interesarme por el estado de mi primogénito, abría —o dejaba abierto— algún portillo a unas futuras y previsibles conversaciones. (Incluso me trajo una carta de Ahmad desde Moclín; tanto alegró a Moraima aquella carta que el llanto no la dejó leerla, y se la leí yo. Le remitimos, con el mismo conducto, unas pocas monedas de oro y unas cosillas para que se vistiese a nuestro estilo en la pascua. Moraima besaba las telas que rozarían la carne de su hijo, y yo miré mucho tiempo el papel, y pensé que mi hijo crecía y ya escribía con gracia las letras, y sus frases, tan cortas, me sonaron mejor que nada en este mundo.) Sin embargo, de ninguna de estas inconcretas gestiones podía darse cuenta al pueblo, que las hubiese malogrado quién sabe si sublevándose o magnificándolas. Su esencia era el secreto, y su valor exclusivo el estar hechas con la mano izquierda, de forma que la derecha pudiera negarse no sólo a cumplirlas sino a reconocer su existencia.
Del mismo modo, de una manera no oficial, el alguacil mayor Aben Comisa y el visir de Granada El Maleh mantenían relaciones difusas —o eso pensaba yo— con la corte cristiana, a alguno de cuyos secretarios conocían ya de las negociaciones expresas anteriores. En el campo cristiano hallaron un fidelísimo espejo de ellos, Hernando de Zafra. Él y El Maleh intercambiaban votos de sincera, afectuosa y recíproca amistad, en los que sospecho que ninguno de los dos confiaba; pero Zafra agilizó bastante las gestiones, empujando a los míos a plantearme clara y rotundamente los asuntos. Los míos, por lo que yo sabía, y según lo que yo les había sugerido, se resistían, balbuceaban, se hacían de rogar. Mis órdenes eran que aplazaran, sin romperlos, los tratos; que aseguraran que mi resolución de no entrar en el negocio era veraz e inflexible, y que arguyeran, contra cualquier apresuramiento de Zafra, que no osaban arrostrar mi indignación si aludían, ni sesgadamente, a la entrega de la ciudad. Pero Zafra era aún más artero que su rey, quizá por proceder de más abajo. (Fue criado de Enrique Iv, y luego secretario de ínfima categoría de la reina; con servilismo y paciencia, había medrado: llegó a confidente y consejero de Fernando. Y cuando éste, desvanecido su optimismo, se resignaba a aplazar la solución del cerco hasta la siguiente primavera, él lo disuadió y se comprometió a hacer la torva labor de zapa que el rey personalmente había llevado a cabo en Baza, y de la que se encontraba muy cansado.) Fue con este villano inteligente, al que nada le impedía arrastrarse con tal de alcanzar lo que deseaba, con el que entablaron negociaciones —creí que en exclusiva— mis principales mediadores.
Lo que ignoraba yo —por lo menos en sus detalles— era que, desde el mes de abril, no sólo Aben Comisa y El Maleh, sino muchos más personajes de mi corte, habían abierto tratos ya. Todo eran ambigüedades; todo, supuestos; todo, palabras en el aire, porque a cuanto se hiciera a espaldas mías tendría yo que dar mi visto bueno; pero entretanto se hacía. Quizá la otra parte confiaba en que yo sabía más de lo que sabía, y en que tácitamente autorizaba y ratificaba esas gestiones como las más arriba expuestas del alguacil mayor y del visir. En la diplomacia la habilidad consiste en revestir de autenticidad lo hipotético o lo inventado, en adornar lo ilusorio, y en presentar como verdad lo imaginario; apoyándose, entre otras cosas, en el anhelo del engañado de que sea firme cuanto se le insinúa.
Así, entremezclados los pasos oficiales con los semioficiales, e incluso, por desgracia, con los privados en estricto sentido —opuesto a veces a los intereses de Granada—, era muy arduo para cualquiera —sin exceptuarme a mí— discernir cuáles eran los límites de unos y de otros. Cautivos liberados sin mi consentimiento llevaban a Santa Fe propuestas que yo desconocía; traidores siempre a punto para venderse iban y venían con recados que sólo la parte interesada en darlos —o sea, el rey Fernando— se tomaba el trabajo de fingir.
[Pero ¿cómo iba yo a suponer que, mucho antes de que yo decidiera negociar, aquéllos en quienes más confiaba lo hacían ya en la sombra?] ¿Cómo iba yo a suponer que El Maleh, al que siempre tuve —y aún tengo— por fiel, se oponía desde meses atrás a que interviniera en las conversaciones Aben Comisa, a quien tachaba en sus cartas a Zafra de estúpido y de avariento, y exigía el monopolio para él, cosa en la que coincidía con Aben Comisa, que también opinaba que habían de hacerse por una sola mano: la suya en su caso, por supuesto? ¿Cómo iba a suponer que los dos personajes habían ya fijado con el enemigo el precio exacto de sus intervenciones: 10 mil castellanos de oro cada uno, además del Temple con todas sus alquerías, en donación que había de hacerse a juro de heredad, con pleno dominio en poblado y despoblado, en lo alto y lo bajo, más todos los pactos, salmas, diezmos, pechos, derechos y jurisdicciones privativas? ¿Cómo iba a suponer que, más adelante, cuando ya me había implicado en la correspondencia, El Maleh me entregaba las cartas pero se reservaba unas hijuelas que en el mismo sobre le incluía Zafra para que las leyera él solo a escondidas del alguacil mayor y de mí mismo? ¿Podría creer a El Maleh —y sin embargo lo creí—, cuando me explicó que así me convenía, y que también él le mandaba otras hijuelas secretas a Zafra, pues no es bueno que un rey pueda enojarse demasiado, o poner en riesgo su dignidad real, o enterarse de las pequeñeces y cicaterías con que sus súbditos obran compelidos por su servicio, o estar al cabo de las mentiras e hipocresías que tan precisas son, para impedir que hasta de esos súbditos, leales aunque no siempre limpios, acabe por desconfiar? Cierto que yo sabía más de lo que aparentaba, porque no convenía asustar a la liebre con un ballestazo prematuro, y porque los personajes de mi corte no eran tan respetables como para no denunciarse ante mi los unos a los otros; pero de ahí a conocer el auténtico estado de las cosas había, por desgracia, un trecho demasiado grande.
Tardé tiempo en caer en la cuenta de que los motines que se producían en Granada eran provocados por agentes más o menos explícitos del rey Fernando —y con su dinero—, que soliviantaba lenta pero seguramente hasta a los alfaquíes. Como eran provocados (los primeros; luego ya se encadenaron unos con otros, porque no hay nada más difusivo que la subversión bien gratificada) los saqueos de las casas ricas, que tenían el efecto reflejo de poner contra mí, por falta de firmeza, a los robados.
Tardé tiempo en darme cuenta de que se me alentaba a ser especialmente duro con los amotinados, insistiéndoseme mucho en que las represalias contra ellos y sus fortunas, aparte de tranquilidad, me proporcionarían medios suficientes para continuar la resistencia: ¿cómo iba a suponer que quienes así me aconsejaban eran precisamente los que pretendían que la resistencia cesase? Y así, entre las sediciones de las clases altas contra mí, las ásperas represiones con que se me impulsaba a reaccionar, y los robos continuados del populacho, me fui quedando poco a poco sin ricos, sin comerciantes, sin notables influyentes en los plebeyos y sin el respeto en general de los granadinos, a los que se daba una versión de los hechos opuesta por completo a la que se me daba a mí.
A todo esto hay que agregar que mi madre solía tomar partido en mi contra, movida por su perpetua animosidad y por su amistad con Aben Comisa, que era quien proponía mano dura contra los levantiscos. Mi madre no olvidaba que la aristocracia era más bien legitimista, y había estado siempre de parte de mi padre y luego de mi tío; ella había contado más con los ricos y con buena parte del ejército, es decir, con los más resentidos y rebeldes ahora: ambos eran ya fuerzas en plena decadencia. Su enemiga por la nobleza, de la que desconfiaba y a la que encontraba peligrosa, se acentuó por influencias del alguacil mayor, y propugnaba la necesidad de asestarle golpes certeros en la cresta, y aun de prescindir de ella por eliminación.
—No puedes permitirte el lujo, a estas alturas, de albergar enemigos dentro de tu alcoba. Son gentuza que te venderá cuando una puja les compense. Si se atreven a gritar aun delante de ti, imagínate cómo obrarán detrás.
—Lo que no puede hacerse (a estas alturas, como tú dices, madre) es diezmar a los ciudadanos.
Todas las fuerzas nos van a ser precisas. No actuemos nosotros como si fuésemos nuestro peor adversario. Fieles o no fieles a mí, son granadinos, madre; son musulmanes, madre. Quizá no se te mete en la cabeza —yo había empezado a emplear ante ella expresiones tan bruscas como jamás hubiese soñadoque no me estoy defendiendo yo, ni estoy defendiendo mi trono, que titubea y se hunde: estoy tratando de defender Granada. Seamos sinceros: si la ciudad se salva, poco importa que no se salven la monarquía ni el Islam. Y, si no se salva el Reino, ni la monarquía ni el Islam podrán salvarse.
Me niego a transcribir lo que mi madre me respondió. Aparte de acusarme de traidor a mi sangre y de blasfemo, me reprochó defraudar las tradiciones y los preceptos que un emir ha personificado desde el principio de la Dinastía.
—Mi mayor desdicha —me lanzó, entre otras cosas, a la cara— es que tú seas imprescindible. Un emir es un dueño y, como dueño, ha de proteger a su reino y a sus súbditos. Sólo como dueño; si dejase de serlo, la ciudad y su gente habrían de protegerse solas.
La diferenciación, y hasta la oposición, que yo hacía entre Granada y nosotros —ella decía “nosotros”— era un fraude. Nosotros y Granada, nosotros y el Islam, éramos la misma cosa, y lo que fuese de uno sería de todos. El hecho de que el rey Fernando estuviese allí enfrente, sentado como una cocinera que va a matar un pollo, o que acaso lo da por muerto ya, y lo despluma sin prisa, y le arranca los miembros uno a uno: alones, patas, barba, cresta, cuello, pico, ese hecho lo demostraba bien a las claras. ¿Qué era el pollo en último extremo? ¿Dónde residía el verdadero ser del pollo?
¿Dónde se terminaba? ¿Cuándo dejaba el pollo, despojado y descuartizado, de serlo? Granada, sin cortijos, sin fortalezas exteriores, sin puertas, sin murallas, sin habitantes, seguiría siendo Granada mientras “nosotros” estuviésemos en la Alhambra y la Alhambra tuviese una mezquita.
—Te recuerdo —le dije— que yo resido ahora en la alcazaba de enfrente.
—Ya lo sé. Es una más de tus torpezas.
—Si vivo de vez en cuando en la alcazaba, es para ir perdiendo la costumbre de vivir en la Alhambra: aquí siempre tengo la impresión de que alguien llegará en cualquier momento con una sentencia de desahucio.