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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (47 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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¿El amor entre María Antonieta y yo? Es hora de contar cómo se dio. Una noche de septiembre, en Linares, Nuevo León, a dos meses de las elecciones, cuando nos disponíamos a dormir en una humilde casa de huéspedes, lo mejor que ofrecía semejante localidad, le llevé a su habitación un profundo discurso que pretendía leer al día siguiente. Se había desvestido y llevaba puesta solamente la ropa de noche, la cual cubrió precipitadamente con una bata de seda color rosa decorada a base de bordados blancos en las solapas. Mientras explicaba los párrafos a fin de obtener su opinión, para mí, sea dicha la verdad, ciertamente valiosa al extremo de que me costaba trabajo prescindir de ella, Antonieta no seguía los razonamientos, sino que tenía la mirada clavada en mi rostro como si lo estuviera escrutando. No me ponía atención. Cuando retiré la vista del texto y quise consultar las razones de su distracción, me bastó verla a la cara para dejar mis hojas garrapateadas a toda prisa sobre la cama, tomarla de los hombros y acercarme lentamente a besarla. La coyuntura finalmente se dio. Cuando alguien jalonea una fruta colgada todavía de la rama de un árbol para comerla antes de tiempo, por lo general, la encontrará dura y hasta amarga y seca. Por ello es conveniente que, una vez alcanzado el punto exacto de maduración, caiga al suelo, la señal enviada por la naturaleza para proceder a devorarla en toda su excelencia. Así ocurrió con María Antonieta. Recuerdo cuando mis manos cubrieron sus mejillas como quien hace con ellas un cuenco para beber el líquido sagrado. Mis labios hicieron un suave contacto con los suyos escasamente carnosos y todavía inexpertos, a pesar de haber estado casada y ser madre de un hijo. Con mi lengua se los humedecí en tanto ella encogía los hombros y crispaba los ojos dejándose hacer. Su inexperiencia me fascinaba, me estimulaba, me sorprendía y finalmente me enervaba. ¡Qué deleite! ¡Gracias, Señor, por este nuevo banquete con el que premias algo bueno que habré hecho!

Giré entonces para apagar una pequeña lámpara de buró y hundirnos en la oscura intimidad que facilitaría el intercambio de caricias. Por toda respuesta volví a sujetarla del rostro, llenándola de besos pendientes, atrasados, todos los que había deseado darle desde el inicio de la campaña. Besé su frente, sus párpados, nariz y mejillas para volver otra vez a sus labios. Presioné el mentón con delicadeza para que abriera escasamente la boca por donde soñé entrar con todo mi cuerpo. ¡Qué bien olía toda ella! ¡Cuántos cuidados y atenciones dedicaba a su persona para que su aspecto y lozanía fueran impecables! De mucho había servido la instrucción europea. Parecía que llevaba noche tras noche esperándome. Así encontré huellas de perfume atrás de sus orejas, en el cuello y en el nacimiento de sus senos. No era una mujer de fuego pero se retorcía graciosamente cuando retiré muy despacio su bata de sus hombros hasta que se precipitó al piso. El pijama de algodón no era el de una : devoradora de hombres, ¡qué va!, más bien parecía el de una escolar, el de una simple chiquilla de familia, cuya personalidad e inocencia descubría a cada paso con auténtica fascinación, no en balde era dieciocho años mayor que ella. Al desabotonar su blusa, percibí cómo cerraba los ojos en tanto sus brazos caían desmayados a los lados. No oponía la menor resistencia. Sería mía, sólo mía. Antes de despojarla de la prenda, la atraje hacia mí en un abrazo arrebatado para después recorrer con las yemas de mis dedos su espalda de arriba abajo. La tocaba fugazmente a fin de descubrir cómo su piel se poblaba de pequeñas perlas de sudor, un obsequio, un reconocimiento a mi experiencia. ¿Precipitaciones? Ninguna: la buena comida, lo aprendí en Francia, se cocina a fuego lento.

Sus senos escasos, así los imaginé siempre, eran los capullos de una colegiala. Antonieta había tenido la virtud de saber detener las manecillas de su cuerpo. ¡Cuánta juventud encerraba a aquella mujer! ¡Cuánto amor retenido era capaz de dar a manos llenas antes de que se convirtiera en veneno! ¡Cuánta necesidad tenía de hacerlo, de entregarlo en toda su abundancia y generosidad! Había recibido cantidades inmensas de afecto desde su más remota infancia y estaba dispuesta a devolverlo con creces. Alcanzar, deseaba alcanzar, dar, quería realizar, materializar. Tenía tanto que compartir y, sin embargo, la vida la había obligado a retenerlo, a guardarlo, tal vez en espera del hombre que supiera aquilatarlo, y ese hombre supuestamente era yo. Ese riquísimo tesoro preservado a lo largo de los años estaba reservado para mi propia explotación y deleite. ¿No me convertía por ese solo hecho otra vez en un privilegiado? ¿Toda esa riqueza, en la más amplia extensión de la palabra, era mía? ¿Mi solo encuentro con ella no demostraba la existencia de Dios? ¿El Señor no había puesto a mi disposición los enormes caudales de Antonieta para financiar mi campaña política, y además, por si fuera poco, todavía me había distinguido al premiarme con el cuerpo casi virgen de una doncella intocada? ¿No era cierto que Jesús me tenía presente permanentemente en sus oraciones? ¿Por qué en esa coyuntura crítica en mi vida política mi Dios todopoderoso me obsequiaba cantidades incalculables de dinero acompañado de una mujer de una dulzura pocas veces vista? ¡Claro que resultaba imposible entender los sagrados designios de Cristo, mi Cristo Rey...!

La blusa del pijama cayó al piso. Ése y no otro era su destino. Iba yo deshojando la margarita sin destruir el pistilo que la naturaleza había germinado y hecho crecer para entregármela. Toqué sus senos como quien sostiene un gorrión en sus manos. Recorrí con el bigote sus pezones para despertarlos de un largo sueño. Los besé, suspiré frente a ellos con mi aliento cálido para resucitarlos. No tenía duda de que todavía eran rosados, tiernos, así como olvidados y desperdiciados. Recorrf con el dedo índice sus aureolas. Me identificaron al primer contacto. Reaccionaron de inmediato ante quien sabe las claves de seguridad y domina las técnicas de apertura. Mientras acariciaba su talle, puse una rodilla en tierra a la usanza de los caballeros medievales para dejar al descubierto el último reducto que preservaba su intimidad. Hundí mi cara en su pubis en tanto ella me apretaba la cabeza contra la entrepierna como la madre que consuela al hijo pródigo y desea reconfortarlo ante la presencia de cualquier mal presente o futuro. Me extravié en sus esencias sin que ella me hubiera retirado siquiera el saco. Después de atraparla ferozmente por las nalgas, permaneciendo arrodillado ante su majestad, sentí cómo ella se inclinaba a tomarme de los codos y me ayudaba a ponerme en pie para devolverme la dignidad. A partir de ese momento ya me podía declarar ungido como su amante. Sin embargo, su timidez le impidió desvestirme, a lo que yo procedí con evidente fruición y la rapidez de quien debe desprenderse a toda velocidad del saco ante la inminente agresión a golpes de un salvaje. Muy pronto mi ropa quedó tirada en el piso, al lado de la de ella, como si hubiéramos improvisado un pequeño monumento al amor.

Nos abrazamos, ya desnudos, nos trenzamos, nos apretamos, gemimos, suspiramos, suplicamos. Únicamente se escuchaba la fricción de nuestras pieles, y la respiración por instantes desacompasada, el sonido de nuestros labios absorbiéndonos, comiéndonos, mordiéndonos, nunca una sola voz con algún significado racional. Cuando nuestras piernas no resistieron más, nos desplomamos sobre el lecho. En un principio caí encima de ella, hasta que Antonieta me disputó la posición sentándose encima de mi pecho e inmovilizando mis brazos abiertos con los suyos. Jugaba al amor como una chiquilla candorosa hasta que el hombre se impuso con el debido vigor, acabando con cualquier resto de candorosa inocencia. Me hundí en ella mientras sentía el filo de sus uñas en mi espalda. Jadeaba, se retorcía. Me enorgullecía el papel de macho, el mágico poder de mi virilidad que podía conmover a una mujer hasta hacerla delirar. Arremetí una y otra vez como si deseara partirla en dos. Mientras más se apretaba contra mí implorando piedad, menos estaba yo dispuesto a concedérsela. Una, dos, tres, veinte veces. ¡Ya!, ya, por lo que más quieras... No, no, por lo que más quieras resiste... Ten, ten, ten... Más, más, más... ¿Pepe, Pepe, qué es esto?, mi vida, mi amor, mi razón de ser... De pronto nos vimos navegando firmemente asidos por el mar sin límites del firmamento...

A mi paso por Jalisco recibí la visita de quien más deseaba. El diálogo estuvo protagonizado por un par de muchachos altos, fuertes, buenos mozos, de apariencia francamente militar, aunque vestidos de paisanos, que me abordaron en el corredor del hotel. Así que una vez cumplido el trámite de las identificaciones de rigor me encerré con ellos. Del cinto de víbora sacaron un papel de seda, bien escrito a máquina, que los acreditaba como representantes del general Gorostieta, jefe de los cristeros de Jalisco y alzado en armas, por Los Altos; en realidad una figura militar dependiente fundamentalmente del arzobispo de Guadalajara, monseñor Francisco Orozco y, Jiménez, un emboscado buscado por el ejército callista. Me traían un saludo y el recado de que «si llegaba a verme comprometido, me fuese con ellos y me tendrían a salvo en las montañas. Les dije que después de las elecciones, si éstas resultaban fraudulentas, escaparía rumbo a su campamento». Se me hizo saber que la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa haría trabajos bajo cuerda para inducir a los católicos a que votaran por mí y que las masas cristeras estaban conmigo, además de muchos católicos hartos de ver pisoteada su religión.

Les agradecí su ayuda pero expresé mis recelos en torno a la posibilidad de que el gobierno de Portes Gil pudiera suscribir un tratado de paz con la Iglesia, tratado que por supuesto me afectaría pues de llegar a ejecutarse un gigantesco fraude electoral en mi contra —como el que sin duda era de preverse dada la textura moral de Plutarco Elías Calles—, ya nadie desearía sublevarse, en cuyo caso el levantamiento armado estaría condenado al fracaso. De modo que la paz entre cristeros y gobierno no me convenía. La violencia tendría que extenderse hasta después de las elecciones para que yo pudiera capitalizarla a favor de mis intereses políticos y defenderme del despojo del que seguramente sería víctima en las urnas.

Sin embargo, la campaña tenía que continuar, y continuó con respaldos internacionales como el que disfruté hasta las lágrimas cuando
L'Osservatore Romano
, el órgano informativo del Vaticano, hizo constar en sus páginas «que José Vasconcelos era el candidato que podían apoyar los católicos con cierta esperanza de ser tratados favorablemente». ¿Respuesta? Fui tildado de inmediato de reaccionario, a lo que no tuve más remedio que responder con justificada furia: «Me llaman reaccionario aquellos mismos que de la Revolución han sacado los latifundios y los palacios. Me llaman clerical porque no exigía yo en la Secretaría de Educación que los maestros practicaran el protestantismo...» Llegó un momento en que, «a raíz de mis discursos pronunciados en Guanajuato, Jalisco y Michoacán, se me consideró un candidato cristero como lo llegaron a registrar varios de mis más cercanos colaboradores que no entendían el contenido secreto de mis ponencias». ¿Candidato cristero? ¡Qué más daba! En mi fuero interno era un motivo de orgullo, por ello estuve de acuerdo, sin manifestarlo, cuando el arzobispo de Huejutla, Manríquez y Zárate, declaró abiertamente:

Todos los cristianos somos soldados, y debemos luchar contra nuestros enemigos, que lo son principalmente el demonio y nuestra propia carne, pero con frecuencia lo es también el mundo y todos aquellos que debieran conducirnos a la felicidad. Si estos tales —aunque sean nuestros mismos gobernantes— lejos de éncauzarnos por la senda del bien, nos arrastran al camino de la iniquidad, estamos obligados a oponerles resistencia, en cuyo sentido deben explicarse aquellas palabras de Jesucristo: «No he venido a traer la paz, sino la guerra».

Hubo varias ocasiones en que la presión de la campaña me sepultó en una terrible confusión. Pensé en Jesús cuando estaba crucificado y vio venir a un centurión romano con una lanza para encarnársela en un costado. «¿Qué hago aquí, colgado de esta cruz, con manos y pies perforados por el acero y en mi cabeza colocada una corona de espinas, en lugar de haber huido con María Magdalena, rumbo a cualquier paraje lejano en el que bien podría haber engendrado varios hijos con ella, además de disfrutar la vida pacífica en una granja dedicado a la meditación?» Yo también, y con el debido respeto, hacía mis propios cuestionamientos al desconcertarme y no entender mi papel como apóstol de la democracia mexicana en lugar de leer y escribir, reflexionar y dictar cátedras de Filosofía en cualquier universidad del mundo civilizado. ¿Qué hacía yo en un país en donde nadie me comprendía? Por todo ello, desamparado y harto, grité aquella vez en Irapuato, Guanajuato: «Yo no sé qué ando haciendo aquí. ¡Mi reino no es de este mundo!» Sólo los eternos mal pensados pudieron malinterpretar mis palabras...

A partir de mediados de 1929, los acontecimientos se sucedieron precipitadamente como si hubieran sido disparados por una ametralladora: los actos de represión no tardaron en presentarse durante la campaña en Guadalajara, en Pachuca, en Torreón, en Tampico, en la ciudad de México, además de otros encuentros sangrientos en Mérida, Veracruz y León. Era obvio que Calles no iba a soltar el poder por más que lo ejerciera disimuladamente a través de sus títeres, como sin duda lo habían sido el propio Portes Gil y ahora su nuevo candidato de pacotilla el tal Ortiz Rubio, el famoso Nopalito, por lo baboso e imbécil. ¡Claro que me atacaron alegando que me comportaba como un provocador irresponsable y como un predicador impertinente! Veía venir el fraude electoral y no me iba a quedar con los brazos cruzados, esperando a que volvieran a traicionar a la nación precisamente quienes habían resultado triunfadores al final de la Revolución y habían jurado, por los cuatro clavos de Cristo, imponer la democracia sobre todo después del artero asesinato sufrido por Madero. Se dijo que mi feroz individualismo, mi sed de triunfos, mi vanidad personal habían sacrificado toda la credibilidad de mis palabras. Ignoré los comentarios de la oposición. Mi obligación consistía en rescatar a mi país de manos de los tiranos, asesinos y corruptos, y si expuse a muchos de mis correligionarios a una muerte segura todo fue en bien de la patria. Cuando se pretende construir un nuevo país es menester dar todo a cambio, con tal de alcanzar el objetivo. No sólo asesinaron a muchos de los míos, sino que la inmensa mayoría de los militantes del Partido Antirreeleccionista fueron intimidados, perseguidos, encarcelados o golpeados con tal de que abandonaran la contienda. Calles iba por todas. Yo también.

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