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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (46 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Ignoraba hasta qué punto me provocaban sus labios para mordérselos. Escasamente carnosos y pequeños, si bien me atraían, no despertaban a la fiera que habitaba en mí, ni siquiera la incitaban. Sí se me antojaba recorrerlos tangencialmente con mi dedo índice para después introducirlo en su boca y humedecerlo con su lengua inmóvil. Sentía que podía enloquecerla al tocar sus mejillas, ligeramente maquilladas, con mis yemas haciendo un contacto apenas perceptible. ¿Cómo respondería si le exhalaba mi aliento tibio en sus oídos? ¿Se retorcería? ¿Sería sensible a mis iniciativas? Una estrategia nunca me había fallado: besar los párpados cerrados de las doncellas. ¿Cerraría los puños? ¿Se humedecería? Sí, sí, lo que fuera, pero mis fantasías no eran naturales, de alguna manera me parecían obligadas. El tiempo pronunciaría, con la debida sonoridad, y en el momento preciso, la última palabra que yo acataría como un soldado disciplinado para hundirme en sus carnes. Ni antes ni después: por lo pronto dejaría el resto a mi imaginación.

Su padre, muerto en enero de 1927, a los setenta y tres años de edad, la había nombrado heredera universal de todos sus bienes. Ni siquiera arqueé la ceja al hacerme de esa información privilegiada. Dejé pasar el tema como si me fuera absolutamente irrelevante. Ella continuó la narración sin imaginare! impacto que me habían producido sus palabras. Antonieta ni siquiera le había permitido a su madre despedirse de su marido cuando éste ya agonizaba en su lecho de muerte: «Tú no lo necesitaste a él para hacer tu vida, él no te necesita a ti para morir». Obviamente, Matilde tampoco se presentó al entierro.

Comenzó entonces su relación con el pintor Manuel Rodríguez Lozano. María Antonieta creyó revivir debido a esta nueva relación, ciertamente muy promisoria, hasta que descubrió que el famoso artista no ocultaba su debilidad por los hombres; era, como bien pronto se supo, un consumado homosexual. Nuevamente María Antonieta no lograba nada, no alcanzaba nada, no consolidaba nada en ninguno de los órdenes de su vida. Su existencia era una búsqueda intensa en la que sólo encontraba vacío, decepción y frustración. Claro que disfrutaba las reuniones con Xavier Villaurrutia y Salvador Novo y estuvo encantada de colaborar con la revista
Ulises
, sí, pero nuevamente aquel homosexual no tenía la capacidad para llenar sus días a plenitud, como tampoco lo fue el hecho de donar cantidades importantes de dinero para el teatro Ulises, rodeada del grupo de escritores conocido como Los Contemporáneos, entre los que se encontraban Bernardo Ortiz de Montellano, Jorge Cuesta, Gilberto Owen, Carlos Pellicer, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Jaime Torres Bodet y José Gorostiza, entre otros tantos más. Si bien Antonieta integró un patronato para financiar la creación de la Orquesta Sinfónica Nacional bajo la dirección de Carlos Chávez, también es cierto que ni con este colosal esfuerzo económico logró experimentar la sensación de que el recurso del mecenazgo le permitiría morir en paz. No, no encontraba el verdadero sentido de la vida, ni siquiera en los salones literarios que ella organizaba, mientras que para mí la narrativa, la filosofía y la política y el amor esquivo; sin compromiso, me hacían abrevar hasta la última gota del elixir que Dios había confeccionado para mí.

Por ejemplo, ¿cómo no agradecerle a Andrés Henestrosa el hecho de que me hubiera presentado con Antonieta Rivas Mercado? Ella sin duda me ayudaría a financiar mi campaña, a derrotar a Ortiz Rubio a aplastar a Calles, a demostrarle que era un bribón, un roba urnas, un salteador de caminos, además de despiadado asesino y tirano incapaz de abrir la mano para soltar el poder. Yo se la abriría con el dinero de María Antonieta.

A ella la seducían mis conceptos políticos y filosóficos, mientras que a mí me fascinó regresar en su Cadillac desde la ciudad de Toluca a la ciudad de México, sentado en la parte de atrás como corresponde a todo un señor. A bordo de su automóvil tocamos de nueva cuenta el tema relativo a mi proyecto político. La convencí. Si antes de conocerme ya estaba enamorada de mi causa, después de nuestra histórica comida estuvo dispuesta a apoyarme en dicho apostolado. Sabía de los riesgos, no ignoraba que en cualquier momento podían asesinarme como lo habían hecho con Francisco Serrano, Arnulfo Gómez y otros tantos inconformes con la diarquía Obregón-Calles. De inmediato aceptó convertir su casa en un comité político, prometió organizar mítines, costear gastos de viaje de muchos de los acompañantes durante las giras por el interior de la República, imprimir volantes, pagar inserciones en ciertos periódicos, rentar salones y equipos de sonido. Ella misma participaría en Saltillo, en Monterrey, en la Huasteca veracruzana, en Tampico, llevaría un registro de los principales actos y coleccionaría discursos... y aunque pareciera increíble, parapetados en su apellido, esconderíamos a militantes perseguidos, acusados de vasconcelistas, en casas propiedad de María Antonieta.

La campaña no se podía detener. El levantamiento armado de Escobar se extinguió en muy corto plazo. La pólvora se había mojado en buena parte gracias al pánico que los militares tenían respecto de las decisiones tan feroces como inapelables de Calles, el general Calles, un despiadado criminal que se había cansado de dar muestras de su sanguinario salvajismo a propios y extraños. Con
el Turco
nadie jugaba. Todos nos lo habíamos aprendido de memoria. Caer en sus manos implicaba la pérdida de cualquier posibilidad de vivir si se trataba de un enemigo declarado. Yo mismo temía encontrarme en plena carretera con un camión sin frenos o con una bala perdida, o verme involucrado en un pleito callejero para terminar con un tiro en el centro de la frente o envenenado por un marido celoso en busca de venganza. No podía olvidar cómo Calles había mandado acribillar a Villa, envenenar a Benjamín Hill, ministro de Guerra con Obregón, y a Ángel Flores, su opositor en la candidatura por la presidencia en 1924, entre otros más que no viene al caso contar. Yo iba por todas y estaba dispuesto a llegar a los extremos siempre y cuando mi vida no estuviera en juego... No podía ignorar, ¿o sí...?, que competir con Ortiz Rubio era tanto como hacerlo en contra del propio Calles...

Antonieta empezó a compilar algunos párrafos que habían merecido nutridos aplausos durante mi campaña: «Pueblo inteligente —dije a mi llegada a la ciudad de México— constituido con los más vigorosos elementos de todo el país que hacia acá concurren para integrar el cerebro de la patria, no podía dejar de estar, nunca ha dejado de estar a la cabeza de los grandes movimientos nacionales [ ... ] Por eso mientras otros apoyan sus candidaturas en alianzas oscuras y cobardes con el capital norteamericano, nosotros lo apoyamos en el pueblo humilde; lo apoyamos en el verdadero pueblo, desdeñando a Mr. Morrow, ese embajador de los Estados Unidos que tiene sus antecedentes y su antecesor en Poinsett... y sólo le doy veinticuatro horas para que haga sus maletas después de que el pueblo mexicano haya triunfado». No me importaba que mis adversarios adujeran que mi campaña era vaga, esquiva e indefinida. Lo importante era conectar con las masas. Sólo esperaba que nunca se descubrieran mis relaciones secretas con los cristeros para cuidar mi imagen pública, el principal activo de cada político. Ellos ya me habían ofrecido el apoyo militar y el respaldo financiero, obviamente a través de la Iglesia católica, para convertirme en el nuevo presidente de la República: «Respeto efectivo a la vida humana. Respeto a las libertades públicas. Agrarismo radical pero constructivo. Fomento de la pequeña propiedad. Desamortización de los bienes de los líderes enriquecidos durante la Revolución. Educación de las masas conforme a los métodos mexicanos. Trabajo obligatorio para salvar al país de la miseria en que lo ha puesto el abuso de la política y la ignorancia en los procedimientos de la Reforma. Defensa y desenvolvimiento de los recursos nacionales. Libertad religiosa». Tal era mi programa.

He aquí una nota publicada por Antonieta en relación con mi campaña:

Mal orador nato, ha logrado a fuerza de una clara dicción que transcribe el perfil agudo del pensamiento directo, dominar multitudes que absortas escucharán su mensaje... su tema persistente fue la necesidad de clavar en la conciencia la norma ineludible de una acción determinante: la defensa del voto... Había menester de ese amo: el dinero. Repitió el milagro de los panes en forma tal que, por sorprender a la incredulidad, parecía nueva; anunció que daría conferencias pagadas para hacerse de elementos y la gente llenó los teatros.

Iba solo, pero en cada lugar, por humilde o soberbio, halló un núcleo dispuesto a trabajar por él.

La noche que entró a Hermosillo, a las dos de la mañana, una compacta multitud estuvo en vela aguardando la llegada del tren con tal de poder escoltar al candidato a pie desde la estación hasta el hotel. En el largo recorrido los vivas eran a menudo ahogados por mueras a Obregón ya Calles, los dos sonorenses más detestados por el pueblo libre de Sonora... Desde su entrada a Hermosillo, el pueblo lo aclamaba como a un nuevo Madero: para todos era el presidente próximo... La noche de la llegada de Vasconcelos a Ciudad Obregón, los gritos de Viva Toral, el matador de Obregón, ensordecieron a los vecinos hasta hora avanzada... El argumento máximo de los discursos vasconcelistas en esta zona fue señalar el hecho de que Obregón y sus herederos pagaban salarios menores que sus vecinos en los trabajos del campo... Por el estado de Sinaloa la gira con éxito más rotundo aún, se dio el caso en el pueblo de San Ignacio, en donde el diputado local telegrafió a las autoridades pidiéndoles que hostilizaran a Vasconcelos, y éstas respondieron ofreciendo un baile de honor, en los salones del Palacio Municipal.

En Nogales, en el primer acto de campaña, decidí empezar a abrir mis barajas de modo que se conociera cada vez más el juego de cara a mi posición en torno al conflicto cristero provocado por Calles para distraer a la opinión pública de otros objetivos más importantes que el astuto diseño de un pleito militar con la Iglesia. ¿Cuál era la intención oculta? Provocar un incendio religioso para que un feligrés lastimado en sus creencias asesinara a O bregón a fin de ganarse un lugar en el cielo, cuando Calles orquestaba el crimen tras bambalinas aprovechando la revuelta que él impulsó con fines inconfesables. «Los católicos son nuestros hermanos y es traición a la patria seguirlos exterminando... Proclamemos que el fanatismo se combate con libros, no con ametralladoras... ¡México! ¡Levántate!» Días antes ya había arremetido contra las Leyes de Reforma, contra Juárez y sus seguidores. Denunciaba que no se tuviera el valor necesario para exhibir «ese disparate magno» de las Leyes de Reforma.

Durante la campaña, y cuando las circunstancias me lo permitían, invitaba a un par de prostitutas a mi habitación para que me bañaran, me enjabonaran, me masajearan como si fueran mis esclavas. ¡Cuántas veces las adiestré para que entendieran el significado de un chasquido de dedos y se dirigieran a la parte de mi anatomía que yo señalara! ¿No era una maravilla extraviarme entre tantas manos aceitadas o jabonosas antes de complacerlas y complacerme hasta volcar en cualquiera de ellas las semillas de los pueblos? Nada mejor que el amanecer rodeado por dos chiquillas que no opondrían la menor resistencia ante mis caprichos e instrucciones por más audaces y sorprendentes que éstas fueran. La esclavitud tenía sus ventajas, de la misma manera en que el derecho de pernada, lamentablemente en extinción, tenía sus indudables encantos. El patrón soy yo. El amo soy yo. Hoy no usaré el látigo si sabes morderme sin encajar los dientes y aprendes a juguetear con la lengua como te he enseñado. ¿Mujeres? Me sobraban. O las compraba o las seducía con mi verbo encendido, deslumbrándolas con mis conocimientos que les transmitía de acuerdo con sus capacidades, mientras me escuchaban como si estuvieran sepultadas en el fondo de un pozo. No me costaba trabajo engañarlas. Al erigirme como maestro podía manipular su admiración por mí hasta conducirlas dócilmente a la cama en busca de nuevas experiencias. Así conocí mexicanas que, al ceder a mis pretensiones, alegaban por la virgen de Guadalupe que era la primera vez que se prestaban a semejantes caricias; viví con francesas, inglesas, gringas que después de abandonar el lecho ni siquiera conocían mi nombre, rusas y españolas, furiosas y ardientes, indomables y feroces como el sol de la Costa Brava. Por mis manos pasaron y pasarán hembras pobres y ricas, inteligentes y tontas, serias y alegres, graciosas y herméticas; altas y bajas, rubias y morenas (las negras siempre me provocaron cierta repulsión y no por racista, lo juro), además de flacas y gordas, cultas o ignorantes, de rebozo o de chal, de zapatos suizos o huaraches oaxaqueños, de bolsa o de morral: casi nunca tuve carta aborrecida, y eso sí, todas se despedían encantadas en el andén del tren, en la estación del camión o cuando el chofer les cerraba la portezuela del automóvil para conducirlas a sus residencias... Pepe, Pepe, Pepe, mi Pepe...

En Mazatlán condené a todos aquellos que habían seguido al tal Benemérito de las Américas y que continuaban apoyando la aprobación incondicional de esos ordenamientos. ¡Claro que censuré a don Benito y más duramente a sus sucesores por haber prohibido que los bienes raíces estuvieran en manos de personas morales! ¡Claro que propuse la modificación del artículo 30 constitucional sobre la base de que «en México no habrá un verdadero sistema de enseñanza, mientras no se reforme el artículo relativo». ¿Marcha atrás? ¡No, apertura! ¿Por qué no abrirle espacio a la reacción, hermosa reacción, tal y como lo dijo nuestro inolvidable Miguel Miramón antes de haber sido pasado por las armas en el Cerro de las Campanas, una muestra adicional del salvajismo liberal?

Continué dando discursos en casi todo el país.

¡Falso que se cometieran asesinatos en nombre de Cristo; falso que funcionaran sociedades religiosas secretas; falso que los curas sean al mismo tiempo generales; falso que las beatas sean espías, que los católicos fanáticos fueran criminales, que los púlpitos se utilizaran como trincheras y que los confesionarios fueran centros de propaganda política! ¡Claro que estaba del lado de los cristeros, del lado del sinarquismo en ciernes, del lado de Nuestra Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana, del lado del fascismo de Mussolini y del despotismo religioso ilustrado, aun cuando no podía manifestarlo porque formaba parte del gobierno obregonista, por su rancio e injustificado anticlericalismo! ¡Cuánto maldije en un silencio críptico a Obregón por haber ordenado la expulsión de varios nuncios, representantes del Santo Padre, el Papa, heredero de la silla de San Pedro!

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