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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (53 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Sor Juana Inés de la Cruz

EL TINTERO Y LA HOGUERA

¿Que mi tintero es la hoguera

donde tengo que quemarme...?

Pues podré decir, al verme

expirar sin entregarme,

que conseguiste matarme

mas no pudiste vencerme.

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ

A Aldo Falabella, quien me sugirió la redacción

emocionada de estos Arrebatos carnales

Soy María Luisa Manrique de Lara Gonzaga y Luján, XI condesa de Paredes de Nava, esposa de Tomás Antonio de la Cerda y Aragón, conde de Paredes y marqués de la Laguna. Mi linaje aristocrático se remonta al Sacro Imperio y a la Casa de Mantua. El 8 de mayo de 1680, el duque de Medinaceli —recién nombrado primer ministro de Carlos II— designó a su hermano menor, mi marido, como el vigésimo octavo virrey de la Nueva España, encargo que cumpliría en forma sobresaliente de 1680 a 1686.

Sí, sólo que si me decidí a escribir estas líneas que habrán de ser publicadas veinticinco años después de mi muerte, no fue para explicar la trayectoria de mis ancestros ni para describir la carrera política de mi querido Tomás, sino para dejar constancia, de cara a la historia, por lo pronto en el más hermético de los secretos, de mis relaciones con la Décima Musa, Sor Juana Inés de la Cruz, Juana de Asbaje y Ramírez de Santillana, la Shakespeare mexicana, la Cervantes nacida en la joya más cara de la corona española.

Todo comenzó cuando llegamos a la capital del otrora colosal imperio azteca, la Gran Tenochtitlan, a finales de 1680, para gobernar este gigantesco y riquísimo territorio de la Nueva España. ¡Cuál no sería mi inmensa sorpresa cuando me encontré, a un lado de la catedral, con un enorme arco alegórico decorado con flores de un pueblo cercano llamado Xochimilco, en el que constaban versos escritos por una monja poetisa conocida como Sor Juana Inés de la Cruz! El texto, rico en metáforas exquisitamente planteadas, llevaba por título
Neptuno Alegórico
, bella composición en la que comparaba al virrey con el dios Neptuno, y a mí, nada menos que con la bella Anfitrite. Si nunca imaginé encontrar en estas latitudes a un poeta de semejantes dimensiones literarias, un gigante de las letras, menos supuse que se trataría de una mujer, siendo que a nosotras, las de nuestro género, se nos tenía y se nos tiene prohibido pensar y hablar, para ya ni intentar el paso temerario de atrevernos a publicar nuestras ideas. La curiosidad me devoró desde un principio con tan sólo leer esas líneas estructuradas en perfecta métrica, maduras, excelentemente bien vertebradas, cuyas alegorías me presentaban a la distancia a una mujer singular que me preocupé por buscar y conocer de inmediato. Así me recibió Sor Juana aún sin conocerme...

Nuestro antecesor el virrey y simultáneamente arzobispo de México, Payo Enríquez de Ribera, primo de mi marido, me hizo las primeras semblanzas de ese genio literario novohispano sin ocultar la simpatía que le despertaba esta humilde monja, esposa juramentada de Dios, que había decidido permanecer enclaustrada en el convento de San Jerónimo hasta que obsequiara con su último aliento al Señor. Fray Payo la protegió, la dejó hacer, le permitió estudiar y crecer a pesar de las críticas recibidas porque la monja no dedicaba la mayor parte de su tiempo a la oración, a la lectura del Evangelio ni cumplía al pie de la letra con sus obligaciones conventuales: prefería estar rodeada de libros, inmersa en la lectura, perdida en el espacio infinito de su imaginación redactando frases sueltas, garrapateando ideas viendo al techo de su celda, consumiendo tinta y papel sin limitación alguna, al extremo de amanecer rodeado su escritorio de textos arrugados, hojas desgarradas aventadas al suelo con repentina desesperación, sin olvidar los pedazos de las velas agotadas que una tras otra eran arrojadas al piso después de haber anunciado con breves parpadeos su proximidad a la base de los candelabros. Fray Payo, bajo cuyo arzobispado Juana Inés ingresó a la vida monacal, invariablemente vio por ella, la apoyó y la estimuló con la debida discreción para no interrumpirla en su trabajo creativo concediéndole perdones, dádivas y permisos, además de comprensión, tolerancia y condescendencia, obsequios todos ellos impropios de una época de negra y tétrica intransigencia dominada por varones cavernícolas en el orden familiar, político, académico y religioso.

Cuando llegué a México contaba con treinta y un años de edad. Sor Juana era tres años mayor que yo. Me encontraba en el esplendor de la vida, en la pleamar de una existencia saturada de apetitos culturales. La adquisición de conocimientos iluminaba mis días, la lectura de poesía, teatro y literatura justificaba mis horas; el descubrimiento de leyes científicas que me alegraban el espíritu y me lanzaban a la búsqueda de explicaciones que, a su vez, despertaban aún más mi sed de saber; la contemplación de las obras de arte me inundaba de placer, pero sobre todo, la conversación con personas inteligentes y cultas llenaba mis aspiraciones, acicateaba mi curiosidad y me abría nuevos horizontes hacia los que me encaminaba en soledad para echar luz en mi realidad.

¿Cómo era Sor Juana? ¿Una monja encorvada, vieja, de mirar cansado, de hablar fatigado, piel marchita, pelo canoso, amargada, arrugada, con los dedos deformados por las humedades conventuales, una mujer cubierta por una caperuza negra incapaz de mostrar el rostro? ¿Una mujer agresiva y violenta desesperada por el enclaustramiento sin la menor vocación religiosa, angustiada en su imposible resignación al haber aceptado no conocer hombre alguno ni tener hijos ni disfrutar las maravillas de la maternidad, a cambio de casarse con el Señor?

Si bien me habían dibujado sus cualidades físicas, antes de referirme a las intelectuales, nunca supuse los alcances de su belleza. Ojos negros como los de la piedra obsidiana que conocería más tarde. Mirada intensa, penetrante, viva, un contraste con la suavidad de sus versos y sus calculadas rimas. Piel blanca, suave, tersa, estatura media, labios nobles, pequeños, escasamente carnosos, cincelados y tallados cuidadosamente por un escultor; nariz recta, cuello espigado, frente luminosa, manos pálidas, dedos largos, mentón apenas sobresaliente para ocultar su inagotable energía... Ya, ya sé, lo sé, me adelanto al lector mordaz y cáustico que estará pensando cómo conocí la forma del cuello y la textura de su piel si invariablemente lo llevaba oculto y, además, nunca la pude haber acariciado. No es el momento de sarcasmos, sino de encumbrar a esta perínclita esposa de Dios hasta el punto más alto del arco iris, en donde siempre la adivinaré sentada en su trono de colores vaporosos del que ya nunca nadie podrá hacerla descender.

Me cautivó su disimulada timidez, su humilde indumentaria, su hablar pausado, apenas audible, su mirar caritativo e inofensivo, su léxico escogido y bien armado como si cada expresión la rematara con un rima preciosa y enhebrada a la perfección. Me impresionó su dominio del idioma, su humildad o más bien su falsa humildad, o su humildad tan honorable y auténtica que parecía falsa en este mundo de hipócritas, su cultura, su conversación alegre y diáfana, salpicada de musicalidad. Jamás supuse la fuerza volcánica que escondía con su actitud aparentemente sumisa y condescendiente. Jesús no necesitó de una sola moneda para cambiar el rumbo del mundo: con su túnica blanca, sandalias y un discurso convincente, logró hacerse, al paso del tiempo, de millones de seguidores, ¿no...? Pues bien, Sor Juana y su talento provocarán en el futuro, espero que muy cercano, una poderosa revolución que facilitará el rescate de las. mujeres para elevarlas hasta la altura mínima exigida mucho más allá de la más elemental dignidad humana. Sólo ella, Sor Juana, mi Sor Juana, podrá lograrlo, luego otras habrán de recorrer el mismo camino y recoger la estafeta en donde ella la haya abandonado en su lecho de muerte.

¡Claro que en muy breve plazo nuestra amistad se fortaleció al extremo de que me llegara a dedicar treinta y ocho poemas, lo anterior sin contar la correspondencia epistolar que intercambiábamos construyendo ricas metáforas sujetas a diferentes interpretaciones a prueba de las mentalidades cáusticas y perniciosas! ¡Claro que empezamos a tutearnos, primero en privado y más tarde en público, sin importarnos la envidia que despertábamos entre nuestros semejantes y sin medir el daño que, con el paso del tiempo, yo podría ocasionarle a la ilustre monja cuando tuviéramos que volver a la península dejándola desamparada y rodeada de jerarcas católicos, antropoides misóginos decididos a conducirla como una bruja cubierta por andrajos hasta el centro mismo de una pira en la que se le reduciría a cenizas junto con sus supuestos libros heréticos...! ¡Imposible eternizarme en el cargo de virreina! Algún día tendría que levar anclas para volver a la tierra que me vio nacer; sí, en efecto, pero ella, mi amadísima poetisa, mi musa, en mi ausencia eterna sería sometida a todo género de torturas inquisitoriales que tarde o temprano apagarían su precioso intelecto, un obsequio de Dios, hasta terminar con su existencia. ¿Por qué el Señor la agració con tantos dones que los hombres le impidieron desarrollar sin alcanzar su máximo esplendor...?

Si la vida en la Nueva España a finales del siglo XVII era particularmente difícil para cualquier humilde mortal, en razón del poder omnímodo de la Iglesia católica y del gobierno fusionados en una mancuerna siniestra en la que los arzobispos llegaban a ocupar simultáneamente el cargo de virrey y, por ende, ostentaban y ejercían al unísono la autoridad política y la espiritual en contra de los gobernadas y de la propia grey, la situación de las mujeres que, según ellos, encarnan todos los males, no era, ni mucho menos, transitable ni cómoda ni segura. Pues bien, en ese contexto hostil hacia nosotras, descuella, crece, evoluciona y se universaliza Sor Juana Inés de la Cruz, una mujer de las que nace solamente una cada mil años, si acaso...

La tarea de la Inquisición era tratar de proteger a la sociedad de la herejía que se definía arbitrariamente según la época y el lugar. Un poco de polvo acumulado en los hombros de un Cristo crucificado por un simple descuido doméstico podría ser causal para iniciar un juicio inquisitorial por herejía, más aún si la víctima era un judío adinerado a quien la alta jerarquía asediaba con todos los medios a su alcance, que no eran pocos ni ineficientes, para apoderarse de sus bienes a cualquier precio y con cualquier pretexto. Las blasfemias, la bigamia, la brujería o el curanderismo, las insinuaciones a las mujeres a través de la confesión, y los que se ostentaban falsamente como sacerdotes, constituían crímenes menores comunes que no llegaban a justificar la muerte en la hoguera, salvo que el acusado gozara de una gran fortuna económica apetecida por la Iglesia, en cuyo caso era quemado sin mayores tardanzas ni aplazamientos.

En lo que se refería a nosotras, los códigos de comportamiento establecidos por el Santo Oficio nos dejaban a salvo, siempre y cuando respetáramos nuestra posición como súbditas del hombre. Ni más ni menos, tal y como lo había dejado claramente asentado fray Luis de León en
La perfecta casada
, según el libro que yo misma le conseguí clandestinamente a mi querida nuncia sin que nadie se percatara. Vea el lector este texto infamante: «El mejor consejo que les podemos dar a las tales (mujeres), es rogarles que callen, y que, ya que son poco sabias, se esfuercen a ser mucho calladas... Mas como quiera que sea, es justo que se precien de callar todas, así a quienes les conviene encubrir su poco saber, como aquellas que pueden sin vergüenza descubrir lo que saben; porque en todas es no sólo condición agradable, sino virtud debida el silencio y el hablar poco».

El propio sacerdote jesuita Antonio Núñez de Miranda, el confesor de Sor Juana, uno de sus más notables asesinos intelectuales, definió la obediencia de las mujeres como la renuncia a la propia voluntad para sujetarse a la de sus prelados». Es decir, se nos privaba del derecho de pensar, de ejercer nuestra libre voluntad, se nos sometía a lo que dispusieran los hombres, violando abiertamente el Evangelio, las sabias palabras de Jesús, a través de las cuales conocemos nuestra facultad de disfrutar el libre albedrío. Como bien diría Sor Juana en la
Respuesta
, al dar gracias porque «Dios es el que juzga, no el hombre». He ahí un ataque decididamente audaz y atrevido al sistema legal y al proceso inquisitorial, «donde los hombres usurparon el derecho de Dios de acusar, juzgar y castigar». ¡Que nadie participe en juicios humanos. Reservemos la justicia para Dios!

Los autos de fe eran las manifestaciones más grandiosas del poder del Santo Oficio. Sor Juana presenció tres de dichos autos durante el gobierno virreinal de los marqueses de Mancera en 1664, según me lo comentaría ella misma años más tarde. Las ceremonias no estaban diseñadas para salvar el alma del acusado, sino para aterrorizar al pueblo, según ellos, la manera más eficiente de controlar desde un niño hasta una nación. A más miedo, menos policía. La sociedad se controla por sí misma si teme el castigo de sus infracciones. Impongamos el terror.

Durante las ejecuciones primero aparecía la llamada procesión de la Cruz Verde, el símbolo del Santo Oficio, donde participaban los frailes, los oficiales reales y los reos, en última instancia. Después había la presentación pública de los condenados a muerte, .quienes tenían la oportunidad de
reconciliarse
, o sea, de confesar sus errores y recibir el perdón, así como un castigo que incluía desde las penas espirituales —como oraciones, misas y limosnas— hasta la imposición de llevar el sambenito, la confiscación de bienes, los castigos corporales, las multas o el destierro. En caso de no arrepentirse, o si el reo había reincidido en la herejía, el penitente era
relajado
, es decir, entregado a las autoridades seculares para ser quemado en una de las hogueras... Tan drásticas medidas constituían una eficaz herramienta de dominio de las masas. ¿Quién se encontraba dispuesto acorrer el riesgo de caer en los sótanos macabros de esa diabólica organización católica?

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