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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (60 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Escucharla representaba para mí un privilegio, un obsequio de la vida. Algo bueno tenía yo que haber hecho para merecer semejante premio: poder convivir con la máxima luminaria femenina del siglo XVII. ¿Por qué? A saber: se trataba de una más de las inescrutables decisiones de Dios... Sólo que bien pensado, si Dios era sabio, como lo era, por ello me había puesto en el camino de Juana de Asbaje: para compilar sus trabajos, publicarlos en España, rescatarla del anonimato y de la muerte a la que la condenaría tarde o temprano el propio Aguiar y Seixas. Yo me encargaría de hacer escuchar el doloroso grito de protesta de esta mujer reacia a aceptar cualquier tipo de dependencia, defensora a ultranza de las más caras causas de las mujeres. Con más Sor Juanas tendríamos una sociedad más libre y próspera. Si las madres pudieran ilustrarse en las academias, si no fueran analfabetas en su gran mayoría, ¿qué seres humanos se podrían forjar en el hogar en lugar de criar personas dependientes y resignadas? En su interior «combatían creencias rivales: el cristianismo y el feminismo, la fe religiosa y el amor a la filosofía, la independencia intelectual y la inclaustración conventual». ¡Cuántos pleitos internos y externos libraba Sor Juana simultáneamente!

¿Paradojas de la vida? Baste leer estos renglones redactados por ella:

Estudia, arguye y enseña,

y es de la iglesia servicio,

que no la quiere ignorante

el que racional la hizo.

Tal y como ella y yo conversábamos: ¿Dios nos dio el talento, Dios nos dio la razón, Dios nos dotó con un poderoso intelecto para que no lo utilizáramos porque una Iglesia traidora de los principios evangélicos se opone a ello? ¿Quien nos dio la inteligencia nos quiere ignorantes, dependientes y torpes? Dios no debería permitirlo y por ello había enviado a Sor Juana a cambiar este patético estado de cosas. Yo estaría permanentemente de su lado. Las primeras respuestas que escuchamos nos advertían lo siguiente: «Sor Juana Inés de la Cruz es una mujer que expone ideas peligrosas sobre la veneración de deidades no masculinas, además de proponer la independencia del individuo de la jerarquía eclesiástica y de mundos en que Dios no existe». El conflicto estaba planteado. En cualquier momento estallaría. Bastaba que yo me retirara como árbitro...

Sor Juana no se cansaba de repetirme la importancia que yo había tenido en su vida, mucho mayor a la de nuestro común amigo don Carlos de Sigüenza y Góngora, el ilustre cosmógrafo del rey, catedrático de matemáticas en la universidad, historiador, poeta, apasionado coleccionista de libros y antigüedades americanas y afortunado poseedor de los mejores aparatos científicos en la Nueva España de nuestro tiempo. Sin duda yo era la persona que Sor Juana más había querido en el mundo. Mi apoyo había sido definitivo para llenarla de vigor y de audacia. Sin embargo, una de las razones de mi embarazo, justo es reconocerlo, que dio como resultado el nacimiento de mi hijo José María Francisco, se debió a que para procrear hace falta amor y ese amor me lo obsequió, sin duda alguna, mi musa. ¿Mi marido? Bueno, él también me lo dio pero nada comparable con el que me obsequió Juana... Siempre lo acepté. Conversábamos sentadas a veces en las sillas de su celda, teniendo a la vista su sobria mesa de trabajo, sobre la cual se encontraba un crucifijo, un humilde tintero de vidrio antiguo, de donde ella sacaba la sangre para escribir durante las noches, sin faltar una buena dotación de plumas de ganso, su plumero, según contaba ella, además de una buena provisión de velas nuevas colocadas a diario por Ignacia, su esclava, una sirviente de extracción zapoteca, la única con el permiso para sacudir sus preciados libros. Nunca en mi vida me encontré con una persona que profesara tanto amor por sus libros. Nunca, lo juro... Le conté cómo estuve a punto de aparecer como una de las Meninas en el cuadro pintado por Diego de Velázquez en 1656 cuando estaba por cumplir los cinco años de edad en la corte de Felipe IV. Fui Menina, dama de honor de la infanta Margarita, y había asistido al gran salón en donde el pintor lleva ha a cabo su monumental obra que, según yo, perduraría a lo largo de los siglos por venir. ¿A qué venía este hecho? Bueno, sólo para ilustrar cómo abordábamos los más diversos temas, de modo que entre conversaciones y conversaciones pasaba el tiempo hasta que don Tomás renunció como virrey, sobre la base de quedarnos en la Nueva España dos años más, término durante el cual pude reunir, entre otras obras:
Los empeños de una casa
, diversos romances, como el del
Triunfo parténico
, epístolas, poesías y sonetos,
El festín plausible
y
Del mexícano fénix de la poesía
...

Mientras yo reunía pacientemente sus obras, las ordenaba para publicarlas tan pronto desembarcara en España, las inundaciones continuaban en la Nueva España, no, claro está, como la de 1629, que, según me contaron, tardó dos años en secarse produciendo un sinnúmero de enfermedades estomacales. La basura acumulada en las acequias, túneles y canales impedía que las obras de desagüe funcionaran adecuadamente. De ahí que se produjera una espantosa pestilencia que atentaba contra la salud de los habitantes de la Colonia, de la misma manera en que atentaba la ausencia de drenajes instalados en las casas y edificios para evacuar los desechos humanos que eran arrojados a las calles a la voz preventiva de ¡aguas!, para avisar civilizadamente a los vecinos del lanzamiento repentino y matinal de heces fecales combinadas con orines desde los hermosos balcones decorados con artísticos herrajes que los indígenas muy pronto aprendieron a manufacturar con sorprendente habilidad. Los hedores eran insoportables si no se perdía de vista también la presencia de perros y otros animales muertos en plena vía pública que, en su conjunto aterrador, invitaban a la llegada de la peste, de las epidemias y pandemias junto con otras catástrofes sanitarias propias de la falta de limpieza e higiene urbana. Don Tomás, mi marido, siempre insistía en que si bien el ataque de viruela de 1519, importada por un negro que acompañaba a Pánfilo de Narváez para arrestar a Hernán Cortés, había diezmado y permitido la consolidación de la conquista de México por la muerte de cientos de miles de aborígenes del Valle de Texcoco, no sería menos cierto que, de producirse otra peste, esta vez por desaseo; las consecuencias podrían ser de tal manera fatales que los daños y pérdidas humanas ocasionadas por la viruela podrían convertirse en un juego de niños...

Sólo que además de las lluvias excesivas, también se producían sequías, de las sequías se desprendía la carencia de alimentos en los mercados, y de la carencia de alimentos en los mercados no únicamente se despertaba la desesperación popular, sino la ingesta angustiosa de productos en estado de descomposición o contaminados por diferentes razones. La salud y la vida entonces estaban amenazadas por diversas circunstancias, entre otras los devastadores terremotos, mientras que la Corona consumía cantidades enormes de oro proveniente de la Nueva España, oro que bien podría haber destinado a construir muchas más obras públicas en beneficio de los naturales. Este tema, debo confesarlo, provocó agrias discusiones con mi marido, quien, justo es decirlo, se encontró siempre entre la espada y la pared.

El tiempo me atropelló, me sorprendió, me engañó. Cuando me percaté estaba anunciándole a Sor Juana nuestra decisión irreversible de volver a España. Los negocios no habían resultado lo provechosos que era de esperar y don Tomás me comunicó la cancelación de cualquier otra alternativa que no fuera regresar a la península. Por dos años él había complacido mis caprichos, pero esta vez la decisión resultaba inapelable, incuestionable: «María Luisa: esto se acabó. Nos volvemos con todo y el crío. No hay más. He dicho».

De esta suerte me preparé debidamente para la que sería la última entrevista con mi musa. Me di un largo baño con la ayuda de mis damas de compañía. Escogí un corsé sin mayores ataduras ni botones excesivos, medias cortas sujetas por un liguero cubierto de brocados belgas y bragas ligeras; un vestido color carmesí de seda, discretamente escotado, un mantón negro tejido en Sevilla para cubrirme los hombros y el pecho al llegar al convento, además de un sombrero y velo del mismo color. Me perfumé el cuello con agua de heliotropo y rosas, me di un toque de carmín en las mejillas y otro tanto de crema de cacao en los labios, después de que me arreglaron el cabello con peinetas andaluzas heredadas de mi madre. Estaba lista. Habíamos preparado el momento con la debida anticipación para evitar desgarramientos emocionales que podrían presentarse de cualquier manera en contra de nuestra voluntad.

Me presenté en el convento en la mañana cuando se celebraba la Hora Tercia y se rezaba aquello de
In aeternum, Domine, verbum tuum constitutum est in caelo
...
Firmasti terram, et permanet
. Sor Juana se encontraba en la planta baja de su celda acomodando una vez más sus libros, acariciándolos, recordándolos, haciéndolos de nueva cuenta suyos, cuando le anunciaron mi visita, la última que habría de hacerle durante esta estancia en la Nueva España. Sólo Dios me concedería o no licencia para volver a verla en vida. Sólo Dios me impidió regresar a América. Sólo Dios sabrá por qué me obligó a cerrar los ojos muchos años después que ella sin volver a acariciar su rostro ni sus hermosas formas de mujer. ¿Leerla? Leerla hasta saberla de memoria fue la única gracia que me concedió. ¿Escribirnos? Nos escribimos una, dos o tres veces al día, según el ánimo y la terrible desazón. Sus cartas no contestaban mis preguntas, la prueba de que no recibía toda la correspondencia que yo enviaba. Era muy claro que la Santa Inquisición y sus censores interceptaban nuestros mensajes y los secuestraban por más que nadie podría haber derivado una sola conclusión perniciosa de nuestros respectivos textos. Sabíamos que nos espiarían y por ello fuimos absolutamente celosas en la correcta preservación de nuestras imágenes y en el contenido y dimensión de nuestras expresiones, que podrían costarle la vida, por lo pronto, a mi inolvidable musa. ¡Jamás me hubiera perdonado que una palabra mía hubiera podido conducirla a la hoguera, de la misma manera en que ella escribía con diversos juegos de imágenes mediante los que podía condenar a sus jueces por perversos y mal pensados! ¿Quién podía sorprender a una poetisa de sus tamaños en un descuido cuando ambas nos sabíamos el objetivo más añorado por los inquisidores? ¡Claro que secuestraban nuestros intercambios epistolares, por algo el arzobispo Aguiar se comportaba como una beata hipócrita de sacristía! ¡Cuánto hubiera dado este miserable misógino por ver arder en la pira a Sor Juana Inés de la Cruz de la misma manera en que ardió el cuerpo de otra famosa Juana, Juana de Arco, doscientos cincuenta años atrás...!

Un día de 1689, amaneció en las librerías de Madrid la primera edición de
Inundación castálida
, sí, sí, las poesías prometidas de Sor Juana, un obsequio literario del Nuevo Mundo a España, por lo pronto, y al mundo entero después... De eso me ocuparía yo misma. Mientras más popular fuera mi Juana en el Viejo Continente, menos posibilidades tendría de ser quemada de acuerdo con las intenciones inconfesables de Aguiar y Seixas, así como de Núñez de Miranda. «
Castálida
, es decir, raudal de la fuente de Castalia, en aquel rincón de Delfos cuyas aguas eran inspiradoras de poesía... Su nombre se debe a una virgen, Castalia, ninfa que, huyendo de Apolo, prefirió ahogarse en la fuente que entregarse al dios... Éste, adolorido y arrepentido, concedió el don poético —y profético—a sus aguas, en las cuales se purificaban la Sibila y los peregrinos que llegaban al santuario.» Me atreví a llamarla la Décima Musa en la portada, sin olvidar que lo de Musa Décima había sido aplicado por Platón a Safo y en México era identificada con el mismo sobrenombre nada menos que la propia virgen María. ¿Qué más daba? ¿Sor Juana no era una virgen que superaba cualquier dimensión o figura humana? Pues Aguiar indignado declaró que Sor Juana, en su herejía, había usurpado un título correspondiente a la Divinidad... Sin embargo, la
Inundación castálida
obtuvo la aprobación eclesiástica española, con lo cual Sor Juana se apartaba de las manos flamígeras de los inquisidores de América, quienes, en efecto, deberían, ellos sí, haber sido quemados por oponerse a la evolución y a la libertad de hombres y mujeres, habitantes de la Nueva España.

Ganábamos, ganábamos espacios en Europa, mientras que en la Nueva España se le tendían trampas aviesas a Sor Juana. Aguiar estaba dispuesto a acabar con ella a como diera lugar. La primera puñalada mortal se la asestó por la espalda el propio Núñez de Miranda, quien pronto se impondría nuevamente como su confesor, ante la apatía y miedo de los nuevos virreyes de Gálvez. Estos no deseaban el menor conflicto con la Iglesia, a la cual dejaban hacer y deshacer a su antojo aun tratándose de asuntos relativos a la mejor escritora de todos los tiempos. Manuel Fernández de Santa Cruz, obispo de Puebla, le asestó la estocada a Sor Juana cuando
inocentemente
le solicitó su opinión por escrito respecto de un texto redactado cuarenta años atrás por Antonio Vieira, un jesuita portugués, a propósito de las
finezas de Cristo
, la visión del amor del Señor para con los hombres. Mi musa accedió y envió sus ideas al tal obispo sin imaginar ni suponer que éste las publicaría sin su autorización, además con un título apócrifo, como el de
Carta atenagórica
, un sarcasmo inaudito, puesto que el significado era altanero, provocador y arrogante: «carta digna de la sabiduría de Atenea». Un insulto, una bajeza; una felonía sin igual, un atentado en contra de la inteligencia de Sor Juana, quien se decía criada, su servidora y se le conocía por su humildad al extremo de llamar a sus obras de teatro
papelillos
. En dicha carta Sor Juana rebate, según la opinión general, al jesuita portugués Antonio Vieira, a propósito de las
finezas de Cristo
, cuando en realidad desbarataba, entre líneas, por lo menos tres libros de Núñez de Miranda,
La explicación literal
, 1687;
El comulgador penitente
, 1690, y la
Práctica
, 1693. Sor Juana no sólo se oponía a las tesis de Núñez sino que afirmaba, en contra de él, su absoluta libertad, concedida por Dios, para dedicarse a la vida intelectual.

La
Carta atenagórica
sólo pretendía en el fondo ridiculizar al confesor, para quien deseara entenderlo así, y por supuesto que Núñez lo entendió perfectamente en su preciso contexto, poniendo en tela de juicio su capacidad para dirigir la conciencia de otros creyentes. La mayor
fineza de Cristo
, según Sor Juana, era respetar el libre albedrío de los hombres, un mensaje abierto y obvio dirigido al jesuita Antonio Núñez de Miranda, su ex confesor, un sacerdote con mentalidad retardataria de inquisidor que invariablemente trató de apartarla de las ideas y de los libros para sepultar su talento en la lectura del Evangelio y en la elevación de plegarias después de ayudar a las monjas del convento a trapear el piso, lavar la vajilla y asear las letrinas.

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