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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (49 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Claro que en mi Plan de Guaymas yo establecí que volvería al país a hacerme cargo del mando tan pronto como hubiera un grupo de hombres libres, armados, que estuvieran en condiciones de hacerlo respetar. Pues bien, uno de esos hombres «libres y armados» que se decía vasconcelista a toda honra, el famoso Daniel Flores, disparó el 5 de febrero de 1930 a la cabeza del presidente Ortiz Rubio cuando éste se disponía a abandonar la ceremonia de toma de posesión como presidente de la República. Este generoso cristero amante de la verdad electoral, le disparó a quemarropa, desde afuera del automóvil presidencial, a Ortiz Rubio, hiriéndolo en la cara: la bala le destrozó la mandíbula y salió por el lado opuesto. Su mujer y su sobrina, esta última su amante y futura esposa ante los ojos de Dios, muy a pesar del nexo familiar, salvaron milagrosamente la vida. La Iglesia le había mandado otra señal muy clara a Calles para que entendiera que esta institución divina ni se dejaba intimidar ni sería jamás vencida. José de León Toral no había fallado cuando asesinó a Álvaro Obregón gracias al apoyo espiritual de la madre Conchita y del padre Jiménez. Daniel Flores, a quien detuvieron días después de que hubiera desaparecido la gloriosa Asociación Católica de la Juventud Mexicana, falló en el intento sólo para aparecer un tiempo después brutalmente asesinado en su celda a manos del Procurador General de la República, bajo las órdenes de Ortiz Rubio. Daniel Flores fue asesinado en prisión, es decir, martirizado, por lo que siempre he esperado que su sacrificio sea recogido algún día por la Santa Sede, de tal manera que su imagen sea adorada por siempre y para siempre en los altares mexicanos. El presbítero Gregorio Romo bendijo la pistola de Daniel y ni así pudo hacer blanco en la cabeza del Jefe de la Nación. Dios por alguna razón quiso proteger al Nopalito, siendo que nosotros, los humildes mortales, estamos incapacitados para escrutar y criticar sus elevados designios. Daniel Flores trató de asesinar a Ortiz Rubio para que yo ascendiera a la presidencia de la República, un reconocimiento a mi éxito incuestionable en las elecciones pasadas. Fui derrotado por la canalla, pero en mi fuero interno siempre supe que Dios estaba conmigo, que yo era su apóstol, que yo era su querido nazareno, su profeta y que, tarde o temprano, recibiría de sus sacratísimas manos las herramientas para rescatar a México de la barbarie y de las luchas civiles, sangrientas y devastadoras. Yo simplemente seguiría la luz y recorrería la senda marcada por Quetzalcóatl. Si además aceptaba mi derrota, podría despertar la sospecha de que había tomado parte en la contienda electoral para servir de palero. ¿Palero yo...?

Pero las calamidades continuaban y se sucedían las unas a las otras. En abril de 1930, María Antonieta ingresó clandestinamente al país al saber que su hijo, Donald Antonio, había pasado al poder de su padre, según una resolución judicial; que el juez había absuelto a Blair de la demanda de divorcio por abandono de hogar, habían sido revocadas todas las partes alusivas a la pensión alimentaria y anulado el pago de los cuarenta mil pesos pedidos por Antonieta como compensación por los gastos de su estancia en Europa. Había perdido el amparo. La sentencia le prohibía también salir del país sin la autorización de Blair, mandamiento que igualmente alcanzaba al pequeño Antonio. No me costó ningún trabajo sospechar que Calles había influido en esta determinación porque de sobra sabía, como lo sabía todo México, de mi relación con María Antonieta. Tenía en sus manos otra hermosa posibilidad para lastimarme. Desesperada, logró hacerse de dos pasaportes británicos, mismos que utilizó en el mes de julio, para huir del país una vez secuestrado su hijo, con quien llegó a Nueva Orleans a bordo de un avión facilitado por unos amigos. Semanas después se embarcaría rumbo a Francia en donde me esperaría en un humilde departamento de Burdeos para tratar de rehacer nuestras vidas.

Si María Antonieta me desconcertó cuando viajó sorpresivamente a Estados Unidos al final de mi campaña, el hecho de que secuestrara a su hijo, obtuviera dos pasaportes falsos y huyera rumbo a Estados Unidos y .de ahí zarpara a Francia, esta .actitud desequilibrada me desconsoló, me agobió, me confundió por desentrañar de su conducta decisiones suicidas que sin duda le acarrearían males mucho mayores. Jamás olvidaré aquellos días cuando hablábamos de viajes después de hacernos el amor como salvajes y ella me hacía saber lo feliz que sería si pudiera morir en el interior de la nave central de la catedral de Notre Dame, en París. ¿No te parece; Pepe, mi amor, que ningún lugar es mejor para terminar de vivir que la catedral de Notre Dame?

Una vez instalada en Burdeos en condiciones de pobreza, dolorosas y humillantes para una mujer de su historia económica, empezó a redactar un diario que contenía este tipo de anotaciones: «Imagino las reflexiones de Vasconcelos en caso de que cayera en sus manos una de las cartas que me ha estado mandando el oficial aquel del barco. Insiste en que le otorgue otra cita de plena sensualidad; no me arrepiento de lo que hice, pero no le he contestado. ¿Le dolería verdaderamente a Vasconcelos saber lo que pasó?... El oficial de marras es un macho hermoso acostumbrado a causar placer. Presiento, sin embargo, que allá en el fondo tendría que darse cuenta de que una traición de la carne de nada altera la identidad de dos almas». «La irritabilidad, exagerada antes de este periodo, ha sido sustituida por trastornos más hondos que amenazan la médula misma de mi equilibrio y que no son de superficie, sino de sustancia.» Cerca de la Navidad, la situación se complicó: no había llegado la remesa y tampoco ninguna explicación al respecto. ¿Se trataría de algún error, de algún embrollo pasajero...? La realidad es que sus fondos estaban congelados, embargados o simplemente ya no existían... Lo poco que tenía lo dilapidaba sin poder poner los pies en el mundo terrenal. Algo parecido me sucedía a mí: peso o dólar que me ingresaba llegaba a quemarme las bolsas. O los gastaba o perecía. En mi coraje y confusión decidí no escribirle a María Antonieta en casi seis meses, hasta que resolví viajar a Europa a principios de enero de 1931, propósito que le expliqué por carta de modo que pudiéramos reunirnos en París y arrebatarnos la palabra con tal de conocer el detalle de nuestras vidas en el último medio año. Ella escribió en su diario: «Él necesita de mí más que yo de él, y lo sabe. Tengo el encanto de un espíritu poco común, una belleza cuyo sabor espiritual y exótico retiene y un cuerpo cuya pasión potencial exalta».

Mi objetivo prioritario en París consistía en publicar una revista para divulgarla en el mundo de habla hispana, de ser posible, con la colaboración de Antonieta, pero eso sí, prescindiendo de toda relación personal con ella. Por supuesto que María Antonieta no me esperaba al pie de la escalinata del barco en el puerto de El Havre, por lo que me dirigí directamente a París para hospedarme en el hotel Place de la Sorbonne. Como no podía soportar mi soledad, llamé a una antigua amante, Consuelo Sunís, quien estaba a punto de casarse con el conde Saint Exupery.

Una vez a su lado —dicho sea lo anterior sin la menor emoción—, Antonieta me informó cómo remataba las escasas alhajas que todavía mantenía en su poder y cómo ordenaba a su hermana Alicia malbaratar las que había dejado en México. Lo importante era hacerse de dinero no tanto para sobrevivir, sino para volver a disfrutar su dilapidación como si todavía fuera una mujer rica, hasta que llegó la ruina total. Carecía de recursos ya no sólo para financiar el lanzamiento de la revista, sino para su propia supervivencia y la de su hijo, por la que no podría ni comprar un pasaje de tercera clase a fin de volver a México. Me extendió el ejemplar terminado con el relato de mi campaña electoral. Un compendio maravilloso, una auténtica prueba de amor. ¡Qué gran escritora era María Antonieta, qué manera de consignar todos los colores, ambientes y sonidos, qué estilo para narrar un acontecimiento! ¡Era dueña de un gran talento para describir al mexicano y palpar con las manos sus esencias! Hablamos largo rato de su obra y su excelente calidad como escritora, así como de la habilidad narrativa y la portentosa imaginación que poseía, sí, pero yo no me atrevía ni sentía el impulso de expresar ternura, a la cual, sin duda alguna, estaba obligado. ¿Cenar para festejar? ¡Ah, sí, iríamos a festejar...! De pronto, la intimidad de la habitación comenzó a asfixiarme. Sentía que ella esperaba algo de mí que yo ya no podía darle, sobre todo cuando descubrí las condiciones de miseria en las que estaba viviendo, y más aún cuando supe que carecía de fondos para financiar mi revista. Yo sólo pensaba en saber a la brevedad cuánto costaba un par de pasajes en, el próximo barco que zarpara rumbo a Veracruz, y si todavía había alguna cabina vacía. Mientras mi mente viajaba por otras latitudes, completamente alejadas de su realidad, ella esperaba de mí una declaración de amor como: «¡Cuánto te he extrañado! ¡Cuánto te quiero! ¡Te amo! ¡Te necesito! ¡Sin ti no puedo vivir!», pero yo carecía de energía incluso para mentir...

¿Cómo dar lo que no se tiene? ¿Cómo entregar aquello que ya no existe? ¿Cómo complacer cuando se tienen las manos vacías y la piel ya no dice nada, cuando el perfume antes anhelado hoy irrita y la caricia arremete; cómo, si la súplica enfurece y el dolor del otrora ser querido ya no despierta preocupación ni angustia? Yo la miraba enjuta, débil, pálida, demacrada y con los ojos hundidos, sus pómulos salientes, abatida, desesperada y extraviada. Para mí era claro lo que implicaba su regreso a México: su marido la haría encarcelar por haber violado una sentencia judicial inatacable y haber pasado por alto lo dispuesto por la ley; ella había secuestrado a un menor, abandonado el país sin su autorización y utilizado pasaportes ilegítimos falsificando su firma... sabía que, al poner un pie en México, perdería la custodia de su hijo, y que estaba, además, en bancarrota. Asimismo conocía el desprecio que le dispensaban sus hermanos, así como una buena parte de la sociedad que conocía nuestra relación adúltera, dado que ninguno de los dos nos habíamos divorciado de nuestros respectivos cónyuges. ¿Qué le esperaba en México? La cárcel, la miseria, el despojo de los escasos bienes que todavía le quedaban ante su notable insolvencia, la pérdida de la custodia de Donald, a quien tal vez no volvería a ver nunca más y, por si todo lo anterior fuera insuficiente, junto con el desprecio social todavía tenía que soportar los desequilibrios nerviosos que la torturaban sin piedad. Yo advertía que todo esto le ocurriría a María Antonieta al poner un pie en México y, sin embargo, me urgía conseguirle un par de boletos que obtendría con el dinero pagado por mis conferencias para que zarpara a la brevedad rumbo a su destino final. Si no cabíamos los dos en París, menos, mucho menos, íbamos a caber en una reducida habitación en la que a los amantes apasionados les sobra espacio.

Descubrí en su rostro las huellas de otra crisis nerviosa, similar a la padecida cuando se hizo pública la noticia de mi derrota electoral. No era la misma mujer entusiasta del inicio de mi campaña por la presidencia. No. Estaba demacrada, abatida. Reía, si acaso, con alguna dificultad. Su sonrisa. no era espontánea, bueno, ella ya no era espontánea ni natural. La encontraba ajena, apartada, fría, lejana, como si se tratara de una persona que sólo espera la llegada de un telegrama para ausentarse. Ya todo estaba decidido, sólo faltaba una confirmación y ésta se produjo cuando María Antonieta me preguntó, cuando caminábamos entre las calles del Barrio Latino:

—Dime si de verdad, de verdad, tienes necesidad de mí. Seguimos caminando sin rumbo fijo entre los callejones de Saint-Severin. Ante mi sorprendente silencio, ella insistió:

—Te hice una pregunta, Pepe.

Al sentirme sin alternativa posible, le disparé a quemarropa:

—Ninguna alma necesita de otra —aduje con el ánimo de evitar cualquier personalización—. Nadie, ni hombre ni mujer necesita más que a Dios. Cada uno tiene su destino ligado con el Creador.

Antonieta sintió que un estilete florentino la penetraba por la espalda. No volvió a hablar. Se negó a contestar mis preguntas. Interrumpió cualquier comunicación para caer en un gravemutismo. Me ignoró. Todo parecía indicar que una decisión radical dependía de mi respuesta. Se dirigió como si caminara sola rumbo al hotel. Se desplazaba como un fantasma a veces mirando al suelo y otras tantas al cielo o a los pequeños edificios circundantes. ¿Respiraría? En ningún momento se detuvo para encararme. Nunca me reclamó mi actitud ni solicitó explicación alguna. Todo había sido dicho. Si hubiera podido gritar me hubiera dicho: ¡Vete con tu santo Dios a la mierda!

Al llegar al hotel tomó el ascensor y, sin despedirse, desapareció hasta perderse pisos arriba.

Al día siguiente se presentó en mi habitación con la misma actitud de los días anteriores. Hablamos de la revista. Dejamos de lado cualquier situación personal. Discutimos sobre el origen etimológico de una palabra. No coincidíamos. Ajeno a sus intenciones le pedí que buscara en el diccionario que yo había colocado en unos anaqueles. Mientras ella cumplía con su cometido, yo continué calculando los fondos necesarios para mantenerme en París por un largo plazo y para medir las posibilidades de financiar por lo menos durante un año la revista
La Antorcha
. Las cuentas no me cuadraban. Mis planes se derrumbaban. Mientras pensaba en fuentes alternativas de financiamiento, no recordé que había guardado mí pistola .38, recortada, precisamente atrás de los libros. Si Calles mandaba por mí no me iría solo al otro mundo. Por lo menos me llevaría a un par de sicarios conmigo al viaje sin regreso... La posesión de un arma me parecía indispensable. No supuse que María Antonieta la encontraría ni menos que diera con el vocablo buscado y regresara a la pequeña mesa sin hacer el menor comentario. Más tarde entendí el sentido de la sonrisa sardónica dibujada en sus labios cuando volvimos a tomar la conversación y, peor aún, recuerdo la expresión de su rostro en el momento en que tomé la llamada de mi amante francesa, Consuelo Sunís, quien me solicitaba un nuevo encuentro amoroso después de ir a cenar esa misma noche a un restaurante cercano a la Place Vendórne. Obviamente me negué, pero Antonieta se percató perfectamente bien de mi incapacidad de desperdiciar una sola noche sin estar acompañado de una mujer. Sin embargo, se cuidó de exhibir la menor señal de celos ni mostrar desilusión ni coraje. Nada. Cualquier manifestación sentimental resultaba inútil. Es más, en esos momentos ya todo le resultaba igualmente inútil, sólo que yo lo desconocía...

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