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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (45 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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De inmediato invité a comer a María Antonieta a la fonda más cercana que encontramos en Toluca, donde devoramos unos tacos con gusanos de maguey acompañados cori guacamole y salsa picante verde hecha en el molcajete con cebolla, cilantro y tomates, sin faltar como aperitivo una serie de chatos bien servidos con tequila reposado. A continuación pedimos un par de tazones con caldo tlalpeño y como plato fuerte una buenas rebanadas de carne asada a la tampiqueña, acompañada de frijoles de la olla, arroz rojo y un par de enchiladas, una roja y la otra verde, copeteadas con crema agria y queso rallado de Chihuahua. De postre pedimos unos cascos de guayaba servidos con duraznos en almíbar sin hueso, sin que pudiera faltar el café de la olla, negro y abundante, con el que nos prepararíamos para una conversación que cambiaría nuestras vidas.

Fue entonces cuando ella me confesó tener tan sólo veintinueve años de edad: había nacido exactamente en el cambio de siglo. Yo era dieciocho años mayor. Después de mi separación de Serafina, el divorcio no estaba en mi proyecto de vida, siempre deseé tener a una mujer joven, el máximo tesoro de la creación, una fuente de energía inagotable a mi lado, para que me transfundiera ánimo, vigor, juventud, vida, interés, optimismo, de tal manera que nunca se agotara mi curiosidad por todo aquello que me rodeaba excluyendo mi obra filosófica, la cual contaba con móviles propios e íntimos. Aun cuando María Antonieta no era de una gran belleza, sí me producía un delicado sentimiento de ternura que despertaba al hombre protector que vivía en mi interior. Su candor, su sensualidad, su inocencia, su mirada encantada muy pronto se fueron apoderando de mí. Ya antes de los duraznos en almíbar, deseaba instintivamente tomarle la mano y besársela. ¿La tendría perfumada? Nunca olvidaré la delicadeza con la que se desprendió de sus guantes color beige. De inmediato me llamó la atención la textura de su piel. Y además de todo y por si fuera poco, rica, muy rica, adinerada, muy adinerada...

María Antonieta me describió a su padre como una figura determinante en su existencia, no sólo por su exitosa imagen profesional, sino por el inmenso amor con el que siempre la distinguió. Su madre, una mujer muy guapa «de porte distinguido... al que concurrían su sangre zapoteca, criolla y alemana... pues era criolla por la rama paterna y, por la materna, los Haaf, descendiente de un alemán dueño de tierras cafetaleras en el istmo de Tehuantepec. Matilde, era, además, una mujer con educación, elocuente en francés e inglés. Se jactaba de haber sido la primera mujer blanca en haber escalado el Popocatépetl a la edad de diez años. Matilde Castellanos era un modelo de elegancia. La mayor parte de sus vestidos procedía de Europa, a donde encargaba asimismo la ropa de las niñas y el menaje de la casa, vajillas de Sévres y de Limoges, cristalería de Bohemia, manteles y sábanas de Holanda. Las niñas siempre debían ir de blanco, impecables, aunque esto significara cambiarlas varias veces al día, y con el pelo bien ceñido por un moño». Matilde había abandonado el hogar familiar huyendo, en 1913, con otro hombre a Europa, en donde creyó encontrar la felicidad, sólo para vivir una espantosa decepción que la hizo volver a México en busca de protección, consuelo y perdón, objetivo que no pudo cumplir porque don Antonio, su marido, el arquitecto, se negó siquiera a recibirla cuando tocó de regreso la puerta de su fastuosa residencia. La misma María Antonieta le impidió el paso después de un intercambio de reproches que culminaron con un sonoro portazo. Alicia, su hermana, decidió seguir la suerte de su madre y acompañarla a donde fuera, por lo que Antonieta había tenido que asumir responsabilidades hogareñas a muy temprana edad.

María Antonieta había estudiado en París las técnicas de la danza, una de las siete artes. Ella hubiera querido continuar con esa carrera quedándose a vivir en Europa, pero su padre se negó debido a su corta edad. Supe asimismo, por boca de ella, que su hermana Alicia había posado para que su rostro apareciera en el Ángel de la Independencia. ¡Cuál no sería su desagradable sorpresa cuando de regreso de Francia encontró que en México no había un solo profesor de ballet clásico! A cambio, una institutriz les había enseñado, tanto a ella como a sus hermanas, algo de literatura inglesa, argumentos de óperas alemanas y francesas y vidas de poetas y escritores de todos los tiempos, además de clases de inglés, francés y piano. Las niñas Rivas Mercado fueron preparadas para vivir la existencia en grande. Invariablemente estuvieron rodeadas de intelectuales, artistas de diversos géneros, hombres de negocios y políticos de renombre. ¡Claro que se casarían con hombres de gran alcurnia, dueños de apellidos de renombrada prosapia, individuos acaudalados y poderosos en el orden político o en el orden económico o en ambos: su padre don Antonio tenía la mira muy alta! Fue en 1912, una vez derrocado Porfirio Díaz y habiendo subido a la presidencia Francisco I. Madero, cuando María Antonieta sufrió un accidente mayor al ejercitarse en las barras paralelas en el pequeño gimnasio de su residencia. Se había golpeado en la sien perdiendo el conocimiento durante unos minutos. Su hermano Mario siempre alegaría que los trastornos nerviosos que vivió en el futuro se debieron a ese golpe tan tremendo, afirmación de la que yo siempre dudé porque nunca percibí desequilibrios en su conducta ni siquiera cuando decidió suicidarse a los treinta y un años en el interior de la catedral de Notre Dame.

En tanto ella resumía su vida a grandes zancadas, me obsequiaba con su actitud una repentina muestra de la confianza, yo revisaba inquieto los botones de su blusa para dar con alguno abierto que me permitiera descubrir el volumen de sus senos. Todos se encontraban cerrados como si se tratara de una indumentaria monacal. Necesitaba ver, investigar, dejar vivir mis fantasías, una abertura, algo... La delicadeza con la que movía sus manos, frágiles y pequeñas, me despertaba un exquisito morbo con tan sólo suponer cómo me acariciaría cuando yo las condujera suavemente hacia mi cuerpo, de modo que al tacto pudiera comprobar las reacciones que produciría en mi anatomía. Su falda larga me impedía observar sus piernas aun cuando las suponía de escasa consistencia muscular. Más bien las imaginaba enjutas, delgadas, magras, en lugar de gruesas, voluminosas y rollizas como me fascinaban. Las mujeres debían ser abundantes en carnes, de caballera larga como las crines de las potrancas salvajes, labios gruesos, húmedos, mirada traviesa y sumisa, aire candoroso, estatura media, señaladamente inexpertas, vivaces, fáciles de sorprender, de risa pronta, precavidas pero dispuestas a conocer y dóciles en el lecho.

María Antonieta había contraído nupcias con. Albert Blair en 1918. Su marido, nacido en Inglaterra y educado en Estados Unidos, un ingeniero protegido por la familia Madero, cuyos bienes y tierras él había administrado en la región lagunera, no había sido el hombre con el que ella había soñado, si bien su físico la impresionó desde el primer instante. Un año después, Antonieta decidió separarse de Blair diciéndole: «Ya no te quiero, quiero que nos separemos. Si te duele, perdóname, pero no soy feliz contigo». El inglesito por toda respuesta se había puesto de pie y, amenazándola, le gritó a la cara: «Tú ya tienes un amante». La noche del 15 de noviembre había sido trasladada al hospital, víctima de una crisis nerviosa... Con tal de no volver a verlo más se había dejado llevare al hospital. No sabía que en el nosocomio su única visita sería la de él. ¡Maldición!

Siempre sostuve que la debilidad debía ser un pecado mortal y María Antonieta lo cometió una y otra vez desde el momento en que autorizó a Blair no sólo volver a la casa sino el acceso a su cama, de donde ella resultó embarazada cuando precisamente su matrimonio hacía agua por proa, popa, estribor y. babor. Es decir, se hundía y, sin embargo, resultó embarazada. De la unión entre Albert Blair y Antonieta Rivas Mercado nació, el 9 de septiembre de 1919, un hijo al que le habían puesto de nombre Donald Antonio. Nació en el Hospital Americano de la ciudad de México «después de un parto tan largo y difícil que el doctor Monday le recomendó a Antonieta que no tuviera más hijos. Esta advertencia le ofreció a ella buenos pretextos para rechazar, hasta donde le fue posible, la relación íntima con Alberto. A pesar de todo, tuvo más adelante otro embarazo que se saldó con un aborto».

Yo la observaba durante la comida y durante los postres. No le retiraba la vista ni cuando bebía pequeños chupitos de mi preferida cerveza regiomontana. En el fondo ella tenía necesidad de hablar, de expresarse, de desahogarse. Me percaté, según avanzaba la conversación, de que teniendo tanto a su favor, como el talento, los conocimientos filosóficos, la sensibilidad artística, la habilidad para la danza y la narrativa, su vocación indiscutible como mecenas, su inclinación por todo aquello relativo a la creatividad, además de su gran capacidad para dar amor con las manos llenas, ciertamente no tenía nada. Su vida había sido una eterna búsqueda y un permanente desencuentro. Desde muy pequeña no había podido llegar a ser bailarina ni una gran pianista ni escultora ni pintora ni escritora. Nada. No había alcanzado nada a pesar de sentir que podía conquistar cualquier meta porque contaba, sin duda alguna, con todo para lograrlo. Un dejo de tristeza y de frustración apareció en su rostro. En el amor, por si fuera poco, tampoco había resultado afortunada, y como madre, de la misma manera que me sucedía con mis hijos, para ella el pequeño Donald Antonio no pasaba de ser una carga insoportable, un terrible peso, plomo en las alas que le impedía volar a cualquiera de los confines de la Tierra.

En aquella ocasión, cuando comía los cascos de guayaba, me pregunté si tendría deseos de besar sus labios y mordérselos como la fruta carnosa que ella misma estaba devorando. No lo sabía. María Antonieta hablaba y hablaba sin que invirtiéramos parte de nuestro tiempo en analizar las posibilidades de mi campaña para convertirme en el presidente de la República, en lugar de Pascual Ortiz Rubio. Desde luego que estaba encantado escuchando la narración de su vida. Entendía su necesidad de contármela pero, si bien es cierto que me deleitaba y disfrutaba la contemplación de esta singular mujer que resultaba mucho más hermosa si no se perdía de vista su colosal fortuna, también lo era que el financiamiento de mi proyecto político resultaba un tema fundamental, dado que Ortiz Rubio,
el Nopalito
, por baboso, según lo había apodado humorísticamente el pueblo de México, gozaba de una inmensa ventaja en contra mía: él se apoyaba en el tesoro público, un recurso prohibido, para vencerme en cuanto territorio político me presentara. ¿Cómo perder de vista que Calles disponía a su antojo de las arcas nacionales? En cualquier momento tendría que interrumpir discretamente la narración para abordar el tema del dinero, con toda la delicadeza posible. Me bastaba el Cadillac negro, un automóvil ciertamente ostentoso guiado por un chofer uniformado en el que nos trasladamos a la fonda, para comprobar la magnitud de la capacidad económica de María Antonieta Rivas Mercado.

En el año de 1921, Albert Blair la había convencido de ir a pasar una temporada en el rancho de la familia Madero en San Pedro de las Colonias. Además de desahogarse montando a caballo llevando de las bridas a la bestia hacia terrenos complicados o impulsándola a saltar arriba de vallas muy elevadas, María Antonieta leía apasionadamente a autores como France, Rémy de Gourmont, Baudelaire, a su Verlaine, apartándose de este mundo llevada por las reflexiones, las fantasías y las convicciones de estos encumbrados pensadores. Blair no pudo aceptar el abandono al que lo sometían las interminables lecturas de su mujer ni mucho menos pudo permitir las ausencias de María Antonieta a pesar de que ella estaba presente, sentada a la mesa a la hora de los alimentos o cuando encendían la chimenea al anochecer. Ella vivía en otro mundo analizando conclusiones filosóficas, disfrutando la obra poética de diversos escritores europeos o perdida en la narración de sus literatos preferidos. Se encontraba, en efecto, al lado de Albert, pero se ausentaba en silencio por otras galaxias que nada tenían que ver con él ni con su hijo. Llegó un momento en que su marido no pudo más y decidió quemar, después de un arrebato de violencia «los libros en un auto de fe que conjurara las malas influencias». Blair había amontonado los libros en el jardín, «mis libros, míos, para prenderles fuego. El papel cerrado no ardía, entonces los deshojó, los despedazó uno por uno con una furia inaudita mientras emitía sonidos guturales ininteligibles. Yo me quise ir, a lo que él repuso: "Quédate, anda quédate, me decía, míralos arder, qué bonito, qué bonito infierno..." y me quedé haciéndome chiquita paralizada por aquel auto de fe con mis libros, con mis pobrecitos libros...»

Para los amantes de la literatura, la poesía, la historia y la filosofía resultaba un privilegio y una gigantesca satisfacción poder contar y admirar los libros colocados ordenadamente en las gavetas de su biblioteca. ¡Cuánto placer se desprendía de la sola contemplación de los lomos! ¡Cuánto agradecimiento se experimentaba al recordar cada página o párrafo redactado por autores a quienes les concedía un talento superior! ¡Cuánto amor se podía llegar a sentir por un texto con el suficiente poder de convencimiento para hacer cambiar la trayectoria de la vida, y ahora resultaba que un cobarde papanatas, un ignorante acaparador de billetes, un traganíqueles, había llegado para construir una gran pira con todos aquellos libros que, el solo hecho de coleccionarlos, justificaría, en sí mismo, toda una existencia! Es el caso del sepulturero que entierra un muerto sin escuchar ni prestar atención al llanto y al dolor de los deudos. Le resultaba inimaginable que alguien se hubiera atrevido a incinerar sus libros, sus textos incunables, y en su presencia. Lo hubiera golpeado hasta perder la fuerza de sus brazos, después lo hubiera pateado y, acto seguido, lo hubiera escupido hasta no dejar ni una gota de saliva en su boca.

La gota que derramó «la copa de la amargura fue una intoxicación de Donald Antonio,
Chacho
»,el apodo de cariño con el que se dirigían a su primogénito. La fiebre consumía al pequeño con una sorprendente rapidez. Se iba. Se tiraba de los cabellos al comprobar cómo lo perdía por instantes. La muerte se lo arrebataba de sus brazos. No podía consentirlo. La culpa acabaría por destrozarla. Su marido intentaba bajarle la temperatura con paños de agua helada sin que se observara la menor mejoría. Albert se negaba a darle medicamentos, por lo que en la noche, cuando él ya se había dormido, envolvió al niño con una vieja frazada y en medio de ladridos de perros se las arregló, con todo y nanas, para tomar una carretera que le permitiera llegar hasta la casa de su padre. Bastaba imaginar la cara de Blair al constatar al otro día que su esposa y su hijo habían desaparecido del rancho. Albert pertenecía a la religión
Christian Science
que despreciaba cualquier tipo de medicina alópata. De nada le había servido a su marido discutir con su padre la posibilidad de sacar al niño de su casa en la ciudad de México, en donde afortunadamente recuperó la salud siguiendo las indicaciones de los médicos. Después de esta agónica experiencia, María Antonieta decidió ausentarse durante casi tres años viviendo en Europa junto con su hijo, asistida y protegida por su padre, que disfrutaba de su última estancia en el Viejo Continente. Blair se negó sistemáticamente a concederle el divorcio. Ni siquiera cuando Antonieta regresó, en 1926, aceptó su invitación de vivir juntos otra vez en una nueva casa construida en Tlalpan, al sur de la ciudad de México; en cambio, había contratado a un par de distinguidos abogados para que se ocuparan de legalizar su separación. El amor se había extinguido hacía mucho tiempo, casi al año de haberse casado. De la relación matrimonial sólo quedaba el acta en la que constaba su compromiso ante el oficial del registro civil. Nada, absolutamente nada.

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