El manuscrito carmesí (29 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Me había quedado solo. Me ensordecía el fragor. Oía gritos, quejidos, amenazas, blasfemias, pero cada vez más lejanos. La contienda se apartaba de mí, no yo de ella. A mi derecha, corrían las aguas del Martín González. Mi caballo “Shir” (que quiere decir “Magia”), se atascó en el fango de la orilla. No conseguía avanzar ni retroceder. Una flecha se le clavó en el pecho. Inmovilizado, sangraba y resollaba con un ruido angustioso. Me di cuenta de que yo estaba a pie, en medio de los enemigos que volvían. Todo se hundió: la guerra, la vida, la muerte, el riesgo, y yo también, que nunca sería el mismo. Sólo vi ya los ojos de “Shir”. Giraban sin cordura, me suplicaban que lo sacara del atolladero para que él me sacase a mí del mío. Quizá ése fue el momento de mi vida, antes de esta prisión, en que me haya encontrado más solo e impotente. No sabía qué hacer. Mi caballo, con su mirada pendiente de la mía, esperaba desde el cieno que lo llevase a tierra firme. Igual que él somos todos, siempre que tengamos a quién dirigir nuestra plegaria; no lo tenía yo. Entre la niebla, desamparado y a la vez protegido por ella, saqué fuerzas de flaqueza, levanté con un sollozo mi espada, y degollé de un tajo a mi caballo.

Sus ojos me miraron con estupor y sin ningún reproche; se cuajaron después. Tuvo varios espasmos y dejó de sufrir. Su sangre me había salpicado la cara, y me empapaba el brazo. Sentí una arcada. Vomité entre unas zarzas. ‘Traiciones y mentiras —me decía—. Mentiras y traiciones. ¿Contra cuántos enemigos ha de luchar un hombre? ¿Es mi guerra ésta? ¿Esperaba alguien que yo hiciese algo con tanta fuerza en contra? ¿Qué ha faltado?

¿Es mía la culpa? ¿A quién conduzco? ¿Quienes son mis aliados?

Estoy solo. Estoy solo. ¿Quién ha muerto por mí además de mi caballo?’ Así pensaba cuando recibí una pedrada que me acabó de oscurecer la mente. No perdí, sin embargo, el sentido del todo. Vi tres o cuatro peones que se acercaban con puñales y palos y una pica. Intentaban prenderme. Me defendí con el alfanje, y herí a uno. El de la pica la enarboló para atravesarme. Me rendí. Era todo como si no estuviese sucediendo. Escuché que se proponían matarme y apropiarse de mis ropas y armas. Lo iban a hacer, cuando aparecieron dos soldados de Baena: eso decían; los otros eran de Lucena. Traían a su cargo cuidar de la rezaga, e impedir que los codiciosos mataran a los heridos para adueñarse de un arma, de unas botas, de un velo o de una silla.

Acudieron más soldados; con los que ya había se disputaron la posesión de mi persona. Se enzarzaron a golpes y a empujones. Sólo estaban de acuerdo en que habían de matarme, y ‘aquí paz y después gloria’, repetían. Entretanto, despojaron a mi caballo de su arnés. Los tres o cuatro primeros, al ver que les arrebataban su presa, gritaron a voz en cuello:

’¡Lucena! ¡Lucena!’ Llegó al galope un muchacho con superioridad. Era el alcaide de los Donceles, que perseguía a los pocos que quedaban de mi hueste. Le refirieron, cada uno a su modo, la reyerta. Me preguntó quién era yo.

Muchos soldados saben suficientes palabras árabes para entenderse con nosotros en cuanto les conviene.

Uno tradujo mis palabras.

—Soy hijo de Aben al Hajar, alguacil de Granada y principal del Reino.

El alcaide me examinaba con sus ojos pequeños y sin energía. Echó pie a tierra. Se desatacó una de sus agujetas y, con el cordón, él mismo, sin dejar de observarme, me ató los dos pulgares. Se volvió luego a uno que lo acompañaba:

—Toma diez lanzas, y llévalo al castillo. Yo sigo al conde, que va tras de los moros; no me fío de él, no sea que me deje sin nada que tomar.

Hasta ver lo que vi en el camino de Lucena ignoraba lo que es una batalla y por qué se guerrea.

No es una cuestión de religiones, ni de ideales, ni siquiera de querer imponer por la fuerza nuestra religión y nuestros ideales; sólo es una cuestión de ruindad y miseria: apoderarse de lo que otros disfrutan, apoderarse de sus bienes y de sus posesiones, y arrebatarles hasta sus vidas para que no puedan defenderlos. Arrastrar los cadáveres mientras se les quitan sus calzados; cortarles los dedos para sacarles los anillos; revolcarlos para arrancarles sus escarcelas; desnudarlos para robarles su ropa interior. La guerra no es un asunto de azar, como había creído hasta ahora, sino de carroña. Los vencedores son los primeros buitres, que cederán su turno a los otros cuando se marchen con el botín.

Nadie hace la guerra porque crea en una cosa u otra, sino porque el enemigo tiene algo que él desea tener, y es por eso precisamente por lo que se llama el enemigo. Lo demás es mentira; lo demás son disfraces. Ante la indignidad de lo que me rodeaba no me extrañó que mis soldados diesen la espalda a aquello.

Me llevaron junto a los demás presos. Eran muy numerosos. El desastre había sido total. Entre muertos y cautivos, cerca de mil caballeros, de lo más decoroso de Granada, y más de cuatro mil peones. Es decir, las dos terceras partes de mi tropa. Y seguían trayendo prisioneros, a los que yo, por señas, ordenaba que no hicieran ningún gesto que me pudiese denunciar.

A la mañana siguiente, tras un insomnio mudo y hacinado en el que mis oficiales, abochornados por su comportamiento, se apartaban de mí, entró un fraile de aire irrefutable y jactancioso.

—Dios —le dijo al cristiano a cuyo cargo nos pusieron— está siempre de parte de los suyos, aunque parezca a nuestros ojos que nos abandona.

Y palmeándole el hombro, agregó:

—Con esto olvidaremos lo de Málaga. “Dominus vulnerat et medetur, percutit et manus ejus sanabunt.” A nosotros también nos sirve el consuelo de Job: El Señor hace la llaga y la cura: sus manos hieren y sus manos sanan.

Luego me apuntó con una de las suyas gordezuelas, y le advirtió:

—Éste debe de ser una buena pieza: sus ropas lo declaran. Tened cuidado de él.

Y salió, asestándonos antes una mirada de soslayo y de asco como si fuésemos animales inmundos.

‘Todos los hombres —pensé— han opinado siempre así de sus dioses.

Si hubiese sólo un Dios (como todos creemos, y es el nuestro), sería difícil de entender, salvo que lleguemos a la conclusión de que nuestras rencillas en su nombre no le importan absolutamente nada.

O quizá de que percibe, mejor aún que nosotros, que nuestras rencillas nunca son de verdad en nombre suyo, sino sólo en el nuestro.’

No habían pasado dos días cuando trajeron cuatro nuevos cautivos, uno de los cuales era el hijo de un alfaquí de gran predicamento. Antes de que pudiera evitarlo, al verme, rompió a llorar, se postró y me besó las manos.

—Tú aquí, señor. Tú aquí preso, señor —sollozaba sin soltar mis manos y mi ropa.

Sobre aviso los guardianes, dieron parte a sus superiores; había sido descubierto, como temí desde el principio. No tardó en aparecer el alcaide de los Donceles, que me rogó que lo acompañara y me instaló en esta torre en que ahora escribo.

—Acomodado —dijo (y vigilado, supongo)—, como a vuestra honra y linaje corresponde.

Acaso yo habría preferido la proximidad de mis compañeros de desgracia, pero tampoco estoy seguro de ello.

La satisfacción de tener entre los cautivos al rey de Granada fue demasiado grande para disimularla.

De uno en uno han venido a visitarme cuantos señores participaron antes o después en la batalla.

Hasta el de Luque el pariente de Abul Kasim Benegas, que es anciano y ciego, y se ha tenido que conformar con resbalar sus dedos por mi cara, agradeciendo a Dios que, antes de morir, le haya otorgado el privilegio de tocar a un rey moro derrotado.

—Ya puedo exclamar lo que el viejo sacerdote Simeón: “Domine, nunc dimittis”. Ahora puedes llevarme.

Y se arrodilló, y se santiguó, y se llenaron de lágrimas sus ojos que, por lo visto, sólo le sirven ya para llorar.

La madre del joven alcaide, que es doña Leonor de Arellano, también ha venido desde Córdoba a verme. Imagino que ha quedado defraudada porque no tengo cuernos en la frente debajo de la toca. Cuando me rodeaba por detrás para inspeccionarme, he percibido en ella cierto desencanto: quizá se deba a que tampoco se asoma un largo rabo debajo del ropón.

Mi presencia, no obstante, ha ocasionado algunas preocupaciones, y no sólo alegría. Los señores de Baena y de Lucena disputan entre sí por el honor —y también por las consecuencias económicas— de haberme apresado. Los soldados se quedaron con los despojos recogidos: capellares, albornoces, marlotas, alfanjes, adargas, dagas, plumas, pero tanto el conde de Cabra como el alcaide firmaron un documento que me ha sido mostrado, y que transcribo aquí por considerarme parte interesada. En él se comprometen ‘a juntar y traer a montón todas las cosas vivas, así moros como caballos y acémilas y asnos que por cualquier persona se tomaron y hubieron de los moros en la dicha victoria, para dar y repartir, a todos los caballeros y gente de a pie que se hallaron en la batalla, los que les perteneciere y cupiere, según las leyes de Partida y usos y costumbres de guerra, jurando para complación de nuestras conciencias y honras, y por Dios y por santa María y por las palabras de los santos evangelios y por esta señal de la cruz, una, dos y tres veces, que bien y verdaderamente, sin arte y sin engaño, guardaremos y cumpliremos lo contenido en esta escritura’.

—Ahora —me dice el señor de Lucena, por medio de Argote—, mi tío exige, nada menos que exige, que os envíe a Baena para que os vea su esposa, y que quedéis allí custodiado por él hasta que os presente a los Reyes en nombre de los dos, lo que para él es lo más justo. Y, no conforme con eso, asimismo exige que comparezcáis en el montón estipulado, puesto que sois una cosa viva como el resto de los cautivos.

—Y como las acémilas y los asnos —completé.

—Pero yo os prometo que no se hará; tendría que pasar el conde por encima de mi cadáver. Ya se ha mandado a Madrid a Luis de Valenzuela, su mayordomo, para que dé cuenta a los Reyes del hecho, y nos traiga su resolución. Entretanto, vos quedaréis en poder mío.

Estad tranquilo, que os custodiaré de tal modo que burlemos los deseos del conde.

Salvo que no iba a entrar en el reparto con los demás soldados y con los caballos, no sé a qué otra tranquilidad se refería.

Desde la ventana del piso inferior, adonde como a una fiesta me llevaron, presencié la almoneda de las cosas vivas que la escritura enumeraba. Unos se quedaban con lo que les correspondía, otros lo vendían acto seguido, o se citaban a voces para venderlo en otro sitio.

Y todo era alboroques y júbilo y vino y borrachera. Todo, insultos soeces y riñas y farfantonerías como sucede siempre que entre la chusma se reparte un botín, sobre todo si hay posibilidades de rescates.

—Este prisionero me pertenece —dijo el conde ayer ante mí, como si yo no estuviera, aprovechando la ignorancia que él piensa que tengo de su idioma—, porque fue Martín Cornejo, un soldado mío, el que lo cautivó, y también por las leyes de la caballería, entre las que se cuenta, sobrino, lo sepas o no, la de la gratitud. Pues de no ser por mí, ni te habrías arriesgado a salir de tus murallas tras los moros.

—Señor y tío: fue mi soldado Martín Hurtado quien lo cautivó antes de que se interpusieran los vuestros, atraídos por el aspecto del sultán. Esto es así, y así seguirá siendo.

Miraba yo a uno y a otro aparentando curiosidad y desconcierto, y reflexionaba qué más me daba a mí quién cargase conmigo, si un Martín u otro Martín, junto a un arroyo también Martín de nombre.

Sin embargo, me suplicaron que identificara a mi apresador, puestos varios hombres en hilera. Yo, sin muchos miramientos, señalé a dos de ellos; pero con tanto tino que fueron precisamente los dos Martines en discordia.

—Dudo cuál de ellos sea —advertí.

Con lo cual quedó sin resolver la duda, y enojados entre sí los dos señores, y convencidos ambos de su propio derecho.

Mis armas y mis ropas pasaron a la propiedad de mi aposentador el alcaide de los Donceles. (Yo recordaba algo que en una fiesta cristiana de primavera —no, no era fiesta, porque todos lloraban— oí comentar sobre lo que el profeta Jesús exclamó a punto de ser crucificado: ‘Sobre mi túnica echaron suertes, y se repartieron mis vestidos’.) Las veinte banderas de las puertas de Granada, más mi pendón real y el de mi suegro, fueron a poder del conde de Cabra, que se tiene en todo momento, y de ello alardea, como adalid indiscutible de la “gesta”.

—Adornaré con ellos las tumbas de mis padres; les servirán de orgullo y testimonio a mis sucesores desde ahora en adelante.

Sé que se los ha llevado en procesión solemne, entre cruces y cantos religiosos, a su casa de Baena.

Hoy ha venido a verme, como cada mañana, el señor del castillo.

Me traía ropa, imagino que a cambio de la mía, que se ha quedado.

—No está a la altura de vuestra alcurnia, señor; pero también iremos remediando esto.

Me ha preguntado —lo hace de costumbre— si estoy bien atendido.

Está claro que no quiere que muera de hambre, ni de sed, ni de miseria; está claro que quiere presentarme a su rey en buenas condiciones. Él y su madre se ocupan de mí con diligencia. No me cabe agradecérselo más que de palabra, porque no me han dejado ni una sola alhaja con que obsequiar a esta escrupulosa, antipática y cristianísima señora.

Don Diego, cuando se había despedido ya, me ha preguntado:

—¿Recibiríais a un pariente mío? Es don Gonzalo Fernández de Córdoba. Me ha manifestado un deseo muy especial de conoceros.

No necesitaréis un trujamán, porque él puede expresarse en vuestra lengua.

Aburrido como estoy, no menosprecio ninguna ocasión de conocer nuevos cristianos, con la remota expectativa de que alguno me resulte más interesante que interesado.

Hoy creo que topé con un espléndido ejemplar.

Al entrar en mi estancia, antes aún de que levantara la cabeza tras rendirme pleitesía, lo he reconocido. No es que se conserve idéntico desde hace —¿cuánto ya?— cuatro o cinco años. Los labios se le han endurecido, ya no luce la ávida boca infantil que tanto me llamó la atención en la faz de un guerrero; su nariz se ha afilado un poco más, se han levantado y ajustado sus pómulos; se ha arrugado su frente.

Pero sus ojos ostentan aún la misma agudeza y el mismo brío que ostentaban, delante de mi padre, la mañana en que asistí por vez primera a una embajada en el salón del Trono. ‘Don Gonzalo Fernández de Córdoba’, me musitó al oído El Maleh. Y ahora estamos solos los dos (y digo solos porque estar con el doncel alcaide de los Donceles es como estar sin él), cara a cara los dos, midiéndonos con respeto y con una simpatía mutua, probablemente insensata y probablemente también inevitable.

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