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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (48 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Finalmente, el día de las elecciones las tropas militares patrullaron las ciudades más importantes de la República. Fueron acuartelados más de doce mil soldados. Se trataba de inmovilizar a la víctima, o sea a México, para zurcirla a puñaladas haciendo todo tipo de cochupos a través de las urnas. El fraude fue escandaloso. En aquellos lugares donde el vasconcelismo se había enraizado con ejemplar ferocidad, no se distribuyeron credenciales ni papeletas para votar y en muchas ocasiones ni siquiera abrieron las casillas electorales porque los funcionarios encargados de su operación, o habían sido comprados o desaparecidos o secuestrados con los más diferentes pretextos. En mis recorridos, seguido de cerca por soldados que me amedrentaban simulando protegerme, pude observar cómo las casetas se habían instalado el domicilios distintos a los señalados en la prensa, o bien, dimos con una enorme cantidad de votos falsificados o nos encontramos con que dichas casetas habían cerrado mucho antes de la hora fijada. ¡Ése era el callismo a su máximo esplendor, el verdadero futuro de México si el PNR se eternizaba en el poder, la corrupción en su apogeo, la putrefacción del país, la descomposición social! No pude sino enfurecerme cuando descubrí cómo se ejecutaban multitud de asaltos armados gracias a los cuales los pillos se robaban las cajas con los votos en aquellos lugares en donde la simpatía por mi campaña era francamente arrolladora. Baste decir que en el Distrito Federal diez mil personas protestaron en el Palacio de Justicia, porque con arreglo a diferentes pretextos, ni siquiera se les había permitido llegar a las respectivas casillas.

Mis temores respecto a la suscripción de un
tratado
de paz entre el gobierno y la Iglesia (el famoso
modus vivendi
no pasó de ser un acuerdo verbal) finalmente se materializaron: yo tenía cifradas las esperanzas en que la rebelión cristera pudiera continuar hasta después de las elecciones de noviembre de 1929, de tal manera que la Iglesia pudiera hacer causa común conmigo, apoyándome en otro levantamiento armado, éste de carácter político, del cual yo pudiera resultar electo como el primer presidente cristero de México; sin embargo, en junio de 1929 Morrow ejerció su conocida influencia hipnótica en Calles y, a modo de un gran diplomático, sentó a la mesa de negociaciones al gobierno y a la Iglesia, representada por Pascual Díaz y por Leopoldo Ruiz y Flores, para llegar a la solución de un severo problema del que difícilmente podrían resultar vencedores o derrotados. El hecho real es que el
modus vivendi
me restaría mucho poder explosivo de cara a una revuelta militar a estallar cuando se declarara el triunfo de Ortiz Rubio. ¡Qué orgullosa podría haber estado mi madre si yo hubiera defendido la religión católica con el lenguaje de las armas! Ella, que no pudo equivocarse en su lecho de muerte, al dejarme este recado: «...A Pepe, que nunca olvide a Dios nuestro Señor».

Dwight Morrow, con quien en ocasiones almorcé en el más sigiloso secreto durante mi campaña, me ofreció la rectoría de la Universidad Nacional siempre y cuando yo reconociera el triunfo de Ortiz Rubio. ¿Quién era este impertinente enviado del imperio yanqui para ofrecerme cargos en el propio gobierno mexicano? ¿Cómo se atrevía? ¿No se trataba de una muestra inequívoca de sus poderes? Hubiera sido una canallada aceptar esa posición desde la que, en efecto, habría podido cambiar el rostro de México. De haber accedido me hubiera entregado a una cáfila de bandidos, me habría hecho cómplice de unos rufianes que entendían el servicio público como la dorada oportunidad de enriquecerse desfalcando el tesoro de la nación. Rechacé cualquier oferta. Entre persecuciones, odios y amenazas, el ambiente de terror en el que se desarrollaba la campaña electoral sufrió otra terrible puñalada por la espalda: María Antonieta había huido, sí, huido a Estados Unidos. Yo la necesitaba a mi lado y no en Estados Unidos, movida supuestamente por el deseo de hacerse de fondos para mi Candidatura. No le entendí. Me confundió. Ella misma me confesó a través de una carta:

Pues bien, esta mañana comprendí que ese anhelo de triunfo en México, de fuerzas buenas que nos darían una oportunidad de trabajo, se me caía de la voluntad como fruta demasiado madura... Además, siento otra cosa: que, abandonada por primera vez a mis propios recursos y posibilidades, estoy aquí donde yo puedo tener sentido. He dejado tras de mí la tierra de angustia que es la nuestra, donde yo estaba cogida en la trampa de la pasión política, y no siento la menor inclinación a seguir dándole albergue.

El 28 de septiembre, después de falsificar la firma de su esposo para poder salir del país, cruzó la frontera por Ciudad Juárez, una vez encargado su hijo a su hermana Alicia. Fue una pequeña venganza, lo sé. ¿Los celos empezarían a devorarla? Durante la última entrevista que sostuvimos en Chihuahua, no logró convencerme de su decisión. El malestar me impidió hacerle el amor...

Si bien pude despedirme de ella, me costó trabajo asimilar el abandono de su hijo, para ya ni hablar de la falsificación de la firma de su marido. Le deseé suerte en la redacción de su futura novela:
La que no quiso ser
, que con el tiempo se refundiría en otra:
El que huye
, que comenzaría a escribir en Burdeos en enero de 1931, un mes antes de suicidarse. Tenía otra asignatura pendiente: escribir un artículo sobre
la Malinche
y otro sobre Sor Juana. Algún día tendrán que aparecer a la luz pública.

Como si la batalla política que estaba yo librando fuera insuficiente, todavía me llegó el comentario de que María Antonieta había conocido en la Universidad de Columbia a un poeta español conocido como Federico García Lorca, de quien se había enamorado perdidamente. No tardó en decepcionarse al descubrir que se trataba de un homosexual, es decir, de un
putete
. Otro más aparte de Rodríguez Lozano. Fracasó. Fracasó en ambos casos, de la misma manera en que había fracasado con Albert Blair y con el propio Diego Rivera, otro que jamás la tomó en serio, como fue el caso de este último con Tina Modotti y la propia mujer de León Trotsky. María Antonieta estaba condenada, por lo visto, a vivir sola y a morir sola y a no alcanzar nada en la vida. Sus afanes amorosos se desvanecían como papel mojado. Yo, por mi parte, continuaría en contacto con ella. La amaba, o creía hacerlo, pero más admiraba su esfuerzo por conquistar las metas que ambos nos habíamos propuesto. Finalmente, ¿para qué es el dinero sino para gastarlo? ¿Para qué es la belleza femenina sino para que un gran macho la disfrute en la cama antes de que ésta se convierta en un conjunto de pellejos despreciables y asquerosos? Todo a su debido tiempo. María Antonieta también se iría desnuda al otro mundo. No se llevaría nada puesto ni podría gastar un quinto en el más allá, entonces, si me ayudaba y con eso se reconciliaba con la vida, ¿cómo podría yo rechazar su generoso patrocinio? Si como consecuencia de su auxilio financiero ella se sepultaba en una escandalosa ruina, pues ya vería mi querida Antonieta cómo hacerse de más dinero para llegar a tener una vejez tranquila, cómoda y apacible.

Debo confesar que durante mi campaña electoral muchas veces me soñé convertido en Quetzalcóatl, ese dios mítico. Sentía que encarnaba en aquel excelso y abnegado reformador que regeneraba a un pueblo embrutecido y sanguinario enseñándole la civilización que él trajera a estas tierras ignotas. Yo era el hombre-dios que odiaba como odio el militarismo y el caudillaje y que nunca se cansaba de condenar el asesinato de mexicanos; por eso es que me aparecía con mis poderes divinos, como una deidad pacífica y progresista a perturbar la paz de la República al extremo de impedir que se llevaran a cabo las elecciones presidenciales, todo ello por el bien del país. Yo era el salvador de México, el dios bueno que venía a imponer por la fuerza el progreso y el orden en esta raza maravillosa a la que se le deben inculcar los odios más ancestrales en contra de los yanquis, por más que he comido gracias a ellos durante muchos años...

Soy necio, nada hay perfecto, pero también soy inmaculado y además competente y autorizado para dirigir el criterio del universo y, si como dije, se ha inmolado a muchos inocentes por el desbordamiento de mis discursos intemperantes, así es la vida y así debe de enfrentarse. ¿Que soy la reencarnación de Quetzalcóatl, como tal vez lo fue el mismo Madero? Puede ser, como tal vez también sea un nazareno mexicano, un iluminado injustamente ignorado que predica la impasible fraternidad, el perdón, la justicia y la honradez y al mismo tiempo incita al aniquilamiento de los tiranos. Lo acepto, soy un profeta singular que además tiene una debilidad incontrolable, como lo son las mujeres. Concedo que como nazareno resulta incompatible llamar a la violencia en contra de los delincuentes electorales; también puede resultar inaceptable predicar la pureza de los sentimientos y al mismo tiempo disfrutar los placeres del sexo en la cama con la hembra que siempre soñé, a pesar de estar casado ante la mirada escrutadora de Dios. Sí, lo concedo, pero nunca podré construir el país que he deseado sin recurrir a la violencia para acabar con los pillos que volvieron a secuestrar al país después de la Revolución. En mis prácticas como espiritista me vi como un vidente, como un superhombre que despierta el fervor, la irritabilidad y la violencia de un antiguo apóstol. ¡Claro!, y por lo mismo habré de aprovechar esa fuerza que me fue concedida por una inteligencia superior para hacer el bien de la patria. ¡Qué orgullosa estaría mi madre!

En este orden de ideas recomendé a mis seguidores que no pagaran contribuciones al gobierno a partir del día siguiente de la elección si es que el resultado no me favorecía. Las amenazas no se hicieron esperar, mi respuesta tampoco. Yo había venido a liberar al pueblo de México de sus tiranos y cumpliría con mi sagrada encomienda al precio que fuera. Nunca me prestaría a una farsa. Por esa razón una y otra vez grité hasta perder la voz en diferentes foros durante mi campaña: «¿Estáis aquí de curiosos o como ciudadanos que acuden al llamado de la patria?... Los que así estén dispuestos a morir, si es necesario, para defender el voto, que levanten la mano... Ninguna mano se quedó colgada.»

Durante el mes de octubre continué recibiendo empleados de todos los rumbos del país. A cada uno le pedí que recurriera a la protesta armada dado que yo estaba seguro de que, a pesar de ganar legítimamente las elecciones, Calles, el maldito Turco, jamás me reconocería el triunfo, ya que de hacerlo se acabaría sin duda su carrera política. Si como consecuencia de los sufragios se descubría un delito electoral, éste sólo se podría lavar con sangre y enlutando los hogares mexicanos.

¿Qué aconteció? El resultado de la votación llegó a Nueva York a las once de la mañana del mismo día de las elecciones, rebasando así todas las marcas de cómputo en la historia universal de los fraudes electorales. En México las cifras se publicaron en los vespertinos del domingo 17 de octubre: Ortiz Rubio: 2 millones de votos: Triana: 40 mil votos: Vasconcelos: 12 mil votos.

¿Cómo era posible que se hubiera conocido en Estados Unidos el resultado de las elecciones antes que en México y, sobre todo, antes aun del cierre de casillas y de que concluyera el proceso electoral? ¿Cómo podía aceptarse que yo, quien llenaba las plazas y estadios, hubiera tenido doce mil votos, yo, el Maestro de la Juventud, una figura consagrada en la política y en la educación? Una burla, todo había sido una vil y flagrante burla. Por esa razón, el 1o. de diciembre de 1929 hice del conocimiento público el Plan de Guaymas, a través del cual desconocía a Plutarco Elías Calles como presidente de la República y convocaba a la nación a la toma de armas para defender con dignidad y coraje las instituciones, así como la democracia. Obviamente salí al extranjero para que alguien protegiera mi plan militar poniéndome a salvo de los largos brazos de acero que utilizaba el jefe de la nación, un reconocido criminal, para acabar con sus enemigos. No fui ningún cobarde al salir a ese nuevo destierro, sólo que no podía ignorar los alcances de Calles ni su historia que relataba el sinnúmero de asesinatos políticos cometidos en contra de sus opositores. ¿Que mi deber consistía en quedarme en México al frente de los levantados, para imponer por medio de las armas la voluntad popular consignada en las urnas tal y como lo habían hecho Obregón y Calles? Sí, sin duda, sólo que hubiera caído acribillado, desvirtuándose todo mi movimiento de salvación y , de rescate para esta nación de minusválidos. No fue miedo, no, sino precaución. No fue que no me atreviera a exponer mi pellejo, no, sólo cuidaba mi integridad física desde Estados Unidos.

Supe que María Antonieta se había desplomado anímicamente a raíz del fraude electoral. Comprobó que todo su esfuerzo amoroso y económico había sido en vano. Cayó en una depresión que la obligó a permanecer tres semanas internada en el Saint Luke's Hospital, en Manhattan, al terminar noviembre. Pidió un sacerdote inteligente para que la confesara. Deseaba comulgar. Pensaba que se moría, que se iba extraviada en una sórdida soledad. El presidente de Estados Unidos se había negado a concederme una audiencia solicitada por ella a través de interpósitas personas. Ponía a prueba sus habilidades de cabildera. Nuestra causa se hundía sin dinero, ya que, además de hablarme de sus penurias económicas, ninguna autoridad internacional daba manotazos sobre la mesa para obligar el recuento de los votos y concederme la razón electoral. Amaba a María Antonieta como si fuera la única sobreviviente de un naufragio total. Ella correspondía a mis anhelos igual que Serafina, mi esposa. Ambas desesperaban con mi naufragio. María Antonieta, una vez recuperada, se mudó a California, donde volvimos a convertirnos en amantes vigorosos e intensos, sin ignorar que la derrota electoral había abierto un enorme orificio en nuestra relación sentimental, que bien pronto empezó a hacer agua, hasta ser engullidos víctimas de nuestra impotencia y de nuestra rabia. Serafina también se encontraba en Los Ángeles con mis hijos, a quienes veía cuando las coyunturas me lo permitían.

Desde Los Ángeles declaré a voz en cuello que a mí no me había derrotado el gobierno de Calles, sino que mis propios partidarios me habían dejado solo convirtiéndome en un presidente peregrino. «No fui yo quien desistió de la lucha sino todo un pueblo fatigado que no pudo hacer bueno el compromiso de pelear para la defensa del voto.» Más tarde supe cómo un grupo de aproximadamente cien vasconcelistas, que estaban detenidos en el cuartel Narvarte, fueron asesinados a la medianoche del 14 de febrero: se ordenó sacar a los presos de Narvarte, mientras el general Maximino Ávila Camacho, conmovido, ataba a las víctimas de dos en dos, pero con alambre de púas, en lugar de cuerda, en tanto decía «pobrecitos, pobrecitos, ya se los llevó la chingada... ¿Pero qué quieren que yo haga si cumplo órdenes del superior?» Acto seguido los mandó sacrificar con una sonrisa vesánica. Calles había mandado asesinarlos en Topilejo de la misma manera que había mandado asesinar a Francisco Serrano en Huitzilac tan sólo tres años atrás. Que nunca se olvidara que los problemas con Calles se arreglaban a balazos. Con él no se jugaba.

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