Read Arrebatos Carnales Online

Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (54 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
5.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Sor Juana presenció la incineración de varios escritores reacios a aceptar el dogma católico. Ellos renegaban y refutaban las afirmaciones en torno a la Santísima Trinidad, a la Resurrección del Señor, el Verbo Encarnado, y otras tantas patrañas que discutí en secreto con Sor Juana. En el fondo coincidíamos con esos desgraciados, sí, ¿pero quién se atrevía a desafiar a la Iglesia para marchar descalzo, maniatado y arrastrando cadenas por las calles de la ciudad de México, recibiendo insultos, golpes y escupitajos, rodeado de sacerdotes vestidos con sotanas negras y cubierta su cabeza con enormes capirotes del mismo color, hasta llegar a la Plaza de San Hipólito, donde estaba instalada la gran pira para quemar, previa confiscación de bienes, a los apóstatas de la fe católica, a los protervos y pertinaces en la observancia de la ley de Moisés, a los que tenían un pacto explícito con el demonio, a los fautores y encubridores de herejes judaizantes, maestros de dicha ley y pervertidores de personas católicas?

Mi adorada musa asistió varias veces a las ejecuciones que, desde luego, la llenaron de horror, en buena parte por su exquisita sensibilidad de artista inmortal, pero además porque le resultaba indigerible que los representantes de Dios en la Tierra, dedicados supuestamente a divulgar las sabias palabras de Jesús consignadas en el Evangelio, a impartir consuelo, amparo y comprensión al prójimo, hubieran equivocado su santo mensaje de «paz entre los hombres de buena voluntad», para quemar vivo a quien no profesara sus ideas, torturarlo con instrumentos propios de la imaginación de Satanás o para perseguirlo hasta la muerte, y una vez enterrados sus restos mortales, exhumarlos con el objetivo de quemarlos y volverlos a quemar hasta que no existieran siquiera las cenizas. Ella y sólo ella, Sor Juana, me contó al oído en nuestras primeras reuniones en el locutorio del convento de San Jerónimo, sobre un escritor, quien renegó hasta el último momento de la existencia de Dios antes de que cayera la tea sobre la madera seca colocada en su entorno. Subido a un templete oponiendo toda la resistencia de que era capaz, fue atado a un palo contra el que se agitaba inútilmente mientras el fuego empezaba a consumirlo entre maldiciones lanzadas a diestra y siniestra:

«Si Dios existiera no permitiría que me quemaran vivo», exclamaba desesperado como si intentara zafarse de las amarras que lo sujetaban.

«¿Cómo voy a creer en un Dios que tortura y mata?», gritaba en su angustia. «Oídme: ¡Dios que tiene verdugos en lugar de sacerdotes! ¡Dios no existe, no existe! No, no me arrepiento de nada: nunca hice nada malo», blasfemaba en tanto las llamas quemaban su humilde indumentaria de manta convertida en harapos manchados, incineraban sus poderes creativos, su talento, su imaginación, su futuro en el mundo de las letras, su capacidad para iluminar los caminos ajenos, su fuente de poder para generar ideas y ayudar a la comunidad.

«¡Muera Dios! ¡Dios es mierda, mierda, mierda!», se desgañitaba en tanto el fuego devoraba sus carnes, incendiaba su barba, quemaba el vello de su pecho y su abundante cabellera. Muy pronto de ese ilustre pensador no quedaría nada. Todo indicaba que los sacerdotes habían suscrito un pacto con el diablo porque las llamas se convertían por instantes en dedos incandescentes, sádicos, que escarbaban gozosos en las cuencas de sus ojos hasta dejarlo completamente ciego a pesar de agitar la cabeza compulsivamente de un lado al otro. Ninguna parte de su cuerpo se salvaría de ese flagelo divino. Por alguna razón Dios se apiadó repentinamente de él haciéndole perder el sentido. Muy pronto cayó en un desmayo eterno. Jamás volvería a blasfemar. Un macabro olor a carne quemada silenció a la muchedumbre enardecida que disfrutaba en el fondo los autos de fe con los que la Iglesia católica intentaba escarmentar a los herejes...

Mientras sus huesos se consumían en medio de una densa nube de terror, se escuchaba un eco macabro en la Plaza de San Hipólito: «¡Muera Dios! ¡Dios es mierda! ¡Si de verdad amara a sus hijos no los mandaría a quemar...! ¡Dios es mierda, mierda, mierdaaaa...!».

Por todo ello, Sor Juana dejó consignado para siempre en una loa de Occidente, en
El divino Narciso
, su resistencia eterna al decir:

Yo ya dije que me obliga

a rendirme a ti la fuerza;

y en esto claro se explica

que no hay fuerza ni violencia

que a la voluntad impida

sus libres operaciones;

y así, aunque cautivo gima

¡no me podrás impedir

que acá, en mi corazón,

diga que venero al gran Dios de las Semillas!...

¿Más herejías? Herejía también era la tenencia de libros prohibidos por la Iglesia. Ésta y sólo ésta decidía qué leer y qué no leer; conducía el conocimiento, lo limitaba, lo administraba, lo mutilaba; inducía al oscurantismo y no a la luz para no perecer quemado o pasar el resto de la existencia con los huesos rotos después de haber sido sometido al
potro de descoyuntamiento
o a la inyección de agua, sin que por ningún concepto apareciera la sangre para no cometer pecado:
Ecclesia abhorret a sanguine
. La Iglesia aborrece la sangre.

Sor Juana y yo teníamos que guardar discreción y callar y callar, como decía fray Luis de León, como si no nos percatáramos del ambiente siniestro que nos acosaba. Sufríamos una agonía en silencio de la que el tiempo nos convertía en cómplices. Nuestros secretos iban trenzando una amistad. ¿Amistad? No, ¡qué va...! Una fraternidad. Nos uníamos, nos respetábamos, nos admirábamos y nos mirábamos...

Sor Juana se sabía candidata a la hoguera no por sus escritos, que hasta esa fecha no habían sido publicados —de ello me encargaría yo más tarde, el mundo cambiaría a raíz de la publicación de sus ideas—, sino por sus convicciones religiosas y sociales, provenientes, además, de una mujer. ¿Qué suerte le depararía el destino de llegarse a divulgar la realidad de sus ideas? ¡Claro que se veía atada a un triste palo rodeada de leña y de verdugos mientras veía caer la antorcha que la haría desaparecer de la faz de la Tierra! ¿Y sus trabajos? Ésos los rescataría yo para la historia.

Según empecé a extrañar la compañía de Sor Juana entendí los horrores del enclaustramiento. Ella había escogido entre todos los conventos el ejemplarísimo y observantísimo monasterio de Carmelitas Descalzas de esta ciudad de México, al que ingresó por primera vez a los diecinueve años, el 14 de agosto de 1667, con el beneplácito de los señores virreyes de Mancera y gracias a la sugerencia del padre Antonio Núnez de Miranda, según las dicencias varón recto, asceta, penitente y culto, a quien llamaron «la biblioteca viva de los jesuitas»; sabio maestro en Teología moral, Escolástica y expositiva, docto conocedor del Derecho canónico, civil e Historia eclesiástica. Núnez de Miranda, confesor de gran número de monjas, prevenía a su grey de la importancia de evitar, de rehuir a las personas más cercanas y a familiares porque éstos eran los más peligrosos agentes perpetradores de pecados. Para guardar la castidad y dominar las pasiones corporales recomendaba la oración, la penitencia y el rezo del rosario, como si la postración y las oraciones fueran suficientes para alejar la tentación de la carne... ¿Qué hacer cuando una mujer hermosa como Sor Juana se desprende de los hábitos en su íntima soledad y se contempla desnuda frente a un espejo? ¡Por supuesto que se asombrará de la belleza de sus formas al observarse de perfil, tocarse los senos y acariciarse las nalgas, mientras recorre soñadora con la mano el cabello sedoso bien cepillado después de deleitarse con la textura de su piel! Luego se flagelará pero, por lo pronto, se deleitará con su figura. ¿Dios no nos concedió el talento para usarlo en lugar de mutilarlo, reprimirlo y esconderlo? ¿No se trata de lucirlo de la misma manera en que nos obsequió prendas y gracias femeninas que obsesionan a los hombres, los únicos seres con los que podemos compartir y disfrutar estos haberes divinos? ¿Para qué nos concedió el Señor un cuerpo que supera cualquier otro tesoro de la creación? ¿Para ocultarlo tras unos hábitos negros que impidan ver los alcances de Su portentosa imaginación o para tocarnos nosotras mismas sin avergonzarnos de la respuesta provocada por el solo tacto de nuestros dedos índice y pulgar al juguetear con nuestros pezones? ¿Para qué los senos, las nalgas, las piernas, los labios y el cabello? ¿Para qué tener el talento y el cuerpo si no es para compartirlos?

Nos empezamos a extrañar la una a la otra. Ella consignaba sus sentimientos con estas líneas que me estremecían, me debilitaban, me agotaban y me hacían delirar de emoción. ¿Yo era capaz de despertar sentimientos tan hermosos y motivadores en otra persona?

vivo; no quiero, Señora,

que con piedad inhumana

me despojéis de las joyas

con que se enriquece el alma,

sino que me tengáis presa;

que yo, de mi bella gracia,

por vos arrojaré mi

libertad por la ventana.

O bien, lamentándose porque a causa de las constantes obligaciones inherentes a mi cargo, me resultaba. imposible verla, me mandaba estos versos:

¿Que no he de ver tu semblante,

que no he de escuchar tus ecos,

que no he de gozar tus brazos

ni me ha de animar tu aliento?"

¿Nos queríamos, nos necesitábamos, nos admirábamos? Ojalá y yo misma hubiera podido consignar mis sentimientos con un arte tan sofisticado e inaccesible como lo lograba hacer constar Sor Juana mediante su pluma llena de estrellas.

¡Claro que mi musa abandonó a los tres meses el convento de las Carmelitas Descalzas!, porque, según me lo comunicó en una carta: «sólo te permitían leer libros de devoción y la estricta observancia del voto de pobreza te obligaba no únicamente a caminar descalza sino a guardar frecuentes ayunos y a dormir en una celda pequeña, con una cama de tablas sin colchón. Y no sólo eso, querida María Luisa —todavía no me llamaba Lysi,
la divina Lysi
, nombre seguramente derivado de
Lysis
, el tratado de Platón sobre la amistad— sino que la humedad era tan intensa que me dolían todos los huesos, más aún cuando pasaba el día entero fregando los pisos de laja o de barro cocido para purgar mis instintos y apartar al diablo de mi cabeza. ¿Qué preferirías, amadísima María Luisa, fregar de rodillas el suelo del convento o leer a Francisco de Quevedo o a Calderón de la Barca? ¿Te imaginas levantarte a diario cuando no hay luz y ni siquiera han empezado a cantar los gallos, para rezar durante toda la jornada las Vísperas, las Completas, los Maitines, los Laudes, las Primas o el Ángelus en la hora Tercia, la Nona y la Sexta y todavía en la tarde dedicarme a las soporíferas preces comunales, a las que seguía la confesión obligatoria para concluir con la comunión en misa? ¿Verdad que preferirías deleitarte leyendo a Lope de Vega, a Garcilaso, a san Juan de la Cruz o a Góngora? No te imaginas la comida que contenían las escudillas: ni los perros podrían comer semejante inmundicia... Sólo que era la única posibilidad antes de morir de hambre, además de constituir un recurso para domar mi carácter y rebeldía obsequiándole mi dolor y malestar al Señor para corresponder así a lo que él había sufrido por nosotros... La virreina, doña Leonor Carreta, siempre desvelada por tu amiga, me volvió a acoger en su maternal regazo a finales de aquel 1667 en el propio Palacio de los Virreyes...»

¿Cómo hacer constar en esta confesión el reproche poético que me hizo Sor Juana en alguna ocasión en que no apareció puntualmente a las puertas del locutorio y decidí retirarme? He aquí su determinación y coraje convertido en poesía elegíaca:

...Y así, pese a quien pesare,

escribo, que es cosa recia,

no importando que haya a quien

le pese lo que no pesa.

...y si es culpable mi intento,

será mi afecto precito;

porque es amarte un delito

de que nunca me arrepiento.

Esto en mis afectos hallo,

y más, que explicar no sé;

mas tú, de lo que callé,

inferirás lo que callo."

Tiempo después Sor Juana ingresó al convento de San Jerónimo, también llamado de Santa Paula, en la inteligencia de que no podría volver a salir de él ni traspasar las puertas del locutorio ni asomarse a la calle. Después de profesar como religiosa con el nombre de Sor Juana Inés de la Cruz, el 24 de febrero de 1669, el enclaustramiento continuó hasta la muerte. Nunca más abandonó ese sacratísimo recinto. Fue enterrada dentro de sus linderos en abril de 1695, cuando decidió rendirse ante sus perseguidores, unos salvajes que no pudieron impedir que el Señor la recibiera en el más allá con los brazos abiertos y pasara la eternidad sentada a Su lado. ¡Que se escuche bien porque lo repetiré en el paraíso: a Sor Juana la mató la Iglesia católica. Que caiga sobre esta institución todo el castigo de Dios...!

Ella me contó cómo ese 24 de febrero se llevaron a cabo sus bodas con el Señor:

Después de decir la misa el sacerdote bendijo mi velo blanco de novicia e hizo la señal de la Santa Cruz en mi cabeza mientras me interrogaba para conocer si era mi libre voluntad ingresar a la vida religiosa. Después de hacer la profesión de los cuatro votos ante la priora y en tanto las cantoras entonaban la letanía, me alejaron unos pasos para que el sacerdote me llamara por tres veces:

«
Veni sponsa Christi
»; cada vez con voz más sonora.

Una vez escuchadas mis respuestas se entonó el himno
Veni Creator
al Espíritu Santo, mientras el sacerdote me quitaba el velo blanco para imponerme el negro de las profesas mientras exclamaba: «Te desposo con Jesucristo, hijo del Sumo Padre, quien te conserve incólume». A lo que debes contestar cantando:

«Con Él, a quien sirven los ángeles y de cuya hermosura se asombran la luna y el sol, me he desposado.» Al concluir el sacerdote te pone el anillo, una corona sobre la cabeza y un ramo de palma en la mano para entregarte, acto seguido, a la abádesa: «Te entrego esta esposa para que la conserves sin mancha hasta el día del juicio», momento en que empieza a cantarse el Tedeum, el himno de acción de gracias. Al final el sacerdote abraza a todas las hermanas y recibe su bendición junto con todas las asistentes.

Durante la ceremonia doña Juana, todavía no Sor Juana, miraba las paredes del convento en tanto se resignaba a no salir jamás. Aceptaba en su críptico silencio y con el rostro inescrutable que no volvería a pisar la calle ni podría recorrer otra vez los caminos laberínticos de su infancia en Nepantla ni visitar de nueva cuenta la casa donde nació, ni asistir al palacio virreinal ni pisar la escuela en la que aprendió a leer y a escribir cuando contaba tan sólo tres años de edad en Amecameca, ni contemplar los volcanes que más que verla nacer la parieron, ni entrar a la biblioteca de Pedro Ramírez, su abuelo en Panoayán, ni ver los animales de las granjas o ranchos en los que había crecido: nada. Se encerraría para siempre en ese sagrado recinto de 1667 hasta su muerte en 1695, veintiocho años sin volver a tener contacto con la naturaleza y sin poder rezar en iglesia alguna ni sentarse a disfrutar de un paisaje, y sin poder contemplar a unos chiquillos jugando en un parque ni comer en cualquier fonda ni comprar un ramito de cilantro en los mercados ni viajar, salvo con la imaginación, a cualquier paraje que la conmoviera. ¿Soñar y pensar? Eso nunca nadie se lo quitaría, ni siquiera lo lograría el más siniestro de los cancerberos ni el más sanguinario de los verdugos...

BOOK: Arrebatos Carnales
5.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Her Shameful Secret by Susanna Carr
Shooting Stars 03 Rose by V. C. Andrews
44 Cranberry Point by Debbie Macomber
Right in Time by Dahlia Potter
Chain Reaction by Elkeles, Simone
Trouble In Spades by Heather Webber
Genie Knows Best by Judi Fennell
Sleuth on Skates by Clementine Beauvais
Los asesinatos e Manhattan by Lincoln Child Douglas Preston