Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
‘Un moro muerto es el mejor de todos’, dicen sus capitanes. Las dos mezquitas se consagraron a la encarnación de Dios y a Santiago Matamoros, para dejar bien claro a lo que habían venido: a escupir sobre nuestros cadáveres. El temor al sólo nombre de los españoles ha hecho que la mayoría de los habitantes de Tremecén y los pueblos vecinos se precipitasen a huir.
Aquí han llegado muchos; entre ellos, los familiares de mi tío Abu Abdalá, a quienes he tenido en esta casa hasta que hallaron hospedaje en la medina. La tumba del “Zagal” ahora está sola. Jadicha —o esa inflamación suya— se ha quedado conmigo en honor al recuerdo de mi hermano Yusuf.
(Ahora mismo la escucho bambolearse por la casa; cuando intenta no molestar es cuando más ruido hace.) Reyes católicos se llaman estos reyes de España. Si hay un Dios que se complazca en cuanto hacen, no desearía conocerlo jamás. Ay, andaluces: igual que ayer vuestra sabiduría, hoy vuestra simiente y vuestra sangre son esparcidas sin tino por el mundo, lo mismo que se aventan con un bieldo las mieses...
Terminando de escribir lo que antecede, entraron Amín y Amina, y me sorprendieron con la cabeza caída sobre estos papeles, sollozando. Sus demostraciones de afecto han sido tan extremadas y efusivas que me he abandonado, como un niño, a ellas. Me han cubierto de los besos y las caricias que entre ellos se prodigan con absoluta y encantadora carencia de pudor.
Desde el primer día me propuse no interferir entre ellos; hoy una cálida y olvidada desazón se ha despertado en mí. ¿Qué se proponen con tales agasajos? ¿Qué me dan a entender?
El hijo mayor de El Maleh —hace tres años que murió su padreha almorzado hoy conmigo. Estimulado por mí, goza de un puesto relevante en la corte, y está al tanto de lo que acaece fuera de esta ciudad. Me ha contado la historia de Aben Comisa, desde que huyó de la alcazaba de Andarax.
Había comprendido que para medrar era preciso convertirse; los reyes fueron sus padrinos de bautismo. Adoptó el nombre de don Juan de Granada, y advertido de que, por la influencia del obispo Cisneros, la orden franciscana le proporcionaría un porvenir brillante, tomó sus hábitos. No se resignó, sin embargo, a vegetar en un convento que aplazaba indefinidamente su ambición. Huyó de él, no sin llevarse el dinero de los frailes, que no era poco y, de nuevo musulmán fervoroso, se estableció en Argel. Allí se propuso llegar a valido del emir y, con halagos e insidias, lo consiguió.
Con la misma inteligencia para el mal con que engatusó a mi madre, lo engatusó a él, y logró que le encomendase la defensa del reino.
Entró entonces en negociaciones con el conde Pedro Navarro y, por dinero, vendió aquella plaza como vendió mi señorío. Cuando la escuadra española se presentó en Bujía, se desencadenaron, contra lo prometido por Aben Comisa, luchas inesperadas y terribles.
Sus antiquísimas y elevadas murallas albergaban un pueblo más numeroso que el de Orán y más rico, pero menos guerrero y muy dado a placeres. Una vez que, durante el Ramadán, se rindió la ciudad, el pueblo entero fue pasado por las armas. Y cuando Navarro tomaba posesión del palacio, tropezó con un cuerpo apuñalado en el salón del trono: era el de Aben Comisa, muerto a manos del propio sultán, que había descubierto su traición.
Supongo que, si existe otra vida y se castiga en ella la maldad, no habrá suficientes castigos para el mayor traidor. Pero, aunque así sea, Aben Comisa ya reposa; hay hombres a quienes sólo la muerte, a duras penas, es capaz de frenar.
El rey de Bujía, unos meses más tarde, trató de recobrarla.
Los castellanos destruyeron sus tropas; él ha pedido refugiarse aquí, donde nos encontramos todos los destruidos.
Tanto que, si la indolencia no me desanima, pienso visitar en Agmat las tumbas del último sultán zirí de Granada y del último rey de Sevilla, desterrados allí, en el lejano Sur, cerca de Marraquech.
Precisamente a ese Almutamid, que se impacientaba ante la tardanza de la muerte, le he escrito una elegía, que bien podría aplicárseme.
“La noche anida silenciosa en el pecho de la mañana.
Cuando caiga, equiparará al camellero de África y al porquerizo de Castilla con el que más brilló en el alto cielo.
Añicos de tu corazón yacen en Córdoba y en Ronda; con Itimad se enterró el último.
Para tus herederos no hay herencia: ni trino, ni arrayán, ni limpia sombra, ni agua alegre.
Los cuervos te parecen, desde abajo, las aves de la misericordia.
La embriaguez de tu vida —caricia, espada y verso— se concluye en esta resaca.
Amar fue poseer: tu desafío no pueden mantenerlo manos cargadas de cadenas.
Pregunta a Silves, donde empezó el gozo, si te recuerda.
Aún las mismas palmeras se yerguen junto al mismo alcázar, la misma luna, el mismo río que reflejó la faz de Rumaiquiya.
Todo igual y sin ti, y tú igual y sin todo.
Entre la alberca y los jardines, cuántos palacios para nada.
‘Responde, Agmat’, repites.
‘¿Cabe en ti tal grandeza sin romperte?’
Respóndeme tú a mí: ¿se rompe acaso de dolor tu memoria, triunfante siempre del ansiado olvido?
Una certeza te apacigua sólo: en el Día de la Resurrección tus ojos se abrirán otra vez en Sevilla.
Pero para resucitar hay que morir: es lo que más deseas.”
Trípoli no ha tardado en caer ni tres meses. Los cristianos ya han puesto sus pies en África con fuerza. Y yo bien sé qué difíciles de parar son esos pies.
Hoy fue la fiesta del nacimiento del Profeta. Le he regalado a Amina el collar y el pectoral que, hace ya tantos años, encargué para Moraima, y que los joyeros granadinos no me enviaron hasta después de muerta. Nunca pude figurarme que unas alhajas produjeran semejantes transportes de alegría.
Hacer feliz a alguien quizá sea la forma más modesta —pero también la menos peligrosa— de acercarnos a la felicidad.
Dos estremecimientos recorren el mundo islámico. Para unos, es la esperanza de la unión de todas las fuerzas fraternales; para otros, el miedo a que el Gran Turco conquiste él solo reinos islámicos que son independientes.
¿Es que no han cesado todavía las fantásticas conquistas del Islam?
Para alivio de mis tribulaciones, los enemigos del sultán de Fez me instigan a una nueva ilusión. ¿Qué responderles?
Desde Bayaceto, que conquistaba Otranto mientras yo fui coronado por primera vez, hasta Selim, hay una sucesión de triunfos que asombra al universo. A Selim le llaman “el Torvo” o “el Feroz”: mató a su padre, mató a sus hermanos y a los descendientes de ellos, mató a tres hijos suyos.
Algunos hombres no saben hacer más que avanzar, no saben mirar más que adelante: ¿son por eso admirables?
No lo sé; quizá los pueblos, sin ellos, reptarían. ¿Qué no es turco a estas horas? A partir de Constantinopla, un renovado orgullo se despliega: Serbia, Anatolia, Irak, la Arabia Desierta, la Pétrea, la Feliz, y Egipto, y Medina, y La Meca y Belgrado.
La Cristiandad vuelve a perder el sueño y a temblar con su Papa a la cabeza. Ya Pío II, por temor, le ofreció a Mehmed la corona imperial si se convertía; ya Inocencio VIII, por temor, acogió en Roma al hermano de Bayaceto.
¿Pierde el sueño la Cristiandad con causa? ¿Se alegran con causa quienes piensan que pronto serán turcas la Berbería entera, y Sicilia otra vez, y Cerdeña, y otra vez Andalucía? Entre el estremecimiento de júbilo y el de alarma, me pregunto: ¿es lo turco lo islámico? Ya pasó para siempre la bienaventuranza de los omeyas y de los abasíes, ¿sobre qué, pues, si no sobre la fuerza puede fundarse el nuevo imperio? ¿O es que sentimos la religión como habría de ser sentida? ¿Impidió ella, apenas muerto el Profeta, que ya el tercer califa luchase contra el cuarto? Con razón el Profeta habló más de la guerra santa interior que de la exterior. ¿No lo escribió, hace siglos, Ibn Jaldún?: los árabes —y nosotros alardeamos de ser como ellos o ellos— son, entre todos los pueblos, los menos propicios a subordinarse unos a otros; ásperos, orgullosos y ambiciosos, todos quieren ser jefes; rara vez sus propósitos y aspiraciones las logrará concretar y transmitir un portavoz; sólo cuando la religión actúa sobre ellos, a través de sus santos y profetas, alguna disciplina mengua su rebeldía. Y entonces el orden religioso los sojuzga y aúna en organizaciones comunales, hasta que de nuevo surjan entre ellos los odios de las tribus.
Pero ¿se repetirán las circunstancias favorables? Lo dudo; la Historia no reincide. Las fuerzas interiores disgregadoras del Islam, la afirmación de los países y de las naciones, son demasiado potentes como para dar paso a una unión religiosa. Ah, sí: si nos uniéramos dominaríamos el mundo. Y de continuo alguien nos lo propone a gritos; pero ¿cuándo se ha conseguido encarnar ese ensueño?
Acaso permitirlo no está en los designios del Altísimo; puede que para todos sea mejor. Nuestro destino, apenas y por poco tiempo rebatido, es ser reyes de taifas.
Los demasiado poderosos no suelen ser muy hábiles; pero, aun aceptando que los turcos vinculasen a todos los musulmanes de modo continuado y convencido, ¿habría de alegrarme yo de que Granada volviese a ser islámica? Aunque se me restituyese el trono de la Alhambra, ¿qué tendría que ver yo con los turcos? Nuestra religión interviene, es cierto, en cada hora de la vida; pero ¿tanto como para que coincidan nuestras maneras de gozarla, de amar, de entristecernos, de contemplar el mar, de embriagarnos con la libertad o de movernos con la música? Abismos nos separan de los cristianos, pero quizá haya entre muchos de ellos y nosotros menos distancia que entre nosotros y los turcos. Granada no será nunca más Granada: nosotros, que la hicimos, lo sabemos muy bien. ¿Y puedo yo regocijarme de que los otomanos pisen la Vega y la Sierra Solera? En el nombre de Dios, como musulmán, sí; pero como andaluz, jamás. Y, en el fondo, más que otra cosa alguna en este mundo —y en el otro, si lo hay—, ¿qué soy, sino andaluz?
El amor —¿por qué no llamarlo valientemente así?— de Amín y de Amina ha levantado un tibio clima en torno mío. Pronto voy ha cumplir sesenta años. Me he ido quedando solo. Ellos se ocupan de allanar los obstáculos y las contrariedades que siempre existen alrededor de un extranjero viejo y solitario. Son, y lo digo con un conocimiento muy profundo, un ser único con dos cuerpos de sexos diferentes. Me mantienen vivo con sus risas, con su deseo auténtico de festejarme y agradarme, y, enamorados como están uno de otro, jamás persiguen fuera de esta casa lo que encuentran sobradamente en ella.
Nadie comprendería ni justificaría nuestras relaciones: ni las de ellos conmigo, ni las que gozan entre sí. Yo no aspiro a una comprensión tal: los hombres pocas veces entienden aquello que no sienten, pero, por el contrario, justifican lo que sienten sin el menor escrúpulo. Quizá ése sea mi caso; no lo sé; no voy a preguntármelo. Acepto el último obsequio de la vida como se acepta un postre jugoso y agradable; en él, contra lo que cualquiera podría imaginar, no hay ni la menor sombra de complicación.
Ignoro cuándo comenzaron ellos a ser amantes, y voy a continuar ignorándolo; también ignoro cuándo resolvieron, si es que hubo una resolución, ofrecerme su amor y requerir el mío. Todo ha sido el resultado de muchas noches apacibles en que hemos leído juntos, bebido juntos, aprendido juntos, compartido canciones y conversación. Son dos criaturas gentiles y dadivosas de sí mismas. Sé que habrá quien juzgue que, si me aman, es por mi fortuna. Se equivocan: mi fortuna, en su mayor parte, está ya en manos de mis hijos, y, aunque no me amaran, el resto habría de ser para estos jóvenes que iluminan mis noches y recrean mis días.
Ellos me dan más de lo que reciben. En ellos he encontrado una compensación y una tarea; alguien en quien depositar lo poco que aprendí, lo poco que obtuve de la vida, y la escasa capacidad de cariño, curiosidad y sorpresa que aún retengo. Eso no quiere decir que me aferre, por medio de sus manos, a la supervivencia. No me engaño.
He alcanzado algo que jamás supe lo que significaba: la serenidad, con todo cuanto acarrea de indiferencia y de resignación. Y sé que un postre, por gustoso que sea, lo único que puede hacer —no otro es su oficio— es concluir con dulzura una comida, y sugerir a los comensales que ha llegado la hora de levantar la mesa. Esa hora no la esquivo, ni la apresuraré. Ya me han cansado las iniciativas.
Fui a la batalla del sultán y he regresado vivo. Más de una vez lo he escrito aquí: todo me ha traicionado, hasta la muerte. No ha querido concurrir a la cita que le propuse; me rehuyeron las espadas y me evitaron los enemigos, acaso porque no lo eran míos. Ella me dio la espalda. De nuevo me someto a lo que no logro entender.
De ahora en adelante, no tendré otra tarea que aguardarla. Cuando la muerte llega a su hora —no a la que la citamos— es uno de los nombres de Dios. No hay fuerza ni poder sino en Él, el Excelso, el Omnipotente, el último heredero de la Tierra.