El manuscrito carmesí (30 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Me di cuenta de que él o no me recordaba o no se fijó en mí en aquella ocasión, deslumbrado por el lustre de la corte nazarí, que es justamente para deslumbrar embajadores para lo que más sirve; sin embargo, me cuesta figurarme a don Gonzalo bajo un deslumbramiento.

En cualquier caso, no era correcto que se lo preguntara: preso o no, yo soy rey; los castellanos tienen un culto por la realeza, sea la suya o no, difícil de igualar por otros pueblos.

Me senté; él permaneció en pie.

Junto a su figura, la del alcaide se desvanecía. Pensé: ‘El muchacho desea ser como él cuando tenga su edad; pero él debió de empezar a ser como es antes de la edad del muchacho. Y, por otra parte, ¿cuántos años tendrá? No creo que nos lleve, al alcaide y a mí, más de diez; quizá menos: la guerra, cuando no mata al hombre, lo envejece.’

—Podéis hablar —le dije.

—Las noticias que os traigo, señor, no van a ser de vuestro gusto; pero considero que un rey ha de estar al corriente de lo que ocurre en su reino, sea lo que sea y por cualquier medio. Os prometo que cuanto os diga será cierto, y que lo primero que os diré lo lamento de todo corazón.

Me estremecí, pero sin traslucirlo.

—Necesito saberlo antes de agradecer que lo lamentéis.

—Vuestro padre ha ocupado Granada, y se ha vuelto a instalar en la Alhambra.

—Mejor para los míos; no se les podrá reprochar tener a su rey preso.

—Vuestro trono se tambalea, señor.

—Puede que mi trono sí; pero no el de los nazaríes. Mi padre fue un gran rey.

Sus ojos se abrillantaron con un asomo de malicia, o eso me pareció.

—Lo es, señor.

Con un temblor en la voz que en seguida logré aplacar, porque, al preguntarlo, preguntaba por todos mis partidarios, continúe:

—¿Qué ha sido de mi madre?

—Según mis informaciones, y espero que sean veraces, se ha hecho fuerte en Almería. Con vuestro hermano Yusuf y con Aben Comisa.

Suspiré: no todo estaba perdido. Aunque para mí quizá fuese más simple que nadie contara conmigo.

La conversación transcurría en un árabe despojado, pero comprensible. El capitán lo pronunciaba bien. Se echaba de ver que era un hombre nacido en la frontera: eso me unía a él. Balbuceaba a veces, y yo le suministraba la palabra oportuna. Sin duda descubrió que yo hablaba el castellano tanto como él mi idioma, pero no aludió a ello: eso me unía más.

—Y mi tío “el Zagal”? Mi tío el emir abu Abdalá, quiero decir:

—Decís bien: “el Zagal”; el Islam no tiene una espada mejor.

Está con vuestro padre.

Me miraba con fuerza.

—Así ha de ser —le dije.

Me vino a las mientes la prestancia de mi tío cuando lo vi antes de lo de Alhama: mimbreño, recio, atractivo e impasible al mismo tiempo; con su rostro severo, digno y muy pálido; vestido con un largo sayo de pelo de camello, bajo un manto de seda negra, y con un turbante de lino blanco enmarcándole la expresión imperturbable.

—Así ha de ser —repetí.

—Nuestros reyes, señor, han determinado que concluya esta situación de guerra permanente.

—¿Desean firmar treguas?

¿Conmigo?

—Como aquella mañana en Granada, en la que vuestro padre afirmó: ‘Se acabaron las parias’

—¿es que me recordaba?—, yo hoy os digo: ‘Se acabaron las treguas.’

—También entonces vuestro rey nos amenazó diciendo: ‘Desgranaré uno por uno los granos de esa Granada.’

—No sé si dijo eso. Los cronistas son amigos de frases. Es sugestivo resumir con ellas un estado de cosas; sugestivo y expuesto. No sé si lo dijo, pero está dispuesto a cumplirlo.

—Viene intentándose, con grandes altibajos, durante muchos siglos. España somos todos, don Gonzalo. Vos habláis de Aragón y de Castilla; yo soy el rey de Andalucía: ni pude desear más, ni puedo contentarme con menos.

—Otra frase, señor. Las guerras no se ganan con frases.

—¿Con qué se ganan?

—Con dinero —me dijo, después de pensar un instante. Y añadió—: También yo soy andaluz. He nacido en Montilla; ya mis tatarabuelos fueron andaluces. La situación ha cambiado: Andalucía hace cientos de años que no es vuestra del todo.

Nuestros reyes son jóvenes y fuertes; vos también; pero ellos además no tienen otro designio, ni otro problema ya, que el de adueñarse de Granada. No son éstos los tiempos en los que los castellanos ambiciosos venían aquí para hacer su fortuna a vuestra costa. Hoy nosotros luchamos, lo mismo que vosotros, por una tierra nuestra.

—Al final se verá de quién es.

—El final está próximo.

—Si era eso sólo lo que queríais decirme...

Hice ademán de levantarme.

—Perdonad —con el gesto me suplicó que siguiera sentado—, perdonad. No es un reto; no es tampoco una vana soberbia; no me la habría permitido en estas circunstancias. Yo os admiro —mis cejas se levantaron, sin querer, denotando mi asombro—. Admiro la entereza con que aceptáis vuestra enrevesada misión. Pero, frente a la nueva pujanza y a la nueva sangre de Castilla, vosotros estáis invadidos de una vieja desgana; frente a nuestra unidad, oponéis sólo vuestra dispersión; frente a nuestra luna creciente, vuestra luna menguante.

—Una frase más, don Gonzalo.

No pareció escucharme.

—Toda Europa anhela que se apague en Granada la llama nazarí.

Y a nosotros nos conviene que Europa lo anhele. Hemos mirado demasiado tiempo hacia dentro: es hora de abrir las ventanas y de asomarnos y de respirar. El Mediterráneo está llamándonos; para llegar a él han de arreglarse antes los asuntos internos de la casa.

Ya está bien de que España sea el rabo sin desollar de Europa.

—Bendito rabo: cuanto, a lo largo de siglos, España le ha regalado a Europa de arte, de ciencia o de filosofía, nos lo debe a nosotros.

—Es cierto: España nunca podrá entenderse del todo sin vosotros. Pero la Historia no se detiene nunca; en lugar de cerrarse (Y vuestro reino está cerrado igual que una granada que sólo madurará para caer), se abre...

—¿No será eso otra frase, don Gonzalo? —le interrumpí.

—Puede, pero expresa admirablemente una realidad —sonrió, y sonreía bien—. En lugar de cerrarse, hay que abrirse. El rey Fernando ha enviado embajadas a Europa. La infantería de los suizos nos ayudará contra vosotros, y los artilleros alemanes, y los campeones de Inglaterra, vistosos más que nada —añadió despectivo—.

El rey acaba de obtener del Papa una bula para que todos los prelados y maestres, y los estados eclesiásticos de Aragón y Castilla, le suministren un subsidio en florines. Y, a través de otra bula, se le otorga a la empresa, por fin y en serio, carácter de cruzada (es lo que vosotros llamáis guerra santa), y se le concede, a quienes colaboren, muy generosas indulgencias.

Había dicho en castellano la última palabra.

—¿Qué son indulgencias? pregunté.

—Vosotros obtenéis el Paraíso si morís en la guerra; nuestras indulgencias son la remisión, por la limosna, de parte de las penas que nos esperan tras la muerte.

—No sabía que a Dios podía sobornársele.

Fingió no comprender.

—Todo eso va a permitir a don Fernando contar con un ejército fijo nunca visto: seis mil caballeros y cuatro mil peones, como mínimo.

—No está mal; sin embargo, el número no lo es todo.

—Y la buena causa, y el entusiasmo, y la certeza de que esta campaña será la definitiva. No se trata de proseguir una guerra desmayada e interrumpida cada invierno; es una forma nueva del conflicto, una última etapa que comienza. Yo tengo mis ideas, señor: creo que la caballería no es desde ahora lo más importante, sino la infantería: una infantería brava y bien mantenida, agrupada en cuadros muy sólidos, de fácil maniobra, y apoyada por una artillería —vacilóconvincente.

—¿Por qué me decís esto? ¿No son secretos vuestros? ¿O es que me mantendréis aquí hasta que ese nuevo conflicto —subrayé la expresión— se resuelva?

Ahora la ironía estaba en mis ojos; los suyos chispeaban. Añadí:

—Yo no soy un estratega, capitán. Soy simplemente el rey.

Me levanté. Él entendió que cerraba la audiencia. Inclinó su hidalga cabeza. El alcaide, que había asistido a la entrevista sin mostrar curiosidad excesiva, creyó notar algo discordante en la despedida. Se apresuró a decir:

—Don Gonzalo, el rey es mi prisionero. Ya habéis abusado bastante de su paciencia; espero que no hayáis abusado de mi hospitalidad.

—Disculpadme —respondió don Gonzalo.

Volvió a inclinarse frente a mí. Los dos salieron. Yo paseé cabizbajo por el escaso trecho de la estancia.

Comprendo que el capitán don Gonzalo Fernández de Córdoba dice la verdad, y la dice con justeza; que no es un iluso, ni un farsante. Deduzco que, dada su sinceridad, se va a tardar mucho en liberarme, o se pretende sembrar la zozobra dentro de mi corazón. Y deduzco también que me he de ver si vivo, dentro o fuera de aquí, otras veces con él. La expectativa no me desagrada: hasta como enemigo es preferible a los demás.

De cualquier modo, da igual que la guerra sea vieja o nueva. Esté yo fuera o dentro de aquí, no podré gobernar. No regiré a mi pueblo en la paz, que es a lo menos que un rey puede y debe aspirar; toda mi vida habré de hallarme en estado de sitio: un estado en el que la normalidad será siempre aplazada, y el bienestar siempre se dejará para mañana, para un tiempo placentero y sosegado que no llegará nunca.

Tendré que contentarme con algo previo, que quizá ni siquiera consiga: defender mi derecho al trono contra los de dentro y los de fuera, contra los que ya ni siquiera puedo llamar míos y contra los que ellos mismos se llaman enemigos. Pero ¿quién me juzgará por lo que nunca podré hacer? Para los venideros sólo seré un rey que no entendió las exigencias de las razas y de las religiones; que no aprendió a distinguir una sangre de otra; que sólo tuvo una seguridad: la de que lo único que reclama cualquier sangre es no ser derramada.

Hoy el alcaide me ha traído un traje de terciopelo, negro por descontado. Me hablaba con notable emoción.

—Se han recibido las órdenes del rey. Mañana partimos de Lucena. En mi señorío de Espejo nos encontraremos con mi tío, el conde.

Juntos os custodiaremos, con toda solemnidad, camino de la corte, que está en Córdoba.

Instintivamente miré a lo alto; por la tronera se divisaba un girón de cielo de impertérrito azul.

—¿Veré al rey?

—Nuestros reyes no acostumbran ver a sus prisioneros si no es para darles la libertad con su presencia.

—Queréis decir que yo no lo veré.

Tardamos dos jornadas. El paisaje era propicio; la tierra, feraz y pródiga; pero nadie le pedía nada a su largueza. En ella reinaba el abandono. Sus redondeces eran las de una mujer a la que ningún varón cubre ni fertiliza.

Los cristianos detestan ser labriegos; me pregunto para qué quieren conquistar con tanto ardor la tierra. A la vista de Córdoba, se situaron el alcaide y el conde a un lado y otro míos. Y, como a un cuarto de legua de la ciudad, salieron a recibirme los Grandes y los caballeros de la corte. Sin apearme del caballo, llegaba cada uno de ellos a mí y me hacía acatamiento, mientras mis custodios enumeraban su dignidad y linaje: el arzobispo de Sevilla, muchos otros obispos y prelados de su religión, los maestres de Calatrava y de Santiago, los duques de Nájera y de Alburquerque, y otros cincuenta o más señores, títulos e hidalgos.

Yo contestaba a sus saludos según el grado de sus noblezas, midiendo las cortesías a mi usanza. A continuación, mis custodios brindaron a los Grandes, con un gentil gesto de protocolo, la honra de llevarme.

Fineza por fineza, los Grandes rehusaron, y avanzamos todos juntos hacia Córdoba.

El camino no se veía de gente.

El campo, sembrado sólo de desidia, lo inundaba una inmensa muchedumbre, que, dada la aspereza de los cristianos y de su idioma, dudé si me denostaba o me aclamaba. Me incliné más bien a lo segundo, aunque sólo fuese por respeto a mi escolta. De la masa brotaban manos extendidas como si quisieran tocarme, y notaba en los ojos el temblor que provoca la consecución de algo muy largamente ansiado. En un momento, al levantar mis ojos desde la multitud al gran río, aceitoso y manso, sentí una inesperada conmoción: al otro lado de él, majestuosa, impar, de piedra y sueño a la vez, estaba la Gran Aljama de los omeyas. ‘Un ideal no es nunca un sueño’, me había dado a entender días atrás don Gonzalo de Córdoba. Cierto: un ideal es una realidad perpetuamente desvelada, la realidad más insomne de todas. Y así se me ofrecía la mezquita, conmovida y sosegada, ilesa y malherida, ultrajada e imperturbable, mendiga y portentosa.

Frente a ella se detuvieron los caballos; eran las casas del obispo de la ciudad, don Alonso de Burgos, donde me hospedaría. No quiso el rey, según me advirtieron, conceder ese privilegio a ningún noble por no hacer de menos a los otros, ya que en asuntos de honras son tan puntillosos los cristianos, y mucho más los nobles. Supuse que aquellas casas, dada su situación, ocupaban un sitio del antiguo palacio califal. Y era allí, en estricta justicia, donde un rey nazarí debía alojarse.

El obispo es un hombre mayor, artificial y frágil; de gestos ampulosos y breves a la vez. Me produjo la impresión que me han producido siempre los sacerdotes de su religión: hablaba como montado a dos caballos; el tono iba por un lado, y el contenido iba por otro; podía decir las mayores atrocidades con una entonación meliflua y conmiserativa.

—Matar, entre nosotros —me dijo el mismo día, y como prueba lo transcribo—, no es infligir un daño; es sólo anticipar la justicia divina. O incluso ejercerla, si lo preferís. Se manda el cuerpo a la tierra, pues tierra es, y el alma, a gozar del Señor, o a ser privada de Él en el infierno. En cuanto a los infieles, exterminarlos es un precepto de nuestra santa religión, puesto que se oponen a Dios, de quien es únicamente el poder y la gloria. Salvo que se conviertan; es en la conversión donde está la vida.

—Si hay varios dioses —le repliqué con desgana por amabilidad—, es que no hay ninguno. Y si hay uno sólo, y eso es lo que vosotros y nosotros creemos, es que será el de todos. Nunca he entendido por qué el hombre se endiosa tanto que se arroga la obligación de defender a Dios. Como si Él no tuviese medios suficientes.

—Sí los tiene; claro está que los tiene. Uno de ellos es precisamente el hombre; el otro es el milagro. Nosotros, alteza, contamos con los dos. Y con María Santísima —recalcó.

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