Read Arrebatos Carnales Online

Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (50 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
7.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El día 10 de febrero fuimos al banco para retirar fondos, de modo que María Antonieta pudiera adquirir los dos boletos en la Compañía Francesa de Navegación para regresar a México. Todavía ten" dría que tramitar las visas respectivas en el consulado mexicano e ir a Burdeos por el pequeño Donald Antonio. Regresó tarde, muy tarde, tratando de despertar una escena de celos en mí cuando yo sólo esperaba el momento de acompañarla a la Gare du Nord a tomar el tren rumbo a El Havre. ¿No resultaba increíble que una mujer tan rica, al extremo de poder financiar una buena parte de mi campaña electoral, se hubiera quedado en la miseria, y que yo —¿quién era yo económicamente?— tuviera que poner de mis escasos ahorros para pagar el viaje de regreso? ¿No era irritante el tema? María Antonieta Rivas Mercado, la niña mimada, la poderosa y envidiada heredera, la mujer multimillonaria no tenía ni para invitarme un par de
café-creme
en el bar más pobre de París. Si no hubiera sido por mí, Antonieta hubiera tenido que pasar la noche en una buhardilla en los alrededores del mercado de pescados y mariscos cerca del Boulevard Saint Germain. ¿Tener que cargar con ella y el chamaco en lugar de contratar a un linotipista para
La Antorcha
? ¿Gastar en su comida y en su alojamiento y no en rentar una mejor oficina con lo caro que resultaba un metro cuadrado? Definitivamente había dejado de ser una socia atractiva en todos los órdenes de la palabra y, lo peor de todo, el contacto con su piel no me producía la menor emoción. El lenguaje de la carne también se había extinguido. Su perfume ya no me decía nada, como tampoco me inspiraba su cabellera ni me llamaba la atención contemplar esquivamente el nacimiento de sus breves senos. Toda curiosidad se había agotado cuando es evidente que en las relaciones de pareja ambos desean saber hasta los mínimos detalles de la vida de la otra parte. ¿Cómo pasaste el día? ¿Qué fue de ti? ¡Cuéntame, quiero saber! A lo dicho: la curiosidad y el deseo habían desaparecido de la misma manera mágica en que habían llegado.

En ocasiones se desea sentir aun cuando se entienda que en el mundo de las emociones la razón no gobierna. De acuerdo, sólo que yo había llegado al extremo de ni siquiera desear. Es más, su presencia me agredía como puede acontecer con cualquier pareja, pero eso sí, insisto: mi amor no se acabó junto con su dinero, simplemente se erosionó porque sí. ¡Cómo nos hubiéramos divertido, en otro orden de ideas, si Antonieta hubiera tenido millones de francos para comprar un piso con vista al Sena y me hubiera prestado para comprar una imprenta! ¡Jamás hubiéramos vuelto a México! Nunca imaginé que, mientras yo la esperaba en la calle para ir a cenar, ella entraba en mi habitación para tomar la pistola. Se llevó el arma para esconderla en su baúl, al fondo de la escasa ropa que había traído de Burdeos. En la noche, a solas, escribió la siguiente nota dirigida al cónsul Arturo Pani:

Antes de mediodía me habré pegado un balazo... Le ruego cablegrafíe (no lo hago yo porque no tengo dinero) a Blair y a mi hermano para que recojan a mi hijo... Mi hijo está en Burdeos: 27, rue Lechapellier con la familia Lavigne... Me pesó demasiado aceptar la generosa ayuda de Vasconcelos al saber que facilitándome lo que necesitaba, le robaba fuerza... De mi determinación nada sabe, está arreglando el pasaje. Debería encontrarme con él a mediodía. Yo soy la única responsable de este acto con el cual finalizo una existencia errabunda.

En la mañana del 11 de febrero de 1931, Antonieta entró a mi habitación. Me informó que no regresaría a México por ningún concepto y que aceptaría un sueldo de taquígrafa en mi revista. Me negué alegando que una mujer con su talento literario y con su sensibilidad artística no estaba para tomar dictado ni para copiar textos. Le pedí que regresara a México para arreglar sus asuntos y que volviera en paz sin mayores complicaciones judiciales, una vez resueltos los pleitos con los acreedores hipotecarios, entre otros tantos más ... ¡Cuántos créditos había solicitado entregando sus fincas como garantía para hacerse de dinero líquido a fin de financiar mi campaña! ¡Qué problema convencer a los bancos de las ventajas de una redocumentación! Sí, sí, que fuera a México y que dejara en orden sus asuntos con la esperanza de poder hacerse de más fondos para financiar ahora
La Antorcha
, la gran causa de la libertad y de la democracia mexicana e hispanoamericana.

—Me voy a suicidar, José...

Sin creerle, contesté sin mayores aspavientos:

—Pareces una niña caprichuda que ha perdido su juguete. Tu padre no está ni podría estar para resolver tus problemas. Enfrenta la realidad y trabaja. Aprende de una buena vez por todas a manejar la adversidad.

—Estoy hablando en serio, José.

—¿Ah, sí? —repuse enojado pero sin ponerme de pie para no dar tanta importancia a la escena—, en ese caso debes saber que quien se suicida antes que nada es un cobarde, un gran cobarde que se va por la puerta falsa sólo porque no es capaz de enfrentar sus responsabilidades y un tonto por no saber resolver los problemas que él mismo originó... Sólo los tontos y los cobardes se privan de la vida...

María Antonieta sonrió con una mueca de resignación y cansancio.

—Arréglate y vámonos a desayunar. Te espera un delicioso
croissant
relleno de chocolate —argüí en tono desenfadado.

Momentos después de nuestro obligatorio
café-creme,
nos separamos para cumplir con una cita contraída en el banco. María Antonieta tomó un taxi rumbo al hotel. Quedamos de encontrarnos de nueva cuenta en un famoso café del Boulevard des Italiens, a la una de la tarde. Almorzaríamos juntos. De sobra sabía yo que ella ordenaría una ensalada Nicoise con una doble ración de atún y una copa de Chablis bien frío. No me imaginaba lo que acontecería ese día...

Al llegar a su habitación, María Antonieta se dio un prolongado baño de tina; acto seguido se vistió con un deslumbrante traje de seda negra, adquirido en los años de bonanza, la prenda más elegante de que disponía. A continuación sacó cuatro objetos de su baúl: un abrigo y un sombrero del mismo color del que caía un velo muy corto que no le cubría todo el rostro; una pequeña bolsa de terciopelo y, desde luego, mi pistola .38 recortada. Una vez arreglada, se comunicó telefónicamente con Arturo Pani, cónsul de México, para ratificarle que había decidido ejecutar el suicidio esa misma mañana. La voz del diplomático suplicándole que lo esperara dejó de escucharse cuando ella abruptamente colgó la bocina. Tomó un papel, con el nombre del hotel impreso en la parte superior, para escribir lo siguiente: «En este momento salgo a cumplir lo que te. dije; no me llevo ningún resentimiento; sigue adelante con tu tarea y perdóname. ¡Adiós!»

A pie se dirigió a la isla de la Cité. No tenía mayor prisa en llegar a la catedral de Notre Dame, dedicada a María, madre de Jesucristo, Nuestra Señora, que tantas veces visitamos juntos deleitándonos, en uno de los escenarios góticos más hermosos del mundo, con los conciertos de órgano o con la
Misa Solemnis
de Beethoven o el
Réquiem
de Mozart. En ese momento no estaba ella para poner atención en el Sena, apacible y helado, ni le importaba el frío invernal que azotaba París con una dolorosa severidad. El cielo gris, congestionado de nubes densas, parecía caerse de un momento a otro, como si se tratara de un negro presagio. El viento no soplaba. La luz era mortecina. Antonieta caminaba y evaluaba su vida sin destino ni justificación alguna. En México sería arrestada por plagio, encarcelada por falsificadora y secuestradora de menor, además de otra serie de acusaciones como el desacato a un mandato de autoridad, entre otros cargos penales no menos graves. ¿Antonieta Rivas Mercado en prisión? ¿La multimillonaria mimada supuestamente por la vida tras las rejas? ¿Así saldría su foto en la primera plana de todos los diarios del país? ¿El hazmerreír de la sociedad mexicana, eternamente holgazana, morbosa, agiotista y apática? No tenía recursos ni para contratar a un buen abogado ni menos para hacer frente a la catarata de deudas contraídas. La miseria y el desprestigio también la esperaban tan pronto descendiera por la escalinata del barco en el puerto de Veracruz. Albert Blair le arrebataría para siempre a su hijo Donald Antonio. Perdería la patria potestad. Sus hermanos, Mario y Alicia, la despreciaban por inmadura, torpe, irresponsable, derrochadora, dispendiosa y despilfarradora. ¿Cuál era la idea de apostarle todo a un hombre casado, incapaz de divorciarse, sin futuro, inmoral por lo que se sabía de sus amantes, a quien únicamente lo movía la fortuna de María Antonieta? Ese mal bicho, repetía Mario hasta el cansancio, se parece a las palomas de las plazas públicas europeas, son juguetonas y simpáticas siempre y cuando no se te acabe el maíz de las manos para que lo coman a placer. Cuando el alimento se acaba simplemente vuelan y se apartan dejándote picoteado y lleno de mierda y lodo...

¡Qué palabras tan sabias! ¿Dónde estaba su papá para ayudarla en la peor coyuntura de su existencia? ¿Talentos? Los tenía de sobra y, sin embargo, jamás había sabido ni podido lucrar con sus enormes fortalezas. Sabía escribir pero nunca rebasaría el círculo infernal de la mediocridad. ¿Pintar, bailar, dedicarse a la filantropía desde la miseria, traducir obras clásicas, ejercer la política, sacar fotografías? ¿Una nueva pareja en caso de quererla? ¿En la cárcel...? Todo era inútil. Ningún tema le despertaba interés ni le producía la menor emoción... ¿Qué tal entonces un impacto de bala sonoro, estridente, escandaloso para llegar de inmediato al reino del eterno silencio? Ahí no había angustias ni dolores ni pesares ni insolvencia ni celos ni pasiones incontrolables. Con qué facilidad se resolvía todo: un simple balazo y ya. A otra cosa. No tendría nada qué discutir conmigo ni suplicarme el empleo de taquígrafa, ¿ella taquígrafa?; ni le arrebatarían a su hijo ni existirían prisiones ni hambre ni pánico ni sociedad ni dolor ni rabia ni impotencia ni nada de nada de nada...

Al entrar por la imponente fachada principal se desplazó como una parisina que ya no se sorprende por la belleza de los monumentos de la Ciudad Luz. Olvidó nuestras conversaciones en torno a Quasimodo, quien se había enamorado de una gitana conocida como Esmeralda, y no volvió a imaginar la coronación de Enrique VI durante la guerra de los Cien Años o la de Napoleón Bonaparte, emperador de Francia, acompañado por su esposa Josefina de Beauharnais, quien lo engañaba en sus largas ausencias militares hasta con el jardinero de su residencia. Tampoco pensaría en la beatificación de Juana de Arco ni en el montaje de estos apoteósicos escenarios. No había tiempo ni interés en hurgar en su mente confundida para rescatar recuerdo alguno. ¿Qué sentido tenía? Si ella había apostado todo a mi causa y a mi persona y ahora empobrecida yo no la quería ni siquiera de taquígrafa... En la vida se apuesta y se gana y se pierde: ella perdió al igual que yo, pero yo nunca pensé en quitarme la vida. Todavía tenía mucho qué decir y hacer...

Recorrió el pasillo principal hasta sentarse en la primera banca, en la nave central, de cara al Cristo Crucificado. ¿La perdonaría el Señor por quitarse la vida que Él le había dado? Ya tendría tiempo de discutirlo en el más allá si es que para ella había más allá y si es que había Dios, Señor, vírgenes, ángeles, arcángeles, santos y beatos. Sentada y sin quitar la vista de Cristo introdujo su mano derecha en el bolso. Sintió helada el arma. El frío de París también la había congelado. Se cubrió el rostro inclinando el sombrero y encorvándose de tal manera que nadie pudiera advertir sus intenciones. Tomó la pistola por la cacha, puso el dedo en el gatillo y la extrajo lentamente hasta colocarse el cañón en dirección al corazón. Imaginó el rostro comprensivo de Jesús y disparó sin más, permaneciendo inmóvil unos instantes antes de precipitarse al piso. El balazo produjo un eco siniestro en la casa de Dios. Los sacerdotes salieron aterrorizados de los confesionarios y de la sacristía temiendo que Lucifer hubiera violado el sagrado recinto, sólo para encontrarse con una mujer muerta tirada en el suelo, con rostro angelical, rodeada de un espeso charco de sangre. ¡Qué gratificante y contagiosa expresión de paz ostentaba María Antonieta! La había conquistado a pulso.

«Las puertas de Notre Dame permanecieron cerradas toda la tarde del miércoles 11, mientras era reconsagrada con mucha prisa (con un ritual de purificación que ofreció el canónigo Fauvel...) pues al día siguiente tenía que celebrarse un Tedeum solemne por el noveno aniversario de la coronación de Pío XI.» Cuando la policía encontró la llave del hotel en su bolsa, fue muy fácil dar conmigo. Sorprendido por el precio de una tumba personal, pedí el costo de una fosa común. Era gratuita. Me sentí entonces obligado, quién sabe por qué, a pagar aun cuando fuera por cinco años el importe de una sepultura personal para María Antonieta. Ni hablar. En 1936 caducaría la concesión de su tumba y si sus restos no eran reclamados por la familia, serían trasladados a la fosa común, de acuerdo con lo estipulado en el contrato. Según supe después, su osamenta fue a dar efectivamente a una fosa común, nadie se acordaba de ella, miserables malagradecidos, mientras ya se escuchaban en España los tambores del fascismo, sonido que llamaba en forma poderosa mi atención por las ventajas que podría representar su imposición en México. Hitler llevaba tres años en el poder. Yo podría abanderar el nazismo en México y catapultarme hasta la presidencia de la República. ¿Ya no estaba Antonieta? No importaba, siempre habría otras herramientas para conquistar el poder...

Después del suicidio de María Antonieta viajé, troté por el mundo, escribí, divagué hasta que en septiembre de 1932,por los días en que Ortiz Rubio, presidente de México impuesto por Calles, presentó su renuncia presionado por el mismo a quien le debía el puesto, me vi obligado a suspender la publicación de
La Antorcha
ante la imposibilidad de cubrir siquiera los gastos, para ya ni hablar de las utilidades con las que soñé infructuosamente durante mucho tiempo. Bienvenido el mal si viene solo. Además del suicidio de mi amada y de la quiebra de mi revista, en 1933 fui brutalmente expulsado de mi propio partido, el Nacional Antirreeleccionista, el instituto político que lanzó mi candidatura para la presidencia de la República, con el argumento de que yo había perdido la razón y me había instalado en la locura. ¡Habráse visto semejante injusticia! Nunca me he encontrado a un mexicano bien agradecido. La hierba mexitl es una hierba maldita y venenosa que se daba en las orillas del Lago de Texcoco, precisamente en el lugar donde los aztecas fundaron su imperio. De ahí, de esa hierba maldita, deriva el nombre
mexica
, México y sus habitantes mexicanos, malditos y venenosos por definición.

BOOK: Arrebatos Carnales
7.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Invitation to Ruin by Bronwen Evans
Sharing Freedom by Harley McRide
A Place of Hiding by Elizabeth George
Sixty Lights by Gail Jones
The Devil's Serenade by Catherine Cavendish
The Super Mental Training Book by Robert K. Stevenson
Taste of Reality by Kimberla Lawson Roby