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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (23 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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—Joven José María Teclo Morelos y Pavón: usted y yo estamos llamados a ser muchas cosas juntos. Su talento no se puede desperdiciar.

Muy poco pude abrevar de la inmensa sabiduría de este hombre singular, generoso y temperamental porque, en 1792, un año después de mi nombramiento como decurión, el padre Hidalgo fue destituido de su cargo en el Colegio de San Nicolás al haber sido acusado de tener relaciones sexuales con una mujer, por haberse vuelto arrogante y pretencioso y haber ganado demasiados admiradores. Un sacerdote envidioso, investido con la autoridad de un fiscal, denunció las salidas clandestinas del padre Hidalgo, sus huidas nocturnas y sigilosas de los claustros nicolaítas, su deslizarse en la noche por las calles desiertas hasta introducirse en una casa envuelta en las sombras de la noche. Exhibió como pruebas registros de los espías en que hacían constar las horas de entrada y salida, así como el nombre de Manuela Ramos Pichardo, su amante, además de la existencia de dos hijos engendrados con ella, Agustina y Lino Mariano. La mujer deleznable estaba plenamente identificada. Se hizo saber que Hidalgo aprovechaba sus vastos conocimientos para burlarse de los demás y reír a costa de su ignorancia: «ha llegado como Luzbel a tener más ciencia que conciencia». Y, por último, denunció que la influencia espiritual que ejercía en el cuerpo académico, no sólo de San Nicolás sino del seminario, así como entre los miembros del clero y de la sociedad misma, era incompatible con los intereses de la mitra, cuyo pastor era el único que debía ejercer dicha guía espiritual.

En una conversación posterior que sostuvimos, me hizo saber que fray Antonio de San Miguel, el mismo que lo había acusado ante la incapacidad de resistir los ataques de un grupo enemigo, estaba informado de esta situación desde tiempo atrás y sabía de Manuela, de la misma manera en que conocía la existencia de Agustina y de Lino Mariano, por lo que todo había sido parte de una conjura para destituirlo. Él me aseguró que ni el escándalo estallado en Valladolid y en el colegio le harían abandonar sus responsabilidades como jefe de familia, que pagaría una dote gigantesca para ingresar a Manuela en un convento, «todo cuesta, y mucho, en la Iglesia, hijo mío...» Por lo pronto, alojaría a sus hijos con cualquier pariente de su mujer.

—La carne es frágil, José María, y esta Manuela me da mucho más de lo que yo puedo recibir y asimilar. Es como tratar de beber toda el agua que cae de una catarata. ¿Cómo podría renunciar a darle hijos a quien más quiero, si el Señor sentenció para toda la eternidad aquello de «creced y multiplicaos», y yo cumplí con sus sagradas palabras? —Con un rostro circunspecto agregó—: Los hombres en desgracia no atraen multitudes, sino curiosos. Cerca de mí sólo quedan mis verdaderos amigos.

A continuación me obsequió un libro escrito en italiano con el título
Storia Antica del Messico
, de Francisco Javier Clavijero, ese hombre singular a quien ambos esperábamos que, en algún momento, se le hiciera justicia.

A finales de año lo volví a ver en Valladolid sin que siquiera se atreviera a acercarse al colegio. Se le había entregado en propiedad el curato de San Felipe Torres Mochas, sobre la base de que las puertas de la academia permanecerían eternamente cerradas para él. Jamás volvería a ejercer la cátedra por ser nocivo para las futuras generaciones. ¡Cuánto lamenté que el padre Hidalgo no hubiera llegado a ser mi maestro cuando impartía la cátedra de Teología, porque yo apenas concluía a nivel de «medianos y mayores» la clase de Gramática y Retórica! Mi único gran premio consistió en poder asistir a reuniones en su biblioteca, donde impartía la cátedra extraordinaria, con la que a todos sorprendía por su erudición y talento. Cuando el padre Hidalgo abandonó el colegio, experimenté un vacío muy desagradable en mi interior, algo así como el sentimiento de luto por la pérdida de un amigo querido. El dolor me acompañó por mucho tiempo. Sólo el intercambio de correspondencia: para no perder contacto con él, me compensaba su ausencia. A mis veintisiete años y él a los treinta y nueve fuimos capaces de trabar una amistad que duraría para toda la vida, vida, por cierto, corta, muy corta...

Yo, por mi parte, continué mis trabajos en el Colegio de San Nicolás y después en el Seminario Tridentino, donde concluí mis estudios de filosofía y de moral, los únicos permitidos en las aulas. Años después me gradué como filósofo y como bachiller en Artes, hasta que, en 1795, presenté mi solicitud a las Sagradas Órdenes, ante la urgencia de tener un cargo remunerado. Únicamente pedí ser admitido a la primera tonsura clerical y al subdiaconado con facultades de administración de los santos sacramentos. Obtuve tres privilegios inherentes a mi cargo: el de canon, el de fuero y el de la inmunidad personal. Sólo podría ser legalmente citado por un juez eclesiástico, con lo cual escapaba yo a toda jurisdicción civil. Con el tiempo, mi implacable perseguidor, el futuro virrey Calleja, tendría que promover, sin ningún esfuerzo, mi degradación sacerdotal, privarme de mis títulos clericales para poderme fusilar como a un civil cualquiera... No tardaría en obtener una licencia especial para celebrar misa, confesar y predicar. Me convertiría en diácono, es decir, en el siervo de Dios, y me dedicaría a servir a los pobres, impartir los santos sacramentos y administrar los bienes de la comunidad, guardaría el celibato y leería el breviario. Durante la ceremonia de ordenación, me postré con el rostro contra el suelo y los brazos en forma de cruz y recité las letanías de los santos, toqué el cáliz que contenía el vino y el plato de la hostia, así como el Libro de los Apóstoles. Fui cubierto con los ropajes tradicionales, el manto, la túnica blanca, el cordón y el manípulo, vestiduras que encierran siglos de historia. Recibí el alba, esa larga túnica blanca de tela muy ligera, el cordón para retenerla, signo de la castidad, así como el manípulo para secarme el sudor del rostro o de las manos, símbolo de los esfuerzos y las lágrimas de la vida evangélica. Cuando resonaban los cantos del Veni Creator, fray Antonio de San Miguel posó sus manos sobre mi cabeza de presbítero, me cruzó la estola sobre el pecho y me puso la casulla, formó una cruz en mis palmas con el aceite de los catecúmenos, me transmitió el poder de consagrar, de absolver los pecados, de ofrecer y administrar el cuerpo y la sangre de Cristo a los vivos y a los muertos. Veía materializados mis deseos. Ya sólo me faltaba ganar el concurso de oposición para obtener un curato.

Al final de mi gestión como cura interino de Churumuco, falleció mi madre en Pátzcuaro, víctima de unos calores inclementes, sin que yo hubiera podido darle la extremaunción ni acompañar sus despojos a la tumba. Nunca logré agradecerle en forma suficiente y bastante su esfuerzo para convertirme en un hombre de bien, culto y educado que pudiera hacer mucho por la causa de Dios y la de mi país. Ella y mi abuelo fueron los verdaderos forjadores de mi temperamento. Gracias a ellos, y al padre Hidalgo, pude tener las perspectivas de mi vida en el futuro, una visión que me permitiría abrazar las más grandes causas de la nación. Luego vinieron los curatos de Urecho, el de Carácuaro y Nocupétaro hasta llegar al nuevo siglo, el siglo XIX, que prometía enormes cambios para México y para mí...

¿Por qué para ron Porque conocí a Brígida, Brígida Almonte, a mis treinta y cinco años de edad cuando ella tan sólo sumaba dieciséis. Hasta ese momento me había resultado imposible olvidar a Francisca. Tal parecía que su figura se había convertido en una sombra que me perseguía para todos lados sin poder desprenderme de ella en ningún momento. Sólo la presencia de Brígida me ayudó a olvidar a Francisca, a pesar de que ya habían transcurrido diez años de que ella había huido con Matías Carranco, el peor enemigo de mi vida y a quien yo no tardaría en degollar a machetazos cuando la oportunidad se presentara. Brígida, a pesar de su juventud, había explotado como las flores del trópico, crecidas dentro de una atmósfera de calor y vapores perfumados, como los que se perciben cuando las interminables cataratas de lluvia terminan por refrescar los horizontes llenándonos de nuevas esperanzas. Brígida era la hija de un hacendado de la región. Al encontrarnos entendí que se abría ante mí un nuevo mundo a su lado. «La Tierra Caliente se convertía en 'carne, luz, gloria, sensualidad y belleza.» Por supuesto que abandoné las epístolas y la lectura del Evangelio para refugiarme en el Cantar de los Cantares, el más hermoso poema de Salomón. Embriagado de amor le escribía a Brígida: «Quita tus ojos de mí, porque me hechizan. Eres la única, eres perfecta. ¿Quién es la que calla como la aurora, hermosa como la luna, brillante como el sol, terrible como las cosas insignes?» Ella era una flor del trópico, gente que vive, alienta y palpita en Brígida. ¡Qué dulce su nombre! ¡Qué tersa su piel! ¡Qué tiernos sus labios! Me fascina la mujer, me encanta su físico, me deslumbra su andar, su vestir, su hablar, su reír, su tocar, su ser, su imaginar, su soñar, su amar. Me hechiza, me conmueve, me inspira y me motiva. Brígida no es estirada ni solemne, sus ojos son grandes, su mirada profunda, su boca sensual, su pelo negro y quebrado, tipo acriollado con un toque indígena que le imprime originalidad, expresión de agudeza animada con una leve sonrisa. ¿Cómo descubrí a Brígida Almonte? Me la encontré como ama de llaves al llegar a ser cura de Carácuaro.

Yo no podía correr la misma suerte del padre Hidalgo, por lo que mi calidad de sacerdote me obligaba a guardar una escrupulosa discreción. ¿Cómo verla sin que el pequeño pueblo, gran infierno, no supiera tan pronto yo acariciara su rostro? Me resultaba imprescindible confesarle mi amor para poder iniciar una relación . secreta. ¿Cómo hacerlo cuando sus miradas ya delataban una atracción hacia mí? Recurrir al confesionario me parecía una indignidad. Abordarla en la sacristía, en la misma casa de Dios, constituía un desacato, una falta de respeto al Señor. Se lo dije en una ocasión, a finales de 1801, después de cerrar el curato e invitarla al anochecer a comer un elote hervido con limón en la plaza pública. Cuando esa chiquilla precoz me veía con admiración, siendo que yo aborrecía mi físico por ser tan bajo de estatura y de alguna manera robusto en carnes, le expliqué la imposibilidad de externarle mis sentimientos en el interior de la iglesia y mucho menos arrodillada en el confesionario. Que nuestro amor era prohibido, pero que Dios que todo lo sabía, lo perdonaría de la misma manera que lo haría con el propio Miguel Hidalgo, era toda una realidad. Imposible seguir viviendo sin amarla y sin confesarle mis sentimientos.

—Padre, yo también lo quiero a usted pero mucho temo la ira de Dios —respondió ella cuando encajaba una pequeña banderilla de madera a lo largo del elote. El vendedor roció los granos de maíz con una buena cantidad de limón espolvoreándole la sal para darle más sabor.

En aquel momento, una vez expuestos nuestros sentimientos, yo deseaba coronarlos con un abrazo, un arrumaco y hasta un beso. Deliraba por morder sus labios, mas no podía hacerlo y mucho menos en esa coyuntura, en la cual yo tenía que comportarme con el respeto que merece un cura de pueblo.

—No te preocupes, Brígida, si nuestro amor es puro, Dios sabrá bendecirlo y aprobarlo el día del Juicio Final.

—¿Y entonces dónde nos veremos, padre? ¿Cómo le haremos para estar juntos sin que nos espíen ni nos sigan?

—Vayamos al río cada quien por su lado siguiendo caminos distintos, volteando la cabeza en la medida de lo posible para verificar que nadie siga nuestros pasos —aduje respondiendo a las preguntas que yo ya me imaginaba que me haría desde el momento mismo en que decidí hacerle saber la pasión que me despertaba—. También podríamos ir disfrazados a los pueblos cercanos para perdernos en tabernas desconocidas.

Ella me miraba con ojos de azoro. Yo aprovechaba para morder mi elote sin delatar la confusión e incomodidad que me provocaba esa conversación. Un sentimiento de culpa me devoraba por dentro: ¿qué le confesaría a mi confesor? No tendría otro remedio que me mentirle; de lo contrario, cuando él se confesara, haría saber el secreto a terceros que tarde o temprano acabarían conmigo, como lo hicieron con el propio cura Hidalgo. De modo que a callar.

Una mañana decidimos encontrarnos en un ojo de agua ubicado en las afueras de Valladolid. Cada quien tendría que inventar sus pretextos para salir. Yo necesitaba estar a solas conmigo... Los besos y los abrazos no se hicieron esperar. En realidad, nuestra imaginación había trabajado a lo largo del tiempo para poder disfrutar al máximo dichas escenas cuando al fin se hicieron realidad. Nadie nos veía, nadie nos había seguido: estábamos solos, dando rienda suelta a nuestros apetitos. Yo era el primer hombre en la vida de Brígida. Lo descubrí desde el primer instante. Nos desvestimos invadidos por una justificada timidez, nos vimos, nos palpamos abrazados con los ojos cerrados, nos dirigimos tomados de la mano hacia el estanque, nos refrescamos desnudos, nos acariciamos, sonreímos, reímos echándonos agua, nos hundimos, nos estrechamos, nos secamos el rostro, nos arreglamos el cabello sólo para volvernos a zambullir, hasta que, tirados sobre la maleza, nos amamos en el preciso momento del cenit. ¡Cuántos sueños se disfrutan en la juventud que nunca llegan a materializarse...! Cuando besaba a Brígida, no podía sacar de mi mente la idea de poder estar haciéndolo con Francisca, Francisca, Francisca...!

A Brígida, aunque no lo confesara, le llamaba la atención lo prohibido, en nuestro caso, relacionarse amorosamente con un sacerdote, cuya profesión lo excluía, en principio, de cualquier trato íntimo con mujeres. Que ella supiera y confirmara que la atracción por sus carnes era tan poderosa para hacerme renunciar a mis votos de castidad, resultaba, por lo visto, una aventura peligrosa y audaz, por la que bien valía la pena apostar. Y apostó. Yo me rendía ante una mujer hermosa, pero mucho más ante ella, no sólo por su doncellez sino por su tímida docilidad que despertaba al monstruo que habitaba en mi interior. Ella no sabía nada, sin embargo deseaba aprender. Yo era el maestro, ella, la alumna. Yo ordenaba, ella obedecía. Desde el primer momento entendió que en el amor no existen los territorios inexpugnables, vedados. Una vez tirados encima de la hierba, cubiertos por la. vegetación, lejos de las miradas escrutadoras de los curiosos, ella aceptó cumplir todas las instrucciones que yo le daba para alcanzar el máximo placer.

—¿Te gustan las emociones fuertes, Brígida, mi amor?

—Estar aquí, con usted padre, desnudos, a la luz del sol, es ya una emoción muy fuerte, ¿no...? Jamás había conocido a un hombre...

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